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Venezuela de perfil

Nada hay más difícil en una democracia que quitarse la careta, pues este régimen político requiere para su funcionamiento de consensos hechos en base a darnos la posibilidad de una figuración adecuada: debemos ser democráticos, solidarios, progresistas, trabajadores, creativos, participativos, abiertos a todas las corrientes del pensamiento, sensibles a la diversidad, preocupados por la economía y los derechos humanos, amantes del pueblo, dispuestos al diálogo y obedientes de la ley. Este credo, además, debe ser asumido por todos los grupos sociales, que, en todo caso, pueden diferir en las maneras de lograr una sociedad mejor, pero no pueden abjurar de ciertos principios, bajo amenaza de ser expulsados del reino de la democracia. De democracia hablan George Bush y Saddam Hussein, Hugo Chávez y Pedro Carmona Estanga, Jean Marie Le Pen y Jacques Chirac; en fin, los políticos de cualquier signo e ideología. La palabra democracia es un acto de fe universal que, con demasiada frecuencia, se convierte en una simple máscara.

Entre nuestra verdadera cara y la careta nos movemos los venezolanos en estos momentos. Nuestro perfil como sociedad se ha manifestado con inusitado vigor en los últimos meses, en los que muchas caretas se han hecho pedazos; en otras palabras, lo mejor y peor de nosotros mismos en tanto colectivo ha emergido para poner sobre la mesa cómo los distintos sectores de la vida nacional entendemos el ejercicio de la democracia y cuáles son las perspectivas en juego sobre el pasado, el presente y el futuro.

¿Los venezolanos somos democráticos?

Tanto los partidarios del Gobierno como la oposición afirman con vehemencia que la sociedad venezolana es una sociedad profundamente democrática. Los voceros de ambos bandos hacen esta afirmación en nombre del país y se hacen partícipes de uno de los juegos vitales para la democracia venezolana: colocar una ofrenda floral a los pies de esos millones de personas que, básicamente, son absolutamente bienintencionadas y no se equivocan nunca: el pueblo –o la sociedad civil, como se prefiera–, siempre víctima y jamás victimario. La realidad por supuesto es otra. Sin duda los gobernantes y líderes políticos tienen responsabilidades sustantivas en tanto representantes de los electores, pero éstos al votar se juegan su destino como ciudadanos.

Y es que los venezolanos somos democráticos si por democracia se entiende votar, criticar a voz en cuello y soñar con golpes de estado cuando no nos gusta el gobernante de turno, pero nuestra idea acerca de lo que es el ejercicio del poder es mucho más ambigua. El cheque en blanco dado a Hugo Chávez, más allá de Hugo Chávez mismo, es un error histórico cuyas magnitudes han sacudido todas las dimensiones de nuestra vida nacional: un líder no puede llegar a tener un poder de tan considerables alcances a menos que se desee una conflagración política. Otro ejemplo es el papel de árbitro del destino del país en el que se ha querido colocar a la Fuerza Armada; se trata de la prueba más contundente de una carencia democrática profunda y raigal de larga data histórica: desde el siglo XIX ha sido así, y las armas continúan siendo un recurso político a principios del siglo XXI. La coronación sin corona de Pedro Carmona Estanga demuestra que esa carencia es de carácter transversal y vertical: una comedia plutocrática, conservadora, una mezcla de Secretos de la Casa Blanca (la serie norteamericana) con escena de senado romano. La camarilla que respaldó a Carmona parte exactamente de la misma idea de poder del chavismo: las instituciones, la oposición, la legalidad no tienen importancia, pues el ejercicio del gobierno se contempla exclusivamente como la posibilidad de hundir al adversario y seguir adelante con el propio proyecto, así se ignore a una parte sustancial de la nación. El arrepentimiento del ya defenestrado Carmona, quien quiso restituir la legalidad a última hora, es llamativo: lo primero que surge no es la conciencia democrática e institucionalista, sino el impulso arrogante y destructor… después, al igual que lo ha hecho el chavismo, se pretende recoger la leche derramada. Entre estos extremos entran todos los matices posibles, pero llama la atención que ambos se toquen: no es casualidad ni azar, es una muestra de la temperatura democrática e institucional del país, independientemente de que cientos de miles de venezolanos no nos sentimos reflejados en el radicalismo kitsch-chavista ni en la oposición conservadora y cursi-golpista.

