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El Trauma Cotidiano

La sociedad venezolana es una sociedad violenta. A pesar de no vivir en un estado de guerra civil declarada, como la vecina Colombia, la cantidad de muertos anuales por efecto de la acción del crimen supera con creces a este país. El concepto de “baja intensidad” del conflicto, para describir este estado de cosas parece no ser adecuado para entender el número de muertos semanales, así como los efectos menos espectaculares, pero igual dañinos de la omnipresencia de la violencia entre nosotros.

Y quizás uno de los aspectos más lesivos de este fenómeno, consiste en la naturalización del mismo. La falta de “espectacularidad” de nuestra guerra diaria, a diferencia del conflicto colombiano o el hecho de que el estado de conmoción no sea asumido como tal por el discurso oficial funciona como una especie de velo, de desmentida parcial que dificulta su nominación y abordaje.

Así, el uso de rejas, alarmas y cierto grado de paranoia en la vida diaria son aspectos familiares de nuestra cotidianeidad. Sin embargo, la comprensión de la violencia y de sus secuelas, sigue siendo un imperativo y una parte esencial de cualquier proyecto de país, especialmente en puertas a un proceso electoral.

Desde la vertiente psicoanalítica, la población venezolana padece de un trauma cotidiano. El concepto de trauma, alude a un monto de estimulación excesivo, que sobrepasa la capacidad de metabolización psicológica y que reclama de medidas defensivas por parte del individuo. La estimulación aludida, contraria a lo placentero, produce sentimientos de indefensión, angustia e irritación. Cuando estas medidas no pueden tomarse, como por ejemplo distanciarse de la fuente de estimulación, el trauma “ se naturaliza” en el sentido de volverse una parte constitutiva de la realidad pero no por ello deja de producir efectos.

Una de las consecuencias de esta cronificación de la violencia, es que impregna todo el espectro de relaciones humanas. En tanto el otro es una fuente potencial de amenazas, el surgimiento de la desconfianza, de una suspicacia más o menos evidente se torna inevitable.

Otra consecuencia, quizás más lesiva aún, es la decadencia de los medios simbólicos de resolución de conflictos. Esto quiere decir que la palabra, el uso del pensamiento como manera de regular las relaciones y dirimir los desacuerdos se bate en retirada dejando paso a los hechos. Esto es que cada vez mayores segmentos de nuestra población, independientemente de su extracción social y de su nivel de instrucción, perciben al otro como un enemigo, como una amenaza, con el cual no se puede establecer ningún tipo de acuerdo.

Signo de esto también está en la radicalización de los discursos tanto oficialistas como opositores. Se demanda contundencia, que los actos puros y duros tomen el lugar que en otro momento tuvieron las ideas, el balance de los conceptos, las comparaciones.

Se pierde la fe en que el debate y el pensamiento sean instrumentos útiles para llegar a alguna parte. La imagen del “hombre de acción” del líder que siempre saldrá adelante, resulta atractiva porque se busca un modelo de resolución de lo traumático que amenaza con volverse insoportable. Si esto es preocupante a nivel de la violencia ejercida por el hampa común, y en países como Brasil da lugar a iniciativas “privadas” como los “escuadrones de la muerte” que se dedicaban a las acciones parapoliciales y eliminaban a la versión local de los niños de la calle, cuando el fenómeno se traslada al ámbito político, el panorama se hace aún más ensombrecedor. El proceso político venezolano de los últimos siete años tiene dentro de sí, además de los lineamientos ideológicos, el elemento de la violencia larvado en su seno e impregnando cada vez más la acción del Estado. Siendo como lo retrata el sociólogo Fernando Mires, un proyecto de toma y conservación del poder a ultranza, el chavismo ha pervertido la función del Estado usando y promoviendo la violencia dentro de sus herramientas políticas. En tanto no acepta la disidencia y el debate o la deliberación van convirtiéndose cada vez más en simple apariencia, el régimen muestra que usa, aprueba y le otorga carta de ciudadanía a la violencia como instrumento de la política cotidiana. Lamentablemente esta tendencia es abonada, tal como lo señalé unas líneas antes, desde la otra acera del espectro político, aunque esta no sea una acción deliberada, parte de un andamiaje programático.

Y esto no es sólo desde la retórica presidencial, sino con la implementación desde muy temprano de brigadas de choque al mejor estilo fascista y con el nuevo plan de distribución de armas entre los civiles anunciado esta semana.

