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Yo no aguanto ir al colegio

“Protegedme de la sabiduría que no llora, de la filosofía que no ríe y de la grandeza que no se inclina ante los niños”

Khalil Gibran

Ensayista y poeta libanés

 

Los humanos habitamos en el mismo planeta, en el mismo país, en la misma ciudad e incluso en el mismo nido… pero vivimos en mundos muy diferentes.

Tenemos hijos y creemos que los conocemos, cuando lo cierto es que no tenemos idea de lo que anida en su mundo interior. Pretendemos educarles desde nuestro contexto de adultos sin tener en cuenta que ellos son niños, no pueden ser más que niños porque su mundo surge y desaparece en ellos mismos porque nada ni nadie le puede enseñar a un niño a ser niño. Simplemente lo es.

A uno se le desgarrar el alma cuando en ese cuaderno que escondía Lucho, el muñeco amarillo de los Lunnis, Diego, un niño de once años, antes de romper con su mundo escribe:

“«Papá, mamá… espero que algún día podáis odiarme un poquito menos. Yo no aguanto ir al colegio y no hay otra manera para no ir»

Diego era una de las tantas víctimas del hostigamiento de sus compañeros. Sufría en silencio sus insultos, sus burlas humillantes, sus gesticulaciones hostiles y vejatorias, sus bromas crueles, sus intimidaciones, la difusión de rumores denigrantes y falsas acusaciones, que finalmente, desembocaron en la marginación y exclusión social de su entorno.

¿Nos preocupamos realmente de saber qué es lo que ocurre en el interior del alma de un niño cuando se niega a ir al colegio? El niño no necesita un motivo para estar contento, pero sí para ser infeliz.

La cacería y el acorralamiento a que Diego se veía sometido por parte de sus compañeros, se repetía un día y otro. A cualquier hora, en cualquier momento. Las situaciones de acoso en que vivía permanentemente le hicieron que terminase por perderse en un bosque de tensiones de las que no supo ni pudo salir.

El íntimo sentimiento de indefensión y el saberse víctima perpetua, le hicieron perder cualquier percepción de su autoestima, romper con todos sus sueños y sumergirse en las aguas pantanosas de la depresión.

A sus once años, Diego, en vez de ser feliz aprendiendo, el traspasar las puertas de su colegio le producía una sensación de inquietud, angustia y ansiedad que no supo cómo superar más que rompiendo consigo mismo.

El suicidio de un niño sobrecoge porque siega el fruto cuando apenas ha comenzado a florecer, es un despropósito de la naturaleza para con su propia obra, excede nuestra comprensión.

Que fracaso tan aterrador el nuestro, el de los mayores, el de los responsables de formarles, cuando con nuestra actuación o no actuación, damos pie a que un niño exprese, en el límite de su desesperación, la inmensa desolación interior que le invade, la sombría desesperanza que hiela su espíritu, la infinita angustia y vacío que llenan su pequeño corazón.

Que desconsolada tristeza acorrala a un niño que se siente huérfano de todo afecto y protección. Cuando su necesidad de ayuda no tiene respuesta, sus ídolos más cercanos se desmoronan sin que nosotros, los adultos, sepamos verlo.

Poco a poco, el tiempo ha ido alejando de nosotros al niño que fuimos para ser lo que somos. En nuestro tránsito, hemos roto la hucha en la que guardábamos la inocencia que nos permitía ser niño. Ese niño que protegido se sabe capaz de conquistar el universo, porque cuando nace un niño, surge un mundo nuevo; pero descobijado, sabe que la amenaza y la indefensión lo acechan en cada esquina de su propia soledad.

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