Opinión Internacional

Después del Neoliberalismo

El neoliberalismo, que había anunciado el fin de la historia, quien diría, ya tiene historia. No solamente porque ya gobierna el mundo desde hace más de dos décadas, sino también porque ya pasó por algunas fases. Por lo menos dos ciclos políticos -todos en el ciclo largo recesivo de la economía mundial- ya se
cumplieron.

El primero, el del lanzamiento del nuevo proyecto hegemónico, marcado por la conducción anglosajona de Reagan y Thatcher, pero con sus representantes latinoamericanos (Pinochet, Menen, Salinas de Gortari, Fujimori, Fernando Enrique Cardoso), responsables de la ruptura de los consensos anteriores y de la implementación inicial de las políticas de desregularización, de privatización, del ataque a los salarios y a los sindicatos y de la apertura de las economías al mercado mundial. Fueron los años dorados y de euforia neoliberal de los 80, que impusieron
un violento cambio en la relación de fuerzas entre el capital y el trabajo, elemento clave para las nuevas condiciones de acumulación del capital en el capitalismo contemporáneo.

Al llegar a los 90, el modelo sufre readecuaciones, debido al desgaste que la implementación de un modelo de corte claramente antisocial necesariamente produce. Gobiernos supuestamente de «centro-izquierda» sustituyeron a aquellos que habían sido los responsables del momento «duro» del neoliberalismo y que
pagaron el precio respectivo por eso. Nuevamente la pareja anglosajona
comandó este giro con Clinton y Blair manteniendo, en lo esencial, la misma política económica de sus predecesores, pero con nuevo estilo y discurso político. La desregulación siguió su curso, con dosis homeopáticas de redistribución fiscal,
de creación de empleos -precarios en lo esencial- o de reformas educacionales claramente regresivas y privatizadoras, en el caso de Blair.

Esta vez el alcance en Europa fue todavía más amplio geográficamente, con casi todos los países sumándose a esta onda, con excepción de España, donde se instaló el gobierno derechista de Aznar, a partir de los escándalos producidos por
los socialistas españoles de Felipe González. Con eso, el neoliberalismo, en lugar de ser cuestionado, se rejuveneció, consiguió nuevo oxígeno y reafirmó su hegemonía, porque pasó a ser sostenido por una supuesta coalición «progresista»,
bajo el lema de la «tercera vía». Ésta pretendía ser equidistante del «estatismo» de la vieja izquierda y del reino del mercado de la nueva derecha.

Estos gobiernos representaron en realidad una consolidación, recurriendo a discursos innovadores sobre la interdependencia entre la responsabilidad y la comunidad, la compatibilidad entre la competición económica y la cohesión social, entre la eficiencia económica y la solidaridad cívica, entre el consumo suntuario y la caridad social, entre el éxito individual y la seguridad social. Buscando lo que se le denominó «el discurso sin enemigos», conquistó luego consenso social.

Se creaban de esta manera las condiciones para una revitalización del neoliberalismo, ahora en manos supuestamente con sensibilidad humana, sin lo cual habría sido imposible llevar a cabo bombardeos como los de Yugoslavia, con el
argumento de «misiones humanitarias», que terminaron conquistando el beneplácito, no solamente de toda la socialdemocracia europea, sino también de gran parte de la
intelectualidad originariamente de izquierda de dicho continente.

¿Una tercera etapa?

La derrota de Al Gore en las elecciones norteamericanas plantea la pregunta acerca del eventual agotamiento de esa fórmula y del eventual paso a una tercera etapa en el proceso de la hegemonía neoliberal, dado que todavía no surgen en el horizonte proyectos nacionales importantes de superación de ese modelo hegemónico.

Se suman otras nubes en el horizonte con una misma señal, como el debilitamiento de Tony Blair en Inglaterra o la posible victoria de Silvio Berlusconi en Italia.

Sin embargo, eso depende, ante todo, de cómo se interprete la derrota de los demócratas en los EE.UU. Ciertamente, tuvieron peso los factores contingentes, como los escándalos de Clinton y el bajo desempeño de Gore, así como la pésima distribución de los dividendos del ciclo expansivo de la economía asumido por el
candidato demócrata, que prometió extenderlos a la gran mayoría, aunque sin éxito electoral. Mas si el peso de los primeros es esencial, la derrota se dio por factores esencialmente contingentes y el modelo de la segunda fase del neoliberalismo no estaría agotado.

Las condiciones podrían estar dadas para el surgimiento de una «nueva derecha», al estilo de José María Aznar, una derecha que no se confiesa de derecha, sino que reivindica el centro, una especie equivalente a la derecha de lo que fue la «tercera
vía» para la izquierda. La experiencia española es rica, no solamente por el apoyo popular que obtuvo recorriendo el mismo camino del PSOE, sino también porque avanzó en los índices para que España entrase en la CEE, dio continuidad a la
expansión económica, disminuyó relativamente el desempleo. Pero además Aznar se transformó en el interlocutor oficial de Blair en España, revelando como las fronteras de la «tercera vía» van mucho mas allá de una renovación de la izquierda. Gerard Schoreder ya lo había hecho en Alemania, cuando reivindicó directamente el centro.

Pero, sea porque las condiciones de campaña electoral hicieron que al nuevo Bush se desplace mucho hacia la derecha, a fin de enfrentar a su competidor interno, apoyándose en la nueva derecha religiosa dentro del partido republicano, sea porque el «perfil de imagen» que el marketing eligió pegó mejor como el hijo del ex- presidente, «un hombre más a la derecha que el propio padre», la elección recayó en alguien que, a pesar del lenguaje del «conservadