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La mujer que cuidó 180 hijos

Gloria Iglesias, de 60 años, cuenta que tuvo 180 hijos. No los parió ella, pero cuando 10 de ellos murieron los lloró como una madre. Les dio tantas oportunidades como solo son capaces de dar las personas de la misma sangre. E incluso algunas más, porque para cuando muchos de esos 180 hombres, la mayoría toxicómanos, entraron en su vida, la droga, las mentiras, y a veces también la vergüenza, habían roto todos sus lazos familiares.

«Esta es mi familia», asegura esta mujer menuda, ex-azafata de tierra para Iberia, en la casa de acogida que fundó en Madrid hace 15 años: Proyecto Gloria. «Soy la madre de todo el que entra por la puerta». Dos intentaron matarla. Los siete con los que se despierta este jueves, y muchos de los que ya se fueron de la casa, darían hoy su vida por ella.

Gloria llevaba un año separada de su marido cuando creó una ONG que era ella misma. A mucha gente le costó entenderlo. Su propia madre le decía: «Con la vida que puedes tener…». Perdió muchas amistades: los que pensaron que se había vuelto loca por irse a vivir con enfermos de sida; por meter en su casa a esas personas que a otros les hacen cambiar de acera.

«Decidí hacer esto porque al bajarme en la estación, de vuelta del tren de Lourdes, vi que muchos dormían esa misma noche en un cartón. No eran niños, ni ancianos, a los que siempre alguien quiere ayudar. No tenían a nadie, iban a morir solos. Monté esta casa para que tuvieran un techo y se sintieran personas dignas. He sufrido mucho, pero lo volvería a hacer porque soy muy creyente y me gusta pensar que cuando me vaya al otro mundo llevaré la maleta llena. He aprendido mucho con ellos. De paciencia, tolerancia, de la gente, de la vida…».

Con la franqueza de un espejo, los rostros de esos 180 hombres a lo largo de tres lustros muestran cómo ha cambiado el perfil de la exclusión social en España. Durante muchos años, Gloria acogió a esos fantasmas que poblaban Las Barranquillas, el que fue el gran hipermercado de la droga de Madrid, y que un día llamaban a su puerta asustados después de ver morir a un amigo; a hombres que habían crecido en sitios donde veían más droga que juguetes, donde habían sufrido maltratos o abusos sexuales. Al principio, sus compañeros de piso venían de barrios marginales, de lugares en los que nadie había pisado ni pisaría jamás la T-4 del aeropuerto de Barajas en la que Gloria trabajaba cada día.

Luego empezaron a llegar «hijos de familias bien». Jóvenes que se fundían sus primeros sueldos en drogas de diseño y coca. A Gloria aún le duele que después de cuidar durante meses a un chico con sida que recogió en la calle, sus padres no le dejaran despedirse de él antes de morir. «Les daba vergüenza que el resto de la familia supiera que había estado en una casa de acogida», recuerda. «Me prohibieron ir al hospital primero, y al entierro después».

Por su casa también pasó un militar que estuvo en Afganistán, un médico extranjero que se quedó en la calle. «Esto empezó siendo una casa para drogodependientes, pero se ha convertido en una casa para gente sin techo. Para gente normal que pierde el trabajo y luego la casa y luego la familia. Ahora tengo a un ingeniero de 63 años, Joaquín. Le echaron con la crisis, le desahuciaron y no tenía a dónde ir».

Luis (nombre falso) no quiere salir en la foto que ilustra este reportaje. Fue uno de los primeros inquilinos de «Proyecto Gloria». Estaba enganchado a todas las drogas. Se rehabilitó, rehizo su vida y se marchó. Pero años después tuvo que volver porque, con la crisis, perdió un pequeño negocio que había montado con mucho esfuerzo. «No le ha dicho a su familia que vuelve a estar aquí. Le da vergüenza», explica Gloria.

