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Hijos de la cárcel: La niña que vive en hogares pasajeros (II)

Por Eudomar Chacón

Es un lugar espacioso. El umbral está resguardado por rejillas azules. En el salón para las visitas hay viejas butacas de madera y algunas imágenes de la Virgen María en distintas advocaciones. El suelo es lustroso y resbaladizo: los niños pueden deslizarse de un lado a otro. Dos pequeños bajan corriendo las escaleras que conectan la casa con un miniparque. Allí, la alfombra artificial los protege de cualquier golpe si se caen. Un niño se trepa por un tobogán: se divierte, se ríe. Otros dos compiten por llegar más alto en los columpios. Es casi mediodía de un jueves de junio y el sol pica.

Algunos están adentro, en las habitaciones —ubicadas en la segunda planta de la casa—, que parecen más bien salones de preescolar: muñequitos, figuras, colores vivos —rojo, azul, verde, amarillo, naranja—. Los pequeños se alistan, presurosos, para almorzar y luego ir a la escuela.

Abajo hay unos sillones antiguos. Una mesita con pilas de revistas, pasatiempos, libros. Unos ventanales ofrecen una vista de postal: se ven árboles, casas, más árboles, la montaña de un verde resaltado por la humedad. Y allí está la niña Nicole (peinado al descuido, tez blanca, dientes que sobresalen del rostro, mirada a la deriva).

—Mañana cierran la casa hogar —dice con desgano.

Minutos después, describe sus primeros años de vida:

—Cuando era pequeña vivía en Maturín con una tía… perdón, con una mamá, pero ella ya no es mi mamá.

Está en lo cierto: esa mamá no era su mamá. Sheila, quien la trajo al mundo, tiene tantos años en la cárcel como Nicole de nacida. Y desde allí, bajo la sombra de los barrotes, ordena con qué familia vivirá Nicole y por cuánto tiempo. Si Sheila conoce o no el daño que esto le genera a su hija, no se sabe. Lo cierto es que Nicole debe romper el vínculo emocional que establece con cada persona con la que vive y partir una vez que se le diga a dónde ir próximamente.

—En casos como este, la niña no termina de tener arraigo. Los vínculos son un aspecto importantísimo de todos los seres humanos. Nosotros somos seres vinculares —explica el psicólogo clínico Maharshi Dona, quien alega que Nicole podría tener una disfunción en el área de los vínculos.

Sheila puede mover a Nicole como una ficha de ajedrez, porque, incluso estando en prisión, tiene la patria potestad de sus hijos. Ella debería entonces cuidar, encargarse del desarrollo y educación de sus niños, como establece el artículo 347 de la Ley Orgánica para la Protección de Niños, Niñas y Adolescentes (Lopnna). Debería, pero no puede hacerlo porque está presa. Y eso —estar presa— no es un motivo legal para que se le suspenda, al menos hasta que salga del penal, ese derecho.

No importa que Nicole recuerde poco o nada de su madre, o que ella no la alimente, no se encargue de su sano crecimiento, ni que no haya un vínculo emocional entre ambas. Nada de eso importa. Lo único que interesa es que Sheila es la progenitora de Nicole y como nunca la ha maltratado, puede ejercer la patria potestad sobre ella.

Primera en su clase

La casa hogar “San José”, ubicada en San Antonio de los Altos, es un albergue de niños, que está a cargo de monjas de la Congregación Nuestra Señora de la Caridad del Buen Pastor. Allí viven 15 niños: o son hijos de madres maltratadoras, o sus familias los abandonaron, o son huérfanos, o —como Nicole, quien lleva dos años allí— son hijos de reclusas.

El lugar tiene una estrecha relación con el Instituto Nacional de Orientación Femenina (INOF) de Los Teques, que comenzó a funcionar en 1962, bajo la responsabilidad de las hermanas del Buen Pastor. Las religiosas se encargaron de cuidar a las internas y a sus hijos hasta 1984 cuando, por orden papal, tuvieron que dejar de trabajar en los centros penitenciarios, así que decidieron fundar el albergue.