La democracia no es simplemente un régimen político, es una cultura, una manera de sentir, percibir, transformar y organizar el mundo. La vida cotidiana de la nación trasunta anarquía, no democracia; en primer lugar, la relación con la ley es completamente condicional y acomodaticia, y esta relación se manifiesta tanto en los protagonistas de la vida política como en los ciudadanos comunes y corrientes (pensemos en la Asamblea Nacional, en la actuaciones de Chávez o en el tráfico caraqueño y tendremos una idea del funcionamiento y acatamiento de las leyes en el país). En segundo lugar, el rechazo hacia los partidos políticos ha tomado un sesgo entre personalista e ingenuo que no tiene nada que ver con las legítimas críticas de las que han sido objeto tanto nacional como internacionalmente (falta de representatividad real, privilegios insostenibles, pérdida de contacto con la comunidad). A los partidos políticos se les ha opuesto, por una parte, la idea del líder mesiánico y, por otra, la de la sociedad civil organizada en movimientos con fines limitados y concretos (ecológicos, derechos humanos, etc.). Sin partidos y sin políticos profesionales la democracia se debilita por inexperiencia e ineptitud. Los errores del Gobierno actual ejemplifican esta situación francamente trágica, particularmente cuando contemplamos sus efectos en la esfera económica y en las relaciones internacionales. Desde el otro lado, los opositores de Chávez capitalizan descontentos mas no afectos políticos, y se nota a leguas que todavía a estas alturas no está muy claro el programa de gobierno a llevar a cabo en la Venezuela postchavista, pues poner de acuerdo a gente tan diversa no es nada fácil. En tercer lugar, la posibilidad de diálogo no forma parte de nuestros hábitos ciudadanos y políticos; el silencio complaciente y mentiroso o la descalificación más virulenta sustituyen la capacidad de enfrentar al adversario de manera equilibrada y abierta y coincidir con ese adversario cuando sea necesario. Recuerdo cuando un grupo de estudiantes partidarios del Gobierno tomaron las instalaciones del rectorado en la Universidad Central de Venezuela. Proclamaban a cuatro vientos el diálogo pero estaban atrincherados en el odio, eran aupados por el Estado e intentaban imponer una constituyente universitaria que no tuvo éxito en el colectivo. En otras palabras, el diálogo era un pretexto para la imposición del propio criterio.

Sin respeto a la ley, sin partidos y sin diálogo no puede existir una verdadera democracia. Por eso la violencia amenaza con enseñorearse en el país, hasta el punto de que a la conocida polarización chavismo-antichavismo se le ha agregado la de pacíficos y violentos, la cual no sería tan grave si la sociedad venezolana tuviese suficientes reservas ideológicas y legales para hacerle frente. No quiero ser pesimista pero en una sociedad en la que prácticamente no hay presos por la matanza del 11 de abril, nadie renuncia a su cargo ni es capaz de reconocer su ineptitud, y se puede tomar el poder por asalto y luego ser presidente de la República –caso Chávez– o asilarse en una embajada en las narices de los cuerpos de seguridad del Estado –caso Carmona–; existe una impunidad tal que es muy difícil evitar la violencia y la anarquía. Para decirlo en términos coloquiales, en Venezuela se puede hacer lo que a uno le dé la gana siempre y cuando se esté bien ubicado respecto a los poderes en juego.

El pasado, el presente, el futuro

Nuestras carencias democráticas apuntan a una particular visión de la historia convertida en verdadero escollo para el logro de las transformaciones necesarias. De manera obsesiva repetimos el error primigenio de la instalación de las repúblicas en el siglo XIX: el pasado no existe o, más matizadamente, todo pasado fue peor. Este escamoteo de la historia reciente se acompaña, por supuesto, con la exaltación de un pasado mítico y lejano en el que llegamos a nuestras más altas cuotas de heroísmo y amor patrióticos, y con la entronización del futuro en detrimento del presente. Recuerdo una frase de un partidario del chavismo en plena crisis de abril, en la que expresaba su descontento por la pérdida de un sueño, y me resuena en los oídos tanto como la permanente insistencia en descalificar sin matices la democracia prechavista. El futuro es la maravilla; el pasado reciente, un horror… ¿y el presente? Tiempo para destruir y delirar. Esta perspectiva sustenta todo un ejercicio de la vida colectiva, y ejemplos sobran: tendemos a desconocer en bloque lo que se ha hecho en el pasado, olvidando que mucho de lo que defendemos en el presente no lo logramos nosotros, llámese elecciones, libertad de expresión, reivindicaciones laborales, derecho a la participación. Esta vocación adánica es pésima desde el punto de vista institucional, de allí que seamos permanentes testigos de terribles crisis y del auge y caída de instituciones culturales, políticas, educativas, democráticas, empresariales. La institucionalidad es el pasado, que muera y listo, que para eso estamos nosotros los hijos del futuro (o, más sarcásticamente, los hijos de lo que no ha llegado, los hijos de lo que no existe). Irónicamente, en Venezuela no son revolucionarios los que quieren el cambio de todo sino aquellos que aplican un criterio de selectividad en relación con el devenir histórico. Por supuesto, este pecado de lesa historia no es atribuible a los oficialistas exclusivamente. Fue el que dio paso a la Quinta República, a la bufonada del Gobierno transitorio, a los intentos fascistoides de los tomistas de la UCV y a esa curiosa afección por los golpes de estado que ha signado la vida venezolana en los últimos diez años.

