El EditorialOpinión

Transporte, una vieja falta de soluciones

Desde que tenemos memoria, el transporte, sus quejas, omisiones, descuidos, excesos de injerencia pública, descontrol, se han acumulado como hojas de lluvia. Salvo por el Metro de Caracas en sus primeros años, y los viejos y olvidados tranvías de fines de la primera mitad del siglo XX, Caracas y el resto del país han tenido el peor transporte popular posible.

Todos los gobiernos –democráticos civiles, tiránicos, militares- han «corrido la arruga» y con el crecimiento poblacional, es decir, de usuarios, han aumentado también los problemas. Y cada vez que un Gobierno mete la mano, empeora las cosas.

La compleja realidad del transporte popular para cualquier administración que piense en la opinión pública, es que es un sistema que operan unos pocos emprendedores privados para uso de millones de electores. Una camioneta, autobusete o rústico de pasajeros, es una empresa con ruedas. Y cuando el Estado decide comprar y gerenciar una empresa de autobuses, sean ensamblados en Venezuela, chinos, brasileños o estadounidenses, pierde dinero y rápidamente el servicio se deteriora. Sólo el Metro, por los expertos que lo construyeron y lo gerenciaron dignamente sus primeros años, funcionó óptimamente. Y perdía dinero porque los gobiernos nunca han querido cobrar por los pasajes lo que realmente debían cobrar.

El problema sigue, pero ahora es peor. Al miedo oficial de reconocer tarifas, tomando en cuenta los costos de las unidades y su mantenimiento, se suma el desabastecimiento de partes y repuestos, agravado por la desbocada hiperinflación. Si se satisface a los transportistas, se le echará encima la furia popular. Si complace a los usuarios, el transporte que va quedando terminará por desaparecer.

El Gobierno actual recurre a lo mismo que sus predecesores: promesas, reuniones, fantasías como las proveedurías de repuestos y el Banco del Transportista.

Y como la industria petrolera, el Metro falla a cada rato, los autobusetes se estropean y desaparecen, y los transportados se convierten, a su pesar, en carga. En socialismo, la transmisión solo tiene una velocidad: la R de revolución y de retroceso.

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