En este sentido, a pesar de que no existen cifras exactas de cuántas entidades de atención hay en el país, se puede afirmar que la casa hogar “San José” fue la primera en crearse para atender exclusivamente —al menos en principio— a niños hijos de mujeres privadas de libertad.

Aquí trabajan tres niñeras, dos cocineras, una mujer que hace la limpieza y una administradora. El sueldo de todas ellas lo paga la congregación. Además, tres monjas se encargan de la educación religiosa de los pequeños.

No hay lujos, pero tampoco carencias: tienen lo que necesitan, aunque todo sea medido. “Aquí hay que ahorrar todos los recursos”, se excusa Marina Montez, directora del albergue. El agua llega dos veces a la semana y cuando llega, las cuidadoras corren a llenar el tanque. Luego, esa agua la administran celosamente porque cuando se acaba, no hay otro sitio de donde sacar. Elvira, una de las hermanas del Buen Pastor, asegura que ellas mantienen el albergue gracias a la inversión de su congregación y las donaciones de los vecinos y de quienes hacen sus servicios comunitarios en el lugar. Ni el Ministerio de Asuntos Penitenciarios, ni el Consejo de Protección de Niños, Niñas y Adolescentes, ni el gobierno regional ayudan con los gastos, según dice.

Yettis Franco, titular de la Dirección General de Integración Social a la Familia del Privado y Privada de Libertad, adjunto al Ministerio para el Servicio Penitenciario, no conoce el albergue. “¿Desde cuándo existe esa casa hogar?”, pregunta al ser cuestionada acerca del apoyo que su departamento le brinda a la congregación de monjas que lo mantienen. Algo similar ocurre con Evelyn Álvarez, abogada pública en la Defensoría del Pueblo, y con Harrison Gamboa, consejero principal de Protección al Niño, Niña y adolescente de la Alcaldía Metropolitana, cuando se les habla del mismo tema.

Ninguna entidad gubernamental está al tanto de su existencia. Ignoran por completo que en algún lugar de la Gran Caracas hay un albergue a cargo de monjas. No saben que esta es la primera y la única casa hogar fundada para ayudar a niños hijos de reclusas. Esto se traduce en un presupuesto insuficiente para ellas —quienes admiten que el dinero que reciben les alcanza apenas para los gastos básicos— y, además, en una libertad casi absoluta para decidir cómo viven los niños y bajo cuáles términos se recibirán a quienes llegan nuevos.

No hay un equipo multidisciplinario que trabaje especialmente para atender las necesidades de los niños que viven aquí: las dos psicólogas que atienden a los niños son estudiantes que hacen su servicio comunitario en este lugar. Lo mismo ocurre con la psicopedagoga. La hermana Marina —la directora— admite que esas personas no mantienen el vínculo con la institución luego de terminar su requisito académico. Además, mientras que en otros albergues es necesario contar con un permiso especial, firmado por un tribunal de protección, para entrar a conocer a los pequeños, aquí ingresa quien quiere hacerlo: solo es necesario pedir permiso a la directora y decir que se viene con buenas intenciones.

Pero ahora, el futuro de los quince niños que viven en esta institución es incierto.

—Lo más probable es que vendamos la casa. No queremos alquilarla —dice una de las religiosas.

El albergue va a cerrar, dicen, porque ya no cuentan con recursos. Por eso, Nicole, cabizbaja, tendrá que hacer maletas. Y eso —hacer maletas— lo ha hecho siempre: siempre ha estado de un lado a otro. Tiene siete años y ha vivido en cuatro lugares diferentes.

