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Cuba y la transición política en Venezuela

El desmantelamiento del muro de Berlín en noviembre de 1989, patético anticipo de la implosión del imperio soviético dos años más tarde, arrastró a Cuba en su caída y marcó el comienzo de lo que Fidel Castro y compañía llamaron el “período especial”, más miseria sobre la miseria acumulada durante 40 años de revolución comunista, que duró casi diez años, hasta que Hugo Chávez llegó a la presidencia de Venezuela en 1999. Año y medio después, con una generosidad sin límites, Chávez, ciego admirador del máximo líder de la revolución cubana, firmó con Cuba un acuerdo de asociación estratégica, que marcó a su vez el fin de ese terrible período especial. En términos concretos, un programa de asistencia económica y financiera, que incluía el suministro de 53 mil barriles diarios de petróleo, cantidad que llegó a los 100 mil b/d. A finales de 2015, esta ayuda sumaba más de 10 mil millones de dólares anuales, equivalentes a 20-22 por ciento del Producto Interno Bruto de Cuba, sin que el gobierno de La Habana, hasta el día de hoy, haya desembolsado pago alguno.

La situación ahora, es bien distinta. La crisis económica y humanitaria que devasta a Venezuela y el fracaso de Nicolás Maduro para gestionarla, han ensombrecido de golpe y porrazo el pálido horizonte cubano y amenazan al país con la resurrección de las insoportables dificultades de los años noventa. Un peligro de tal magnitud, que a Raúl Castro no le ha quedado más remedio que advertirle al país de las muy graves penalidades por venir. “No negamos”, sostuvo en su mensaje a la Asamblea Nacional del Poder Popular al dar inicio el pasado viernes a su VII Período de Sesiones Ordinarias de su Octava Legislatura, “que pueda haber afectaciones incluso mayores que las actuales, pero estamos mejor preparados que entonces para revertirlas.”

La crisis de Venezuela llega a Cuba

El diario Granma le dedica su edición del domingo al revelador discurso de Raúl Castro bajo un titular optimista y a la vez desalentador: “El pueblo revolucionario cubano nuevamente se crecerá.” Según los editores del órgano oficial del gobierno cubano y del PCC, el punto más importante de las palabras del general fue admitir que en el primer semestre del presente año el PIB cubano sólo creció la mitad de lo que se había previsto. Este retroceso, afirmó, fue causado por “agudización de restricciones financieras externas… y la contracción de los suministros de combustibles pactados con Venezuela, a pesar de la firme voluntad de Nicolás Maduro y su gobierno por cumplirlos.” Sobre este duro contratiempo, como para que no se interpretaran sus palabras a la ligera, añadió que en ningún caso “se debilitará en lo más mínimo la solidaridad y compromiso de Cuba con la Revolución Bolivariana y Chavista, con el presidente Maduro, su gobierno y la Unión Cívico Militar del pueblo venezolano.” No obstante, todos debieron entender el sentido oculto de esta aclaratoria, un sentido que debió haber resonado en la consciencia de Maduro y su gobierno con ecos ominosos.

En definitiva, Castro expresó en su discurso los inquietantes términos del dilema que la crisis venezolana le plantea al gobierno cubano. No en balde, el ministro cubano de Economía ya ha anunciado que el gobierno se ha visto obligado a reducir en 28 por ciento el gasto en materia energética presupuestado para este año. No lo añadió, pero las últimas cifras divulgadas por la OPEP registran una substancial reducción de la producción de crudo en Venezuela, que según la OPEP es en estos momentos de sólo 2.6 millones de barriles diarios, pero que fuentes oficiosas fijan en apenas 2.1 millones. En todo caso, reconocer públicamente que las cosas van tan mal en Venezuela que ya afectan el desarrollo de la economía, el consumo y la calidad de vida de los cubanos, es una señal de alarma para los jefes de la llamada revolución bolivariana y chavista de Venezuela. ¿Está dispuesto Raúl Castro a correr la misma triste suerte de Maduro y además  imponerle a la población cubana un nuevo período especial?

Raúl Castro sabe perfectamente que en la Cuba de hoy en día esa es una opción imposible. Ningún cubano aceptaría con resignación revolucionaria revivir aquella experiencia, precisamente cuando la propaganda del gobierno y del partido ha promovido la idea de que al fin los cubanos comenzarán a disfrutar los frutos más amables de la revolución. El reciente Congreso del Partido, al no introducir ningún cambio de importancia en la jerarquía política cubana ni anunciar una profundización significativa de la apertura económica prometida mil veces por Raúl Castro, ya había introducido el inquietante ingrediente de la duda en la conciencia de los cubanos. Bajo ningún concepto aceptarían ahora volver a las andadas del período especial.

Entonces, ¿qué hacer? No se justifica pensar que a estas alturas Maduro y su gobierno puedan superar exitosamente la situación política, económica y social que sufre Venezuela. Pero tampoco es posible pensar que el gobierno cubano vaya a darle la espalda a Maduro y a su gobierno. No sólo por una cuestión de principios y lealtad, sino porque las negociaciones con Estados Unidos no han avanzado más allá de las declaraciones de buenas intenciones y el embargo comercial conserva toda su asfixiante vigencia. Además de la natural solidaridad política, Venezuela sigue siendo para Cuba la clave de su supervivencia, un valor al que no puede renunciar La Habana hasta que no se hagan realidad los cambios económicos, financieros y comerciales que constituyen el factor esencial de la normalización de sus relaciones con Washington.

