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4 países, 4 escenarios

Las comparaciones históricas siempre son subjetivas, ninguna experiencia se repite fielmente. En todo caso podremos reconocer tendencias, esa dinámica del cambio tal cual se manifiesta en situaciones parecidas y estudiar el modo como algunos países se enfrentaron a gobiernos sin mayor apoyo, dispuestos a no transigir ante las demandas populares. Estos ejemplos nunca podrán explicar a la perfección lo que ocurre en Venezuela, pero son paradigmas y nos pueden ayudar a tomar decisiones.

El primer caso a tomar en cuenta es Chile: las Fuerzas Armadas derrocaron el 11 de septiembre de 1973 al Presidente Salvador Allende, electo en el frente izquierdista de la Unidad Popular. La polarización política terminó en un pronunciamiento del Jefe del Ejército, el General Augusto Pinochet, que instauró una dictadura cívico-militar de corte derechista. El segundo país con el cual pudiéramos compararnos es Ucrania, que vivió entre 2004 y 2005 fuertes protestas callejeras adversando el fraude electoral, la intimidación de  los votantes y la corrupción generalizada. La inestabilidad terminó con la llamada Revolución Naranja, al ser declarado ganador Víktor Yúshchenko, candidato de la oposición. El tercer país es Siria: aquí la alteración del orden la causó el propio Presidente Bashar al-Asad, cuya familia ha controlado el poder desde 1971, al tomar la decisión de no correr la misma suerte de los mandatarios depuestos durante la Primavera Arabe. El gobierno de Asad se enfrentó a la oposición política, reprimiendo salvajemente protestas pacíficas y enfrentando luego a múltiples grupos armados rebeldes. El resultado es conocido: medio millón de muertos y la mitad del país, casi 12 millones de personas, desplazadas y exiladas. Asad prefirió destruir al país antes que abandonar el poder. El cuarto país, Somalía, es una verdadera pesadilla: casi tres décadas de inestabilidad y conflicto político crearon una situación de caos tal, que ameritó la acción de organismos y fuerzas armadas internacionales para paliar la severa crisis humanitaria; y estamos hablando de la muerte por desnutrición de cientos de miles de personas. Algunos episodios han sido llevados al cine, como la película Black Hawk Down dirigida por Riddle Scott e inspirada en un libro de Mark Bowden, un extraordinario periodista que ha escrito sobre las guerras en territorios islámicos y Vietnam.

¿En cuál país nos vemos reflejados? No veo un pronunciamiento tipo Pinochet en el horizonte, al estar las Fuerzas Armadas aquí manejando ya los Ministerios más importantes y controlando además la industria petrolera. Al punto que algunos consideran a Maduro como el vocero de una Junta Militar de Gobierno, lo cual pudiera ser una exageración. Tampoco veo probable una disolución del Estado tal como ocurrió en Somalía, aunque la delincuencia y el narcotráfico se aprovechen de una justicia penal desvirtuada, sin medios ni instituciones capaces de combatir el crimen. Una transición parecida a la Revolución Naranja en Ucrania tiene sus atractivos: los chavistas se aferran al poder, pero la población venezolana, en su gran mayoría, se ha manifestado de miles de maneras contra la continuidad del régimen. Y lo seguirá haciendo, pero la transición ucraniana fue relativamente pacífica y corta, en comparación a lo que ocurre en Venezuela.

Algunos dirán que está montado un escenario para una crisis semejante a la siria. Afortunadamente, la oposición venezolana no tiene armas, lo cual hace irreal un enfrentamiento de ese tipo, pero lo mismo pasaba allá hasta que algunas bases militares se pasaron a la oposición y decidieron dejar de recibir palo (una manera ingenua de calificar a los excesos de Asad, que lo llevaron a utilizar armas químicas contra la población civil opositora). No sé cuál escenario me da más miedo, si la anarquía somalí con sus cientos de miles de muertos y grupos irregulares tan criminales como los de Mohamed Farrah Aidid y los grupos fundamentalistas islámicos, tipo ISIS, o el horror de una guerra civil, tipo Siria, también con sus cientos de miles de muertos. La única conclusión es que la oposición venezolana debe mantener su protesta pacífica y no sucumbir a los cantos de sirenas de helicópteros y otros objetos voladores, identificados o no. Los militares no son una solución, en todo caso, forman parte del problema y el regreso a una sociedad civilista es una prioridad. A toda costa tenemos que alejarnos como de la peste de cualquier persona o grupo que hable de armas y enfrentamientos. A eso apuesta el Gobierno para destruirnos: el peligro es demasiado grande. La alegría del plebiscito del domingo 16 no ha borrado la inmensa arrechera que todavía tienen los venezolanos. No hay vuelta atrás. Pero una voluntad pacífica de cambio nos define y así lo ha demostrado la dirigencia opositora de mil maneras. Ninguna barricada o tranca ha sido capaz de convocar a siete millones de personas. La gente está decidida a presionar, pero necesita de medios de expresión adecuados, acordes con sus necesidades, tantos los de una clase media radicalizada, como las de sectores populares y empresarios.

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