Desde hace miles de años

En la Roma antigua, de donde proviene el ordenamiento jurídico occidental, fue donde nació el concepto de patria potestad. Para ese entonces, el padre tenía el poder absoluto sobre sus hijos. Tanto así que si a un hombre no le agradaba su hijo, podía mandar a decapitarlo o venderlo como esclavo. En la actualidad, la ley es diferente. De hecho, su objetivo es procurar que no se destruya el vínculo entre una madre y sus pequeños. Sin embargo, ese interés por mantenerlos unidos permite que sucedan casos como el de Sheila.

La abogada Laura Oliveros, especialista en derechos de los niños, explica que en situaciones como la de Sheila y Nicole se ocasiona un gran perjuicio a la niña:

—No se le está dando ningún tipo de estabilidad emocional ni psicológica. En este caso debería intervenir el Tribunal de Protección del Niño, Niña y Adolescente, el Consejo de Protección al Niño, Niña y Adolescente o el Ministerio Público —Ningún ente interviene.

Vandalismo

Cuando Nicole era solo una bebé, Sheila participó en un secuestro con su madre y con su pareja. Según el abuelo de la niña, realmente fue un secuestro frustrado que la envió directo a las rejas del Instituto Nacional de Orientación Femenina (INOF).

En ese momento, Nicole no vivía con su madre, sino con una tía en Maturín. Sheila la dejó en ese lugar y se fue con su esposo a La Victoria, estado Aragua. La tía pasó a convertirse en la madre.

Dibujo de niña triste

El derecho de esta pequeña a la convivencia familiar, establecido por la Convención sobre Derechos del Niño, siempre fue vulnerado, comenzando por el abandono de los padres. Desde antes de su encarcelamiento, Sheila no se hacía cargo de las obligaciones que le correspondían. Siempre ha designado a otros… y siempre ha tenido la autoridad aunque podrían habérsela quitado: según el artículo 352 de la Lopnna una persona puede ser privada de la patria potestad cuando —entre otros casos— incumpla los deberes inherentes a ella.

Eso, opina la abogada Laura Oliveros, es muestra de que en Venezuela hay vacíos legales:

—La madre se encuentra limitada para ejercer las funciones de la patria potestad y, además, le está ocasionando un gran daño a la niña.

Ahora que Sheila está presa, esa situación podría mejorarse si se aplica la norma 49 de las Reglas de las Naciones Unidas para el tratamiento de las reclusas y medidas no privativas de la libertad para las mujeres delincuentes (Reglas de Bangkok), la cual establece que la decisión de permitir que los pequeños permanezcan con sus madres en la cárcel se basará en el interés superior del niño. También es posible que se le otorgue otra alternativa a la cárcel. Todo con el fin de procurar la protección del vínculo entre la madre y su hijo.

Pero hay otro escenario posible. La especialista Oliveros agrega que además de las instituciones estatales que deben encargarse de esta situación —Ministerio Público, Consejos de Protección al Niño, Niña y Adolescente, Tribunal de Protección al Niño, Niña y Adolescente— la familia de Nicole debe intervenir para solicitar la colocación familiar, y de esa manera pueda ser asignada la patria potestad a otra persona.

En los Altos Mirandinos

Sheila se encuentra recluida en el único centro penitenciario de Venezuela dirigido exclusivamente para mujeres: el INOF, un complejo amarillo arrinconado en las montañas de Los Teques. Al igual que muchos centros penitenciarios, se encuentra ubicado al margen de la ciudad. Una larga subida se va tornando sucia y abandonada a medida que se acerca el final de la colina. Abajo —unos trescientos metros antes de llegar— hay un caserío donde alquilan espacios para que los visitantes dejen sus pertenencias. Una pandilla de perros callejeros funge como guardianes ad honorem. En la entrada están las cuidadoras. A un lado, apartado de los demás edificios, se observa el recinto maternal, donde permanecen los niños hasta los tres años. Nicole vivió ahí durante un tiempo.

Visitar a Sheila o a cualquier otra reclusa es casi imposible. Desde hace más de un año la situación en el penal ha sido complicada respecto a las visitas. Solo pueden ingresar familiares de primer grado de consanguinidad —esposos, padres e hijos— y solo una vez al mes. Pero Nicole no lo hace.

