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Tipo de cambio

Voy a empezar con un cuento. En 1992 llegué a la casa de mi mamá y ella me hizo el siguiente comentario: “Te das cuenta, Eduardo, de que la pintura de la fachada de la casa –por parte de un pintor de brocha gorda cercano a la familia– me cuesta más de lo que nos costó la casa”. Me pareció un buen ejemplo de inflación.

Para entonces yo era representante para el Pacto Andino del Cemla, Centro de Estudios Monetarios para América Latina, la más vieja institución latinoamericana. El Cemla, además de la investigación sobre asuntos monetarios, tiene entre sus funciones la formación de los técnicos de los bancos centrales de la región. De manera que una de mis actividades era organizar los cursos de profesores que la institución enviaba con ese propósito.

A los pocos días llegó un joven y excelente profesor argentino y le narré la anécdota de la casa de mi madre. Me dijo: “Sí, en Argentina los viejos también hacían tales comentarios”. Le pregunté por qué se refería solo a los viejos. Me respondió: “Muy sencillo, porque en los últimos diez años al peso argentino le han quitado nueve ceros y por tanto la comparación ya no tiene sentido, pues con los pesos que antes se compraba una casa ahora solo se puede tomar una Coca-Cola”.

El cuento es un ejemplo de los estragos que puede originar una hiperinflación. Y más aún de los problemas que causa un mal manejo de los tipos de cambio de la moneda nacional. Cuando en los años ochenta a las dictaduras militares del sur del continente se les fue de la mano el alza de precios perdieron el poder y a las democracias que las sucedieron les tocó la difícil tarea de solucionar el problema de los tipos de cambio. En Argentina se cambió la moneda al peso nuevo y al austral. Y en Brasil el cruzeiro pasó a ser el real. Recuerdo haber visto en Río de Janeiro a señoras vendiendo paquetes de billetes antiguos, que habían perdido su valor, no sé para qué uso. En Chile, a principios de la década, el fracaso de la llamada “tablita” de tipos de cambio programadas casi le costó al gobierno de Pinochet perder su hegemonía, dada la crisis económica imperante.

Todo lo anterior viene a cuento porque el problema mayor que tiene actualmente la economía venezolana es resolver la determinación del tipo de cambio del bolívar (¿fuerte?). La distorsión es mucho mayor de la que hayan podido tener las monedas del Cono Sur porque una diferencia entre el dólar oficial de 6,30 bolívares por dólar y casi 1 millar en el mercado paralelo no se había visto nunca antes en nuestro continente.

Como dije en mi artículo anterior, liberar el tipo de cambio sería suicida, aunque mi amigo el gran economista Francisco García Palacios me rebata que pudiera hacerse con medidas compensatorias que a mí me parecen excesivamente complicadas. El problema consiste en definir cuál sería el tipo de cambio de transición y cómo debería irse modificando. Resulta sumamente complicado porque es muy fácil equivocarse. Los modelos econométricos que pudieran utilizarse casi siempre dejan fuera variables decisivas. Tales como las expectativas y el clima político en que sean adoptadas.

De manera que nos enfrentamos a grandes decisiones que requieren de eximios economistas y estadistas para ser acertadas. El gobierno no se atreve a adoptarlas porque no sabe en dónde está parado. Se refocila en sus dogmas ideológicos. Me ha tocado calarme varios discursos del presidente Maduro en los cuales anunciaría medidas económicas y al final no anuncia nada. El tipo de cambio del bolívar, pieza clave de cualquier política económica en las actuales circunstancias, permanece inalterado cual virgen vestal en el altar del comandante eterno.

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