Curiosa cura paradójica, la de combatir la violencia con más violencia, pero también signo sintomático acerca de la concepción imperante sobre la violencia y las maneras de combatirla. Me recuerda, por analogía, a la forma en que los psicólogos conductistas tratan las fobias, por ejemplo a las serpientes. Se toma al paciente y se lo encierra con el objeto fobígeno (las culebras) y si sobrevive, entonces “está curado”. Esta iniciativa gubernamental no es sólo parte de esta manera particular de hacer sin pensar mucho, que caracteriza a las misiones (que es una forma de asistencialismo sin concepto, la mayor parte de las veces) sino que delata el estatus del que goza la violencia dentro de la manera de asumir los problemas de la población.

Y no sólo se trata de entender que la violencia estuvo en la génesis del chavismo, desde los acontecimientos de 1992, sino que está profundamente imbricada en la idea que se tiene de lo que significa el poder y el gobierno.

De esta forma, vivimos un proceso que pervierte el sentido y razón de ser de las instituciones, que implica que aquel que debe velar por el bien colectivo no lo hace, sino que peor aún ataca a quien debería cuidar. La concepción del Estado prevalente en el chavismo no es la de una institución que vela por el bienestar de los ciudadanos, sino que se asume como una suerte de catalizador de los conflictos en una idea finalista, teleológica a la manera del marxismo de la sociedad y la política. Es decir que en lugar de combatirla, tenemos un Estado que promueve la violencia y que la valida en su forma de relacionarse con quienes no piensan igual. Haciendo una traslación de las relaciones familiares, el Estado se comporta como un padre profundamente perturbado que arremete y viola a sus hijos como forma de establecer de forma inequívoca quien es el que manda.

Lo anterior parece incompleto si no se incluye en el cuadro el efecto que la violencia verbal, o la que es ejecutada mediante la restricción continuada de las libertades de pensamiento y expresión tienen en nuestro conjunto social. En un marco estratégico además de pequeños avances, pero sostenidos en el tiempo, poder asimilar el impacto de los espacios perdidos se hace más difícil que el del asalto frontal. Es la práctica de una forma de “homeopatía” totalitaria, en la que los aumentos de dosis son imperceptibles pero continuados.

En este sentido, por ejemplo, aún no hemos asimilado en su verdadera dimensión la pérdida simbólica que acarrea la conversión de la Asamblea Nacional en un organismo sin ninguna función deliberante. Como tampoco podemos evaluar aún-quizás porque está en curso- el creciente proceso de alienación que se da en el marco del sistema educativo nacional.

Uno de los aspectos a los que hacía referencia antes es el de la “naturalización” de la agresión y la violencia. Estas son maniobras defensivas, formas que tiene la gente para lidiar con lo intolerable, haciéndolo parte de su vida diaria. Lo ominoso de esta forma en que se sobrevive, es que lo extraño, lo siniestro, va perdiendo su carácter de tal y va consustanciándose con la cultura. Por ello no es sorprendente que nuestros niveles de violencia intrafamiliar estén en aumento, o que las denuncias por maltrato conyugal hayan experimentado un ascenso sostenido en la última década.

Y en función de lo anterior es que hay que empezar a pensar que quizás algunas de las soluciones a nuestros problemas sociales no pueden ser encaradas en una perspectiva inmediatista, sino que quizás requieran de una visión multigeneracional.

Así como parece inevitable el afectar a las generaciones más jóvenes e impregnarlas en alguna medida de los conflictos presentes, también parece plausible pensar que algo de estos efectos traumáticos pervivan a lo largo del tiempo. Frente a la violencia convertida en parte de la cultura, hay que comenzar a pensar en maneras de extrañarla, de arrancarle su estatus de ciudadanía para permitir que resurjan el pensamiento y la razón como maneras efectivas de zanjar las diferencias.

Pienso por ejemplo en una iniciativa tomada en Bogotá por Antanas Mockus, cuando éste fue alcalde de la capital. Consistió en organizar grupos de hombres que salieran a las calles en momentos de la noche y simplemente se “apropiaran” de los espacios públicos, como plazas y parques infestados por el hampa. Ante la consigna de “no somos machos pero somos muchos” y conociendo el carácter cobarde del hampa, el alcalde logró de alguna manera “posicionar” a la violencia y a los violentos al margen, fuera de los espacios que pertenecen a todos. Hizo que hubiera menos espacio para las acciones violentas produciendo su marginalización. El ejemplo lo uso en el sentido que,tal como lo hicieron en Bogotá, más pronto que tarde, los venezolanos tendremos que recuperar las formas de entendernos entre nosotros. Habrá que considerar maneras aún inéditas de comprendernos.

Y tendremos que colaborar todos en la cura de las heridas que la violencia y sus traumas asociados, producen en nuestro tejido social. Es una labor de pensamiento que nos toca a todos, una vez que recuperemos la idea que las diferencias no son amenazas, sino oportunidades.

* Psicoanalista

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