«A ella le gusta hacer caso»

Meses después: las sucias paredes de la sala de un hogar de Turmero, estado Aragua, están llenas de retratos con sonrisas inexpresivas. En el centro del lugar, una mesa vetusta con pintura blanca desconchada sirve de asiento. Ahí está Nicole: tímida pero juguetona. Una cortina verde separa la sala del resto del hogar.

Nicole trata de centrarse en el juego que tienen la brisa y el umbral del pasillo; comienza a contar los dedos de sus manos y pies, como si nunca antes lo hubiera hecho; muerde sus labios y observa el techo vestido con hongos negros; escucha la conversación, se distrae, vuelve a escuchar, se vuelve a distraer; corre de un lado de la casa al otro; sale a la entrada de la casa; saca una laptop de juguete y trata de jugar con ella, pero no tiene pilas. Sus oídos están prestos a la conversación que entablan sobre su vida.

En una silla con patas chuecas e indicios de polilla se encuentra un hombre rollizo de corta estatura, tez bronceada, bigote de canas, una sonrisa amplia, pantalonetas de rayas, franela color beige y una gorra azul. Él es Abel Ramírez, abuelo de Nicole. Ella está de visita en su casa. Abel fue durante un tiempo el tutor de Nicole.

Abel se asemejaba a Sheila en el sentido de que la tutela y la patria potestad se encargan del cuidado del niño: le dan sustento, educación, protección, representación y administración de los bienes. Sin embargo, la tutela es más restringida, pues existe para suplir la incapacidad de aquél que no puede cumplir a cabalidad la patria potestad, más no para suplantar a esa persona.

—A ella le gusta hacer caso, es oficiosa. Imagínate, chico, que a las 6:00 de la mañana ya está parada —comenta orgulloso.

Son las 12:00 del mediodía, la hora en la que el sol calienta más fuerte el techo de acerolit de la casa del señor Abel. A lo lejos se escucha el noticiero, una señora sale a “compra’ un fresco” por el calorón y un perro encadenado ladra. El clima convierte la casa de los Ramírez, ubicada a tres cuadras del Hiper Verduras de Aragua de la avenida Intercomunal, en un cuarto de vapor. El sudor recorre los rostros de los presentes en la sala. Nicole escucha hablar a su abuelo. Ella sonríe tímidamente. Pero esa sonrisa se esfuma rápidamente cuando le hacen una pregunta:

—¿Qué conoces de tu mami?

—Está en prisión. La he visto pocas veces —La pequeña recuerda a Sheila como una mujer alta, bonita, delgada, pero no sabe mucho sobre ella.

Familia putativa

Nicole continúa jugando en la mesa blanca. A su izquierda, Abel habla sobre Sheila. Ella estuvo casada con el hijo del anciano. De ese matrimonio nacieron tres hijos: Angimar, Yeison y Wilfran. Nicole no es nieta de sangre de Abel, pero él y toda su familia pasaron a ser familiares, porque quisieran ayudarla.

—Yo soy una persona que siento la necesidad de ayudar. Esa niña por ahí, que ande sola… no, yo tengo que ayudarla —comenta Abel.

Cuando Abel supo de la existencia de Nicole, ella vivía con su mamá en la prisión. Sheila no cumplía las funciones de madre antes de ser encarcelada, pero quiso comenzar a hacerlo detrás de los barrotes, y por eso pidió que su hija fuera llevada al INOF. Ese es un derecho al que ella y las demás reclusas pueden acceder.

Ya la niña tenía un vínculo emocional con su tía de Maturín. Se había acostumbrado a la vida en el oriente del país. Pero por decisiones de Sheila, vivió su primera mudanza. La primera de muchas. Su tía le empacó sus maletas y la trasladó a Los Teques.

Al poco tiempo, el señor Abel y su familia comenzaron a inquietarse por la situación de Nicole, pues no les parecía correcto que viviera en una cárcel. Así que consultaron con su madre la posibilidad de que la niña viviera con ellos. Sheila estuvo de acuerdo.

