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Venezuela no está muerta

Hay quienes sostienen que los países no mueren. Pero los países sí mueren. La historia de la humanidad está repleta de cementerios de países, y no sólo de países sino de imperios y civilizaciones. El más reciente imperio en morir fue la Unión Soviética, a finales del siglo XX. A veces, los países no mueren en el sentido de que se extingan y desaparezcan de la faz de la tierra, sino que mueren en su vitalidad y destino. Permanecen como entidades formales, pero ya sin viabilidad, sin verdadera vida nacional.

Nuestro pequeño y gran país, Venezuela –pequeño en comparación con las grandes potencias, pero grande porque es nuestro y en él nos realizamos como personas y como comunidad–, padece la crisis más peligrosa de su época relativamente moderna. Una crisis tan profunda y extendida que está acabando con su condición de país viable, de país que ofrezca un presente y un futuro humano y digno a su población. El sólo hecho de que Venezuela se haya convertido en un país de emigración, lo constata.

Pero hay mucho más. La hegemonía despótica y depredadora que se fue montando paso a paso en el siglo XXI, aprovechando los activos de la democracia para desnaturalizarlos en su interés de continuismo, ha malbaratado la oportunidad histórica de desarrollo más importante de toda nuestra trayectoria como país independiente. Y de la bonanza petrolera más prolongada y caudalosa de todos los tiempos (que aún, en realidad, no termina), lo que ha quedado es una crisis humanitaria que hasta es reconocida por un diplomático tan prudente como el secretario general de la ONU, Ban Ki Moon.

Ya Venezuela no es una República, porque la hegemonía imperante la ha transmutado en una satrapía personalizada. Tampoco es una democracia, sino una neo-dictadura o una dictadura disfrazada de democracia. Ya no cuenta con un Estado orgánico sino con un tinglado enmarañado que evapora cualquier recurso disponible. Su reconocida cultura democrática también se ha ido erosionando por el talante mandonero del poder y su deprecio hacia el diálogo y el pluralismo.

Su economía es un menguado bachaqueo, nadie confía sino en el enchufe, los dominios del crimen organizado se despliegan a sus anchas, el hambre cunde como la escasez; y la nueva pobreza, con ser cuantitativamente mayor que la vieja, es cualitativamente atroz, porque es una pobreza inmersa en la violencia extrema, y en eso que el viejo Domingo Alberto Rangel –desde su respetable ortodoxia comunista— calificaba como la pretensión del régimen de convertir al pueblo venezolano en un pueblo de esclavos.

Un cuadro, evidentemente, nada alentador. Un cuadro que refleja a un país salvajemente golpeado por el poder establecido, y expoliado en su patrimonio económico, político y social. Muchas razones tiene Luis Ugalde para afirmar que Venezuela se encuentra en situación de terapia intensiva. Y si bien es cierto que esta afirmación se ha dicho en otras ocasiones y tiempos, también lo es que ahora es que cobra todo su dramático significado.

Pero no. Venezuela no está muerta. La abrumadora mayoría de su población quiere un cambio efectivo, de fondo, sustancial. Y eso son ganas de vivir. Pero Venezuela, al mismo tiempo y en muchos planos, ha venido muriendo en cuanto al aprovechamiento de su inmenso potencial. Acaso la hegemonía quiera terminar de dejar a Venezuela como muerta en vida, para seguirla sojuzgando y enriqueciéndose a costa de su postración. Eso debe superarse. Eso merece superarse. Eso tiene que superarse. Nuestro pequeño y gran país, Venezuela, lo necesita para que el futuro no sea de muerte sino de nueva vida.

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