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Déficit de piedad

El 21 de mayo de 1972, un atentado contra “La Pietà” impactó al mundo. Laszlo Toth, fanático religioso de 33 años, se coló esa tarde en la Basílica de San Pedro, Roma, seguramente sumado a la riada de turistas. Una vez dentro y armado de su piqueta de geólogo, se lanzó sobre la magnífica, a la vez trágicamente desguarnecida figura de mármol… “¡Yo soy Jesucristo!”, gritó. Bajo el ataque cayó un brazo, cayeron todos los dedos de una mano, la nariz, el párpado, parte del velo de la santísima Madonna, madre mutilada y sufriente. Vaya penosa boutade. El inmisericorde estropicio retrataba el desvarío de quien, imbuido de supuesto amor al prójimo, de pronto decidía abatir a la mismísima piedad, sofocar toda huella de blandura en sí mismo, incapaz de soportar la idea de no ser notado en lo absoluto.   

A expensas de los excesos del narcisismo y el déficit de piedad -lo ilustra este episodio- es difícil imaginar la convivencia. Hablamos de esa virtud que emerge frente a la desgracia ajena, que impele a buscarle alivio, que nos hace conectarnos con la angustia que escarba en otra piel, aun cuando no seamos víctima del mismo padecimiento. Pero eso no es todo. Intuimos que más allá de la mera sensibilidad con la que entronca, si es cultivada como principio racional de conducta, como parte de un código de intercambio que permite tender puentes y fundar ese espacio entre-nos basado en el reconocimiento de la humanidad del otro, la compasión añade calidad a la dinámica política: eso es ser civilizado, diría Todorov.

Vivir en la polis –en especial cuando más rota está- es también agenciar los recelos que surgen de juntarse en un mismo territorio, es chocar con el deseo del vecino, saber que nuestro propio deseo tiende a ser voraz; suerte de Polifemo, dueño y señor de su único ojo, de su hambre única. Ese espacio de todos obliga a hacer concesiones seguramente opuestas al móvil egoísta que impulsa la acción del individuo, opuestas a la violencia antropológica, incluso. Se trata de la praxis ineludible que entraña el bien común y que también contempla estar por y para el otro, el distinto a mí; sobre todo cuando su vulnerabilidad, su privación, su humanidad deshecha le impide alzar la voz y reclamar isonomía.

Pero en épocas de infantilización social, de cultivo consciente de la inmadurez como valor “deseable” y propensión a exigir más, más y más del entorno sin que ello contemple el compromiso de entenderlo cabalmente, aquellas nociones que implican asunción de responsabilidades en relación con los demás (no sólo cuidado de sí, base de una ética del auto-gobierno, sino también cuidado de los otros, como señala Foucault) terminan fagocitadas por el impulso, por la búsqueda de gratificación inmediata. La piedad “no está de moda”, no crea tendencias ni inspira slogans en un mundo donde se rinde culto desaforado al “Yo”, donde el asco más elemental se dignifica, presto a suplantar el filtro de la sensatez, la práctica reflexiva de la libertad.

Poner el ojo en eso que algunos especialistas llaman “the affective turn”, el “giro afectivo”, el análisis que incorpora el papel de la emocionalidad en la vida pública, podría revelar en estos casos un azaroso desvío que, lejos de acercarlas, lleva a las personas al aislamiento. Venezuela, herida de todas las formas posibles, no escapa a ese signo de los tiempos; la infantilización se agazapa bajo la saya del no-compromiso, aún cuando ciertos cuestionamientos podrían lucir legítimos: ¿cómo me pides apiadarme del otro, cómo tomarlo a cargo si estoy trajinando con mis problemas? El niño, recordemos, exige atención y cuidados, vive para satisfacer sus apetitos. Captar la dolencia ajena ya es, per se, un desafío a los límites que impone el propio cuerpo, pero también supone una batalla contra la juvenil ilusión de que los derechos prevalecen sobre los enojosos deberes de la vida adulta.

Por más que las agendas se desajusten, no obstante, la política no debería apartarse de la procura del “interés general”, fruto de ese balance entre el bien al cual aspira el individuo y el bien del colectivo. La esencial conexión entre ambas instancias depende en gran medida de auspiciar esa capacidad para “sentir compasión por los que sufren un mal, sin merecerlo”, según decía Aristóteles, y que remite, claro, a la necesidad de hacer justicia, phrónesis mediante. Un afán que hoy no puede desatenderse, a sabiendas de que brazos, dedos, manos, narices, párpados, los cuerpos y almas de millones de venezolanos están sufriendo los maltratos de una estación desprovista de clemencias.

(Hay que decir, por cierto, que esa piedad no apela necesariamente a la grandiosidad: puede ser más bien discreta, íntima, incluso. Consiste sobre todo en evitar la mezquindad, el gesto innoble, la tendencia a no mirar rostros, a juzgar livianamente. Es preciso entonces atajar al niño asustado que reclama todo para sí; el que patalea, grita, amenaza, insulta, apabulla, rompe, destruye y se autodestruye sin medir jamás las consecuencias de sus destrozos.)

@Mibelis

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