Otra vez a empacar

Luego de un tiempo de adaptación, Nicole comenzó a disfrutar de la vida que llevaba en el estado Aragua. Ella y la familia Ramírez se llevaban bastante bien. Fue en ese momento cuando Sheila exigió que la niña fuera devuelta a la prisión, para que vivieran juntas. Su intento de retomar una unión con su hija se frustró, pues el artículo 75 de la Ley de Régimen Penitenciario explica que las reclusas pueden conservar a sus hijos con ellas solo hasta los tres años. Ya Nicole había pasado esa edad máxima permitida. Entonces, la decisión de Sheila fue ingresar a la niña en la Casa Hogar “San José”, creando de nuevo un quiebre en la vida de Nicole.

Los albergues son lugares dedicados a abrigar a un niño, una vez que se le ha producido un perjuicio y que no puede volver con su familia. Según la abogada Laura Oliveros, esta orden debe ser emitida por un juez y periódicamente —en un intervalo máximo de tres meses— se debe evaluar al menor, para hacerle seguimiento a su situación.

Mientras Nicole vivió con la familia Ramírez no fue amedrentada, pero la madre hizo uso de su poder y la separó de ellos. Luego, durante el tiempo que estuvo en el albergue no se le hizo ningún seguimiento a su caso. De hecho, las monjas encargadas de la institución eran completamente autónomas. Es decir, ella fue trasladada a un lugar sin ser necesario y además nadie hizo el tratamiento legal correspondiente para que pudiera volver con su familia.

Por desconocimiento de sus facultades como tutor, Abel no exigió que su nieta fuera devuelta a su hogar, y la niña tuvo que quedarse viviendo en el albergue de las monjas.

Casi una rutina

En la casa hogar, con su mirada inexpresiva, con el cansancio de tener que hacer y deshacer maletas una y otra vez, está Nicole. Recuerda poco de su madre. Sabe que es una mujer alta, blanca y delgada; sabe que vive en una prisión; y sabe que toca un instrumento musical y que pertenece a la Orquesta Sinfónica del INOF, institución con la que ha podido salir algunas veces del penal.

Tal vez sea por eso que Nicole es amante de la música. Lleva esa influencia musical en la sangre. Sabe tocar cuatro, mandolina y percusión. Lo aprendió en la casa hogar.

Ya se acostumbró a la vida en albergue. No le molesta la idea de tener un parque en su casa, recibir clases de música, jugar con sus amigos —que se han convertido en sus hermanos—. Siente aprecio por sus cuidadoras. Pero ahora tendrá que hacer maletas nuevamente. Y eso —hacer maletas— lo ha hecho siempre. Otra vez tiene que recoger todas sus cosas e irse, solo que en este caso no es por decisión de Sheila, sino de las monjas, pues la casa hogar está cerrando. A partir de ahora vivirá con su hermana mayor, Angimar, quien ya es mayor de edad y puede ser su responsable y tutora. Por quinta vez, una nueva etapa comenzará: vivió con su tía en Maturín, con Sheila en la prisión, con su abuelo en Turmero, con las monjas en la casa hogar y ahora con su hermana. Así ha pasado su vida Nicole: de cambio en cambio.

Permanece sentada en la sala del instituto. Observa a los niños correr mientras suben y bajan las escaleras. Agarra con desinterés uno de los libros que están en la mesita. Ya no le sorprende la vista de postal que le regala el ventanal de la casa. Su mirada sigue inexpresiva. Solo dice con desgano:

—Mañana cierran la casa hogar.

(*) Los nombres de la niña y sus familiares fueron cambiados para proteger sus identidades.

Leer más:

La realidad de los niños con madres privadas de libertad (I)

Niños en la prisión

Sueños tras los barrotes (III)

Niños en la prisión

Ellos están condenados por una presunta estafa (IV)

Condena, juez

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