La sociedad irresponsable

El imaginario venezolano es catastrófico y apocalíptico y las buenas noticias no tienen éxito. Este imaginario explica, además, ese complejo de Poncio Pilatos que nos lleva a no asumir nuestras responsabilidades frente a todo lo que ocurre: somos las víctimas permanentes de otros que nos han atropellado, no tenemos la culpa de nada, nos lavamos las manos. Yo, el puro, la pura; los demás, los culpables, los delincuentes. Esto vale para todos los sectores de la vida nacional que intentan justificar sus actuaciones con los errores de los demás: para los sectores populares que no quieren saber nada de los gigantescos y públicos errores de conducción económica del Gobierno porque sienten que sólo un redentor los salvará y no sus propias acciones; para los sectores medios que se creen los únicos adornados con verdaderas virtudes ciudadanas; para los políticos que sólo desean la destrucción del adversario; para todos aquellos que no nos sentimos responsables de los fenómenos negativos que no nos cansamos de analizar y cuestionar.

Nuestros líderes políticos de uno u otro signo colaboran activamente con esta actitud. Pareciera que existe un temor a afrontar el cambio histórico como un cambio cultural que rompe con los viejos hábitos en pro de una mejor sociedad. Pongamos por caso el problema de la economía. En el país se han hecho sesudos análisis acerca de la pobreza como un complejo económico y sociocultural, pero existe el temor de que la verdad haga perder votos: somos una sociedad de desconfiados a muerte, con patrones de consumo que han desconcertado a los más preparados analistas, con una abierta propensión a colocar nuestra seguridad en manos del Estado, con un miedo terrible a los cambios y a las iniciativas individuales y con un alto grado de inconsciencia respecto a cómo nuestras decisiones familiares, laborales y de estilo de vida colaboran en nuestro empobrecimiento. El éxito del chavismo se sustenta en que reafirma estos hábitos, apoyándose en una retórica antineoliberal que no obtiene resultados prácticos en la realidad. Pero el oficialismo no ha sido el único responsable: los gobiernos de los últimos veinte años no han sabido hacerle entender al país la necesidad de transformarnos como nación. Todos hablaron de cambio, pero halagaron nuestras disposiciones erróneas y se conformaron con comprometerse para luego no cumplir y dejar al Gobierno venidero los problemas laborales, fiscales, de planificación económica y de seguridad social. Ante la idea de pasar como vendepatrias, antipopulares o derechistas, nuestros políticos prefieren quedar como ineptos.

¿El Gobierno actual es de izquierda?

Las últimas palabras del párrafo anterior me podrían hacer pasar por derechista o neoliberal y semejante cosa es más de lo que un intelectual en nuestro continente puede soportar. Acostumbrados a sustentar nuestra influencia pública en desagarrarnos las vestiduras frente a los problemas de los sectores populares, le tememos a cualquier adscripción que nos arranque de nuestras propensiones de izquierda. Personalmente no comparto tal temor, y menos en los actuales momentos. Un amigo me decía recientemente que había hecho lo imposible por ser chavista pero no había podido, a pesar de su vocación izquierdista; le contesté que no se preocupara, que este Gobierno no es de izquierda más allá de la retórica antineoliberal. El chavismo es populista con un toque picante de alboroto y agresión fascistoide. El haber colocado a los sectores más empobrecidos de la población como centro del debate político no lo califica automáticamente como un Gobierno de izquierda, a menos que, como diría Lenin, se tratara de un izquierdismo entendido como una suerte de fiebre feroz e infantil, o como la presencia abusiva del Estado y la politiquería en cada fibra del tejido social. Calificar de izquierda a un Gobierno centralista, militarista, estatista hasta ahogar la participación colectiva en la solución de los problemas sociales (a menos que pensemos que participación popular son las actividades violentas o no de los círculos bolivarianos) y cimentado en la figura de un líder absoluto, en la mejor tradición patriarcal del macho todopoderoso, es un insulto a lo mejor del pensamiento de la izquierda. Me refiero en concreto a la crítica a fenómenos como el totalitarismo comunista y fascista, los excesos de los poderes transnacionales, el estado capitalista ultra-consumista, el patriarcado y la intolerancia religiosa o étnica.

