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Viejos fantasmas

Los términos izquierda y derecha nunca han sido tan confusos como hoy en América Latina; pero, sobre todo, tropezamos con valladares de entendimiento cuando nos referimos a la izquierda, que padece de un síndrome de identidad.

Hay una izquierda conservadora, que es la que más me inquieta, que se ha quedado metida en el túnel del tiempo y no puede orientarse hacia la salida del siglo veintiuno porque tiene enfrente de los ojos la enorme piedra filosofal de la añoranza soviética. El partido, duro y monolítico, que guía a las masas hacia un futuro sin mácula; y está la otra, de los viejos guerrilleros ideológicos que ven en la lucha armada un reino perdido, y la asumen como un ideal que saben desgastado, pero para el que no encuentran sustituto.

Los acuerdos de paz conseguidos en Colombia bajo el gobierno del presidente Santos, significaron la renuncia a las armas de las FARC, el más viejo de los movimientos guerrilleros de América Latina, anquilosado en la historia por medio siglo, ya cuando la lucha armada como método de toma del poder había perdido todo prestigio.

Antes, los acuerdos de paz de Esquipulas, conseguidos bajo el plan impulsado por el presidente Arias de Costa Rica, terminaron con las guerras de los años ochenta del siglo pasado en Centroamérica: la que se libraba en Nicaragua entre el régimen de guerrilleros sandinistas en el poder respaldados por la Unión Soviética, y los contras financiados por Estados Unidos; y las guerrillas del FMLN en El Salvador, y la URNG en Guatemala, cuyos dirigentes pasaron a la vida política civil.

Pero lo que se dio entonces fue una situación de orfandad. Estos procesos de paz de antes del fin del siglo coincidían con el derrumbe del campo socialista, la desmembración de la Unión Soviética y la caída del muro de Berlín. La década de los años noventa fue de agonía para la izquierda ortodoxa, la izquierda dura que nunca estuvo dispuesta a hacer concesiones, porque todas sus ideas fundamentales acerca del poder quedaron desmanteladas: el partido único, o hegemónico, en control del estado; el estado como dueño de los medios de producción y de los mecanismos de distribución de bienes y servicios; y la democracia proletaria, contraria a la democracia burguesa, es decir, la rotunda negación de la alternancia por medio de elecciones abiertas.

 Para quienes se negaron a aceptar que aquel mundo, en parte irreal y en parte real -se habló mucho entonces del socialismo real a la hora del derrumbe- había dejado de existir, las salidas quedaron cortadas, y todo se quedó en una nostalgia viciosa. No vieron, y muchos aún no lo ven desde esa estricta ortodoxia, que la única salida para la izquierda es hacerse parte del sistema democrático sin apellidos, que empiezan por competir por el poder en elecciones, y aceptar que a través de los procesos electorales se gana o se pierde.

Pero entonces, antes de empezar el nuevo siglo, el desgaste del sistema democrático en Venezuela, que perdió credibilidad por falta de renovación, le abrió las puertas al fenómeno populista de Chávez, algo que no era nuevo en América Latina -basta recordar a Perón y a Getulio Vargas- pero que venía insuflado de un nuevo espíritu mesiánico y redentor, y volvió a poner de moda el lenguaje anquilosado de la izquierda tradicional.

Es cuando se crean las mayores confusiones acerca de la izquierda, porque detrás del populismo de Chávez, con sus petrodólares benefactores, un viejo ortodoxo como Ortega aparece también como populista en Nicaragua, porque puede disponer de los cerca de cinco mil millones de dólares que le llegan desde Venezuela a lo largo de varios años, y populista es también Evo Morales en Bolivia. Todos, junto con la Cuba de Fidel Castro, que sin la munificencia de Chávez no hubiera sido capaz de sobrevivir.

El populismo de izquierda que desangra a Venezuela. Pero entrado el siglo veintiuno, el populismo pasa a ser también de derecha, un populismo cerrado ideológicamente, el que Trump alienta en Bolsonaro, sectario, intransigente, demagógico. Pero también Maduro, el heredero de Chávez, es un demagogo que erige su discurso altisonante sobre las ruinas de un país empobrecido al extremo por la corrupción y el dispendio.

Y un dirigente político de la vieja guardia de izquierda, como Cerrón en Perú, hasta hace poco seguro en su rol de poder detrás del trono del profesor Castillo, exhibe un discurso homofóbico y misógino, un conservador de izquierda, que se toca con el de Bolsonaro. Y en el mismo saco, las leyes de Ortega que castigan a quienes él juzga que atentan contra la soberanía nacional, son leyes como las de Putin, pero también como las de Mussolini.

Los grandes polos políticos en América Latina seguirán siendo los partidos de izquierda y de derecha dispuestos a aceptar la alternancia como la regla fundamental del juego, a aceptar los resultados electorales por estrechos que sean los márgenes, y a gobernar conforme a las reglas democráticas que pasan necesariamente por el respeto a las instituciones y a las libertades públicas. Una izquierda o una derecha tramposas, que al llegar al poder por la vía electoral asuman el designio de quedarse para siempre, destruyendo o debilitando para ello a las instituciones, y concentrando todo el poder a cualquier costo, son la negación misma de la democracia, y lo único que hacen es crear nuevos ciclos de violencia.

Las señales para guiarse se encuentran allí, se trate de la izquierda o de la derecha. Los gobernantes que se van a su casa al final de su mandato, o los que se empecinan en quedarse. Es la diferencia entre el gobernantes y el caudillo; y el caudillo, sea de izquierda o sea de derecha, es un viejo fantasma que hace sonar sus cadenas de fanatismo, sectarismo, y represión de las ideas y de la libre expresión del pensamiento.

Una obsolescencia de nuestra historia, que conspira contra toda posibilidad de modernidad.

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