Joaquín y Luis son de los últimos en llegar a la casa. La mayoría de compañeros de piso de Gloria llevan años con ella, pese a haberse rehabilitado. «Unos nos quedamos porque en la vida normal no nos sentimos fuertes. Aquí te sientes seguro porque todos los días se hacen controles de alcoholemia, dos veces por semana de drogas… y porque está ella. También porque muchos están enfermos después de la vida que han llevado», explica Pedro, que lleva ocho años en la casa.

Mantener su propia ONG le cuesta a Gloria casi 6.000 euros al mes, entre el alquiler de la casa, el sueldo del trabajador social, Rey, y el arrendamiento de los locales donde guardan muebles que recogen para restaurar y vender en un rastrillo. «He perdido muchísimo dinero con esto. No quiero ni pensarlo. La comunidad de Madrid nos daba una subvención, pero con la crisis se acabó y cayeron también las donaciones particulares. Con la crisis, además, todo el mundo se ha puesto a hacer rastrillos y esa competencia nos está matando». «Caja Madrid» les regaló una furgoneta. Está llena de abolladuras porque siempre hay alguien cabreado que al ver el logo del banco, les tira una piedra.

Al preguntarles dónde se ven dentro de diez años, la mayoría de los inquilinos de Gloria responde «aquí». Y cuando se les pregunta dónde creen que estarían ahora si ella no se hubiese cruzado en sus vidas, todos contestan lo mismo: «Muerto o en la cárcel».

Antonio tiene claro que le debe la vida a esta azafata de Iberia. Se lo llevaron a casa desde un albergue para que no muriera solo. Le dijeron que le quedaba una semana de vida. Tenía sida, tuberculosis, pesaba 40 kilos y aún no había cumplido los 35. Pero Gloria se empeñó en sacarlo adelante. Y Antonio, que se había quedado huérfano con cinco años, por no decepcionar a aquella mujer que insistía tanto en que viviera, vivió.

La gratitud se convirtió —en esta casa— en la más potente herramienta de rehabilitación. Estaban tan desconcertados y agradecidos con aquella desconocida que se había hipotecado hasta las cejas —la segunda casa en la que vivieron la pagó ella con cinco avales de compañeros y amigos— para darles una oportunidad que hicieron lo posible por no defraudarla:

Por no defraudarla, Antonio, que había estado en casi todas las cárceles de España por robar coches, aceptó el trabajo que Gloria le consiguió como vigilante nocturno en un parking. «Cuando entré en aquel garaje y vi el tablero lleno de llaves de BMW, de Mercedes… salí corriendo detrás de Gloria. ‘No puedo trabajar aquí. ¡Es una tentación!’ Y ella me dijo: ‘Yo confío en ti’. Era la primera persona en mi vida que me decía eso». Antonio sigue trabajando allí. Tiene un contrato indefinido.

Y por no defraudarla culminó el bachillerato. Apenas sabía leer y escribir. Cuando empezó a estudiar, Antonio, portugués, llamaba «las balnearias» a las Baleares. Gloria movilizó a compañeros de Iberia para que le dieran clases. En tres meses, aprobó el examen. «Cuando me dieron el diploma… eso fue la hostia».

Fede se bebía «hasta el agua de los floreros». Lleva doce años sin tocar el alcohol. Pi empezó a consumir heroína a los 16. Su hermano murió de sobredosis. «No tuve juventud, pero ahora tengo muchas ilusiones. Quiero hacer las cosas que me he perdido». Carlos dejó la casa en diciembre para casarse con la chica con la que había rehecho su vida después de limpiarse. Gloria fue la madrina de la boda.

Al principio, tenían recaídas. A Gloria le tocó ir a buscarles a las tres de la mañana a Las Barranquillas más de una vez. Aunque en alguna ocasión pensó en tirar la toalla, nunca se rindió. Sus 180 hijos la han hecho sufrir mucho. Pero también la presentaron por sorpresa al premio de voluntaria del año con una carta que entre otras cosas, decía: «Pero ella sigue estrujándonos, aún sabiendo que somos piedras…», y lo ganó.

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