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Incentivos perversos

En lenguaje corporativo, se conoce como “incentivos perversos” aquellos que les son concedidos a los empleados o agentes de una corporación para que estos se sientan estimulados hacia el logro de ganancias para la empresa pero que, en la práctica, lo que hacen es desviar y hasta corromper los objetivos y la misión de la organización.  Pongo un ejemplo reciente que cogió primeras planas en todos los diarios del mundo: el affaire de la Volkswagen y sus motores diésel.  Dentro de la “visión” de la compañía están: mejorar la satisfacción de sus clientes, disminuir la contaminación ambiental, decir siempre la verdad.  ¿Pero qué pasó?  Que varios ejecutivos de la más alta gerencia, buscando su propio provecho y para obtener mayores bonos de los que se conceden por incrementos en las ventas —a sabiendas de que mentían, porque los resultados de las pruebas hechas en sus laboratorios decían lo contrario— presentaron al público vehículos que supuestamente contaminaban menos que los de la competencia.  El aumento en las ventas y en los jugosos bonos duraron hasta que un oscuro profesor universitario demostró que los números reales eran muy diferentes al operar los autos en las carreteras.  ¡El escándalo planetario!  La imagen de Volkswagen, a nivel mundial, por el suelo.  Y en su caída, arrastró la fama de Alemania como proveedora de bienes y servicios de calidad excelsa.

Álvaro García, un querido amigo que vive en otro país y a quien no veo desde hace unos 12-14 años, me proporcionó un par de ejemplos más.  Uno: en algunos países (entre los cuales, sospecho, está el mío), los médicos se han puesto de acuerdo —entre ellos y con compañías proveedoras de fármacos y reactivos— para recetar y ordenar más medicinas, consultas con especialistas y exámenes que no son esenciales o necesarios para mejorar la salud del paciente.  Ese “incentivo financiero” lo pagamos todos quienes debemos acudir a centros de atención médica.  Dos: ciertos banqueros de inversión incitan a sus clientes a adquirir instrumentos que ofrecen grandes retornos; lo que no les informan es los altos riesgos implícitos ni la renta que debieran producir mes a mes para poder pagar las cuotas de su inversión.  Al final, los banqueros se quedan con los bonos logrados por la venta, y los clientes con las pérdidas.  La crisis española se debió, en mucho, a lo que se llamó “la burbuja inmobiliaria”.  Y, por eso, los cientos de lanzamientos de apartamentos a la semana que le amargan la vida a muchas familias en la península.

Ahora retomo yo para comentar algunas de las muchas sinvergüenzuras que se hacen en esta sufrida tierra que fue “de Gracia”, según Colón.  Todas, generadas por el régimen y sus cómplices en la Sala Inconstitucional.  Todas, originadas en ese perverso afán de ganancia rápida, vía comisiones y chanchullos, y que son sustentadas por descaradas mentiras, abundantes promesas para los pocos que todavía les creen y desembozadas amenazas en contra de quienes estén en la posibilidad de desenmascararlos.

La primera insensatez que reseño es, quizás, la menos importante, pero es la más reciente: es eso de que —si queremos ingerir proteínas— deberíamos criar cerdos en nuestras casas. Incentivo por demás perverso porque eso va en contra de la salubridad y choca de frente contra uno de los grandes objetivos nacionales especificados en el Preámbulo de la “mejor Constitución del mundo”: “el equilibrio ecológico y los bienes jurídicos ambientales como patrimonio común e irrenunciable de la humanidad”.  Afortunadamente, no se logrará porque su implementación resultará tan insubstancial los fulanos huertos urbanos. Además, no son muchos los poseedores de viviendas con patios traseros que pudiera ser convertidos en chiqueros.  El grueso de la población vive apretujado en viviendas muy humildes y sin separación con las vecinas; y otro trozo muy grande de los citadinos vivimos en apartamentos.  Pero el boca-aguá mayor necesitaba continuar con su populismo ramplón…

Otra muestra de incentivo perverso sucedió cuando el imputrescible —repito, los taxidermistas italianos saben su oficio— prohibió la pesca de arrastre en nuestras costas.  Cosa que era necesaria y que hasta yo aplaudí.  Aunque hubiese bastado hacer cumplir enérgicamente la ley de la materia y obligar a los pescadores, velis nolis, a faenar lejos de la línea costera. Tal medida se le vendió a la población alegando que, además de dañar los fondos marinos, los camarones no eran esenciales en la dieta popular y solo lo comían los oligarcas.  La verdad quedó diáfana a los pocos días, cuando el mismo sujeto firmó un decreto que autorizaba al ministro del ramo a comprarle a su panita y copartidario —y chulo y pederasta— Daniel Ortega abundantes toneladas del crustáceo.  Lo que se buscaba era el lucro para funcionarios de ambos países.

Como se me acaba el espacio, dejaré para otra oportunidad lo referido a los dineros recibidos de China y que han sido justificados como beneficios y obras para el poeeeblo meeesmo pero que han caído en el pozo hondo y oscuro de la excesiva discrecionalidad de sus “administradores”.  Baste recordar lo que ha caracterizado a la robolución:” la pedidera de préstamos para —además de rapiñarlos— ejecutar acciones que los hagan quedar bien a los ojos de la masa, sin importar las malas consecuencias financieras posteriores.  Y dirán ellos: —En fin de cuentas, cuando suceda, ya estaremos disfrutando nuestros “ingresos” en un país que, además de ser un paraíso fiscal, no tenga tratado de extradición…”

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