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Verdad, aunque duela

“¿Está en la esencia misma de la verdad ser impotente, y en la esencia misma del poder ser falaz?”, se preguntaba Hanna Arendt en 1967. La inquietud no deja de restallar en el espíritu. Desde que los hombres se organizaron para convivir en la polis, el tema de la tirante relación entre verdad y política persigue a los sabios de todas las épocas: ¿debe el político entrenarse en el arte de omitir la verdad para asegurar su ascendencia sobre otros, hacer de la demagogia un aparejo irrenunciable para lograr sus objetivos? ¿No merecen los ciudadanos de sus líderes un discurso que, más que ponerlos a bailar sobre la lustrosa pero resbaladiza pista de la falsa expectativa, dé señas sólidas que permitan asumir un rol activo en la toma de decisiones que afectan al colectivo?

En su momento, Platón zanjó el dilema al afirmar que sólo algunos elegidos sabían distinguir entre lo cierto y lo falso, entre el mal y el bien; a partir de ese conocimiento, era a estos guardianes de la verdad a quienes correspondía urdir el tejido de la comunidad, administrar la “falsedad útil” como remedio contra los enemigos de la ciudad (o contra quienes por no saber, no pueden soportar la verdad) y ordenar «las costumbres públicas y las privadas«. Concepción, claro, muy distante de la idea de la participación como iguales en el ámbito público que la misma Arendt preconizaba, y que aún en un entorno de alta incertidumbre como el que vive Venezuela, nos reconcilia con el anhelo de incorporarnos, al menos en el campo de acción de los demócratas, a una dinámica plural y civilizada de deliberación e intercambio de visiones sobre nuestro destino.

El caso es que si siempre reinó la percepción de que la verdad y la política »nunca se llevaron bien», en tiempos de comunicación 2.0 esa brecha puede hacerse más dramática. Aún cuando los tiranos no cejan en su afán de manipular a gran escala hechos y opiniones (hablamos, en fin, de sofisticados apóstoles de la mentira organizada) la verdad factual está allí, viralizándose en segundos, acogotándonos sin tregua, forzándonos a salir de la caverna, oponiendo contraste a las narrativas inexactas, sirviendo de podio visible a la denuncia o descuartizando a la posverdad. Por eso hoy más que nunca quien aspira al poder debe proyectar sesudamente sus movidas, anticipar el precio que deberá pagar por sus audacias, procurar alguna mínima coherencia (entendida como esa correspondencia pensamiento-palabra-acción que, sin desdecir de lo moral, se ve animada por la razón práctica; y no el pétreo atornillamiento en la voluntad personalísima, contraria al interés común y más afín al dañoso moralismo) pues no faltará quien acuda al memorioso registro para cotejar lo que se afirmó ayer con lo que los actos hoy contrarían redondamente.

En efecto, si algún reproche ha mordido como grillete el tobillo de la dirigencia opositora tras el triunfo de 2015 ha sido ese: la incoherencia, la improvisación, el divorcio entre el espejismo de una afiebrada retórica y la viva cortedad del resultado, todo sumando al barrunto de que la noche antes de la guerra se ha rebuscado entre recortes el bastimento del día siguiente. Pecado que se amplifica, de paso, si se considera el potencial de auto-regeneración de un rival que aprende consistentemente de sus errores.

Si bien es cierto que el dinamismo de la política obliga a menudo a reaccionar sobre la marcha (esa “Virtù” que según Maquiavelo estruja al máximo la circunstancia, decide aquí y ahora, permite vencer obstáculos del presente para anular la amenaza futura) resulta frustrante no sólo ser testigo de la perplejidad y el titubeo, no sólo entrever que las decisiones no pasan antes por un básico, sereno cálculo del costo de oportunidad, sino intuir que hay verdades que aún siendo cruciales para la fijación realista de hojas de ruta o el limpio establecimiento de un compromiso de acompañamiento, han sido torpemente evadidas. Como si se desconfiara de la adulta capacidad de la ciudadanía o de los aliados para procesar razones a favor de ciertas posturas y no otras (¿de nuevo el platónico atajo de la “falsedad útil” como lenitivo para “atenuar” esa verdad monda y lironda?) o de la propia idoneidad para esgrimir argumentos convincentes, se ha toreado el franco debate y con ello la ocasión de contener el consecuente, muy lamentable desgarro.

Los vidrios han volado en todas las direcciones. Una unidad que ya no lo es tanto, pisa, se corta, deja su rastro de sangre. Todo indica que el liderazgo, enfrentado a una nueva etapa, deberá reevaluar su relación con la verdad y cómo esta se comunica a la gente. “Sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”, ofreció Churchill a sabiendas de que no podría esquivar la fea, doliente realidad. Hay en la crisis una oportunidad: quizás una comunicación esperanzadora pero sincera, una conciencia compartida de las limitaciones hará más fecundo el afán de arrimar a la sociedad toda al ánimo de dar solución a esta espinosa calamidad que hoy nos junta, inexorablemente.

@Mibelis                                                                           

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