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Y todo por una llamada…

Bien dice el adagio cuando explica que “a pequeñas causas, grandes efectos”.  Todo este estado de cosas que tiene de cabeza al país pudo haberse evitado si el régimen en el 2015, hubiese aceptado aunque fuese a regañadientes que había perdido la mayoría absoluta en las elecciones parlamentarias.  ¡Pero no!  Ellos son vivísimos.  Por eso buscaron la manera de evitar que la oposición ejerciera las acciones para las cuales estaba facultada de acuerdo a “la mejor Constitución de mundo”, e inventaron la fulana llamada que apareció grabada en manos de un juez.  Una intercepción de una comunicación que a todas luces configura lo que en buen derecho se denomina “el fruto del árbol prohibido” porque, primero, fue realizada en contra de la garantía que establece el Art. 48 de la carta magna vigente: “Se garantiza el secreto y la inviolabilidad de las comunicaciones privadas en todas sus formas…”; y, segundo, porque en la susodicha comunicación no se determina certeramente quienes son las personas que conversan; no se puede evidenciar la responsabilidad por el supuesto hecho, no se pudiera haber imputado a nadie.

A un juez sensato no le quedaba sino descartar la denuncia.  Pero, no.  No solo aceptó iniciar un proceso sino que lo resolvió y lo elevó a las más altas instancias en tiempo récord.  Al ratico, los magistrados del Tribunal de la Suprema Injusticia —fieles ejecutores de las órdenes que reciben desde el palacio de Ciliaflores— declaraban nulas las diputaciones de tres representantes de Amazonas y con ello, al acabar con la mayoría de dos tercios de la alternativa democrática por sobre la bancadaoficialista, se lograba eliminar la posibilidad de aquella de poder pasar leyes orgánicas y habilitantes.

Eso fue el comienzo del fin de la autonomía de poderes. Al intentar la Asamblea Nacional seguir con sus funciones normales, los en mala hora togados se sacaron de sus respectivas mangas la figura del desacato ¡para aplicársela a todo un poder del Estado!  Repitámoslo una vez más.  El desacato es una figura del derecho penal, no del constitucional, y que puede ser atribuido a las personas naturales, no a las jurídicas (mucho menos a una institución), y siempre por decisiones judiciales, no por el ejercicio de una competencia.

Ya han pasado más de tres años de esa malhadada decisión que mantiene a todo un estado de la república sin representación parlamentaria.  Y los en mala hora magistrados (muchos de ellos sin llenar las condiciones para serlo), que se han demostrado tan diligentes en evacuar solicitudes del Ejecutivo en contra del Legislativo, no han avanzado ni un ápice para solucionar esta irregularidad normativa.  De ahí en adelante, sentencias van y sentencias vienen intentando anular al parlamento.  Y concediendo la razón al régimen en cuanta cosa atrabiliaria se le ocurra.  Así, al vaciar de funciones a la asamblea, les resulta muy fácil desmandar, decidir a la machimberra: nadie hay que controle la legalidad de los gastos en los que se incurre, que apruebe o impruebe los presupuestos nacionales, los créditos adicionales, los contratos de interés nacional, que legisle para el bien de la nación.  Y, no conformes con eso, ponen presos con cualquier excusa baladí, y contrariando una vez más la letra y el espíritu constitucionales, a los diputados que se atreven a denunciar las tropelías oficiales.

Pero a la voracidad oficialista no le bastaba con eso; debían aspirar más.  En la bajada hacia la depravación legal, inventaron una constituyente sin consultarle al soberano si la quería, o creía que era necesaria.  Total, qué les importaba lo que pensara el pueblo que de bocas para afuera dicen amar tanto.  En esa consulta, ilegal, írrita, se eliminó eso de “un ciudadano, un voto”.  Si un venezolano era al mismo tiempo indígena y empresario, podía emitir tres votos.  De ese bodoque apareció una cuerda de ganapanes rojos que nadie eligió.  A los incautos que fueron a votar no se les dio a escoger el quién, solo el lugar de la lista en el cual creían que deberían ir.  Supuestamente, a esos mandaderos se les dio la potestad de hacer una Constitución.  Y han hecho de todo menos eso.  Decidieron que ellos están por encima de la carta de 1999 y que pueden anular cualquier disposición de esta por tiquismiquis; que pueden eternizarse en la tarea, que no tienen límites temporales de su permanencia en los cargos.

Esa misma gentecita fue la que decidió que en mayo pasado, siete meses antes de las fechas decembrinas que son las usuales para las elecciones, hubiese unos comicios para elegir presidente.  Y cuando antes escribí “decidió” es solo por una manera de decir.  La verdad verdadera es que ellos son muchachos de mandado, solo hacen lo que les mandan desde las alturas ciliaflorinas.  Donde, a su vez, solo actúan por mandato de los colonizadores cubiches.

Como yo la veo, la reciente coronación —a la cual asistieron, además de los compinches y chulos de siempre: el cocalero del Evo y el estuprador de Ortega, más el valido de Raúl y el presidente de Odesia del Sur, ¡por amor de Dios!— es ilegal a todas luces.  Y por tanto, los actos que se desprendan de ella son nulos e ineficaces.  Desde el pasado diez, no hay un presidente constitucional en Venezuela.  Hay alguien sentado en la silla presidencial, alguien que seguirá zampando a Venezuela en el zanjón de la pobreza, de la incuria.  No hará nada distinto a lo que hizo en los pasados seis años.  Y eso no augura sino más ruina para los ciudadanos y más cochino enriquecimiento para la nomenklatura

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