La transición política en Venezuela

Para nadie es un secreto que si algo de gran importancia no ocurre en Venezuela muy pronto, la magnitud de la crisis y la insuficiencia de su gobierno para enfrentarla provocarían un estallido social de inmensas proporciones o un golpe militar, calamidades que arrasarían con lo poco que queda de Venezuela como nación y que constituirían una amenaza muy seria a la estabilidad política regional. En todo caso, cualquiera de estos desenlaces sería la transición menos deseable para Venezuela y para sus relaciones con el mundo exterior. Y para Cuba, el fin de los beneficios materiales que le proporciona su asociación estratégica con Venezuela.

De acuerdo con el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, el término transición se refiere a “la acción y efectos de pasar (a un paso más o menos rápido) de un modo de ser o estar a otro distinto.” Aplicado a Venezuela, para pasar del sistema político y de gobierno actual, impuestos por Chávez y sus lugartenientes durante los últimos 17 años, a otro que, en el mejor y más deseable de los procesos, sea por definición una transición negociada con el propósito de restaurar en el país un cierto orden político y un modelo económico racional y eficiente.

Esta opción, en el caso venezolano, es particularmente crítica porque el gobierno de Maduro se ha negado sistemática y groseramente a reconocer la derrota aplastante del chavismo en las elecciones parlamentarias del pasado 6 de diciembre, y a aplicar las medidas necesarias para enfrentar una crisis económica tan fuera de control que ha terminado por convertirse en una auténtica catástrofe humanitaria. Dicha opción sólo podría producirse mediante alguno de los diversas mecanismos que contempla la constitución vigente en Venezuela para cambiar de gobierno anticipadamente. El problema consiste en el hecho de que cualquiera de ellos que se aplique, enmienda constitucional para acortar el período presidencial de Maduro, su renuncia a la Presidencia de la República o un referéndum revocatorio de su mandato presidencial, daría lugar a una transición demasiado rápida, porque si se adopta antes de enero del año que viene, el vicepresidente de la República asumiría de inmediato la Presidencia pero tendría que convocar la elección de un nuevo presidente en un plazo no mayor de 30 días. Un plazo muy difícil de cumplir si el cambio fuera dentro de un mismo régimen político, prácticamente imposible en el marco de un clima de polarización extrema como ocurre en Venezuela.

Este temor ha determinado que el gobierno de Estados Unidos, los gobiernos amigos de América Latina, la Unión Europea y hasta el Vaticano, hayan enarbolado de común acuerdo la bandera de un diálogo entre la oposición y el gobierno, con la finalidad de demorar, hasta después de enero de 2017, la cesación de Maduro, posiblemente por la vía de su renuncia, y la conversión del vicepresidente de la República en presidente hasta la celebración de elecciones generales en diciembre de 2019. Tres años de transición más o menos bajo control, durante los cuales, con un importante apoyo de la comunidad internacional, Venezuela podría comenzar a reordenar sin excesivas complicaciones las coordenadas institucionales del Estado y de su vida política, económica y social, y garantizarle al Partido Socialista Unido de Venezuela, hasta ahora hegemónico partido oficial que incluye en sus filas a todas las autoridades civiles y militares del país, al menos un espacio suficiente para su desarrollo político después de Maduro.

Cuba como factor crucial de la transición

Desde la perspectiva cubana, esta no sería la alternativa ideal. Ni siquiera para evitar un desenlace catastrófico del gobierno Maduro. Sus intereses políticos y económicos en Cuba son enormes. La alianza estratégica acordada por ambos gobiernos en octubre del año 2000 aspiraba a la construcción de un Estado binacional, sueño político de Fidel Castro desde el primer día de su triunfo insurreccional en enero de 1959, cuando viajó por sorpresa a Caracas a entrevistarse con Rómulo Betancourt en busca de apoyo financiero y energético para la naciente revolución cubana. ¡”Ojalá que algún día el destino de nuestros pueblos sea un mismo destino”, le declaró emocionado a los numerosos periodistas que lo esperaban en Venezuela al pie del avión, pero Betancourt no cayó en esa trampa, aunque tuvo que pagar el alto precio de enfrentar durante años la subversión y la guerrilla promovida desde Cuba. Al cabo de 40 años de espera, con el triunfo electoral de Chávez en diciembre de 1998, aquel sueño imposible se hizo finalmente realidad.

Resulta imposible, pues, pensar que Cuba vería con buenos ojos un cambio de régimen en Venezuela. Ni siquiera con garantías de conservar los beneficios que le aporta a la isla el tratado de asistencia estratégica. Pero por otra parte, Cuba tampoco puede pasar por alto que la situación venezolana se deteriora aceleradamente y que la crisis puede desembocar en cualquier momento en un colapso del régimen. De ahí que aunque no se cuenta con información precisa de las gestiones que pueda estar haciendo el gobierno cubano para no verse arrastrado a un abismo sin fondo por el espectacular fracaso del gobierno Maduro, es evidente que resulta inevitable alimentar la certidumbre de que algo está haciendo el gobierno de Raúl Castro para eludir el peligro. Y todo permite suponer, sobre todos estos días, cuando el ministro venezolano de la Defensa, general Vladimir Padrino López, quien ha demostrado ser hombre pragmático y de grandes ambiciones, y quien además cuenta con la confianza absoluta de La Habana, incluyendo la de Fidel Castro, no sólo fue ratificado en su cargo el pasado 5 de julio, sino que este lunes ha sido investido con poderes que lo colocan por encima del tren ejecutivo y hasta del vicepresidente de la República, como si en la práctica fuera una suerte de co-presidente.

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