La constitución actual se debate entre el interés por los derechos humanos y la necesidad de cimentar el poder del Estado en detrimento de los ciudadanos. Esta suerte de esquizofrenia condiciona su política de alianzas: la simpatía por las satrapías islámicas y cubana convive sin mayores problemas con el recibimiento con bombos y platillos de Rigoberta Menchú; la inclusión en la constitución de la perspectiva de género no parece un problema mayor frente al abierto apoyo de Adina Bastidas, para entonces vicepresidenta de la República, al extremismo fundamentalista árabe. Quizás el personaje que mejor sintetiza la imagen internacional de este Gobierno, y que de izquierda pero con tan insalvables contradicciones, sea Hebe Bonafini, quien visitó recientemente el país para darle su respaldo al régimen. Líder de las Madres de la Plaza de Mayo, la señora Bonafini es la síntesis del peligrosísimo cóctel que está embriagando a unos cuantos latinoamericanos considerados tradicionalmente de izquierda; personalmente la he admirado por su acción por los derechos humanos y su antimilitarismo, pero la admiración ha cedido paso al desagrado y la sorpresa. La Bonafini hizo gala de un espíritu brutal de intolerancia, el mismo espíritu por el que los militares destruyeron a su familia y a tantas más. Condenó sin ambages a todos los que viven en el este de la ciudad, descalificó a la oposición en bloque y no dejó títere con cabeza. Pero la cosa viene de atrás: le ha dado por visitar satrapías como la iraquí y la cubana, responsables de tantos muertos y desaparecidos, pero decididamente antinorteamericanas, pues, por lo visto, ser antinorteamericano es requisito suficiente para estar al lado de los condenados de la tierra. De hecho, aplaudió a rabiar el atentado del 11 de septiembre…

Este tipo de esquizofrenia subyace en el chavismo y explica su doble discurso en todas las instancias nacionales: llaman a los empresarios para luego rechazarlos por oligarcas; exaltan la libertad de expresión pero permiten agresiones en contra de los medios; hablan de propiedad y se hacen la vista gorda frente a las invasiones. El gran problema del chavismo duro es que el ordenamiento legal de la constitución no le permite radicalizarse, pero se permite ciertos lujos: sus aliados hablan por ellos.

Alianzas de centroizquierda

La situación actual es sumamente peligrosa porque pone en jaque a los factores de centro-izquierda o de la izquierda moderada y los puede dejar inermes frente a los factores extremistas del Gobierno y la oposición. El genuino interés por la justicia social, la democratización del capital y la inclusión tienen que luchar en contra del liderazgo anacrónico de Hugo Chávez, que los ha tomado como bandera retórica, y frente a los factores antichavistas conservadores. Hoy más que nunca hace falta una suerte de agrupación política que cumpla un papel semejante al MAS de hace treinta años (esperemos que con más éxito político-electoral), y que sea capaz no sólo de manifestarse frente a la situación nacional, sino también frente a los abusos del capitalismo mundial y frente a los excesos de algunos distinguidos miembros del club antiglobalización, entre los que se encuentran los neonazis, unas cuantas dictaduras africanas y asiáticas disfrazadas de regímenes populares, los fundamentalistas religiosos y los fanáticos de la retórica antiyanqui, que apoyan a cualquier régimen político siempre y cuando sea enemigo de Estados Unidos. Este escenario es la versión internacional de los extremos nacionales, y aunque los problemas internos no nos dejan paz y respiro, no podemos olvidarlo. El chavismo radical no está solo en el mundo.

Pero al lado del chavismo radical existe uno bastante más moderado. El oficialismo y la oposición comparten el hecho de estar divididos y quizás sea posible aprovechar esta situación para darle apoyo a una salida democrática e institucional, por lo menos a futuro. Si bien en Venezuela nos falta camino para el logro de una cultura verdaderamente democrática y para un cambio económico y social a fondo, contamos con logros históricos innegables en este sentido. Es el momento de defenderlos, profundizarlos y desarrollarlos, es el momento de cambiar radicalmente nuestra concepción misma de la historia del país: el perfil de Venezuela tiene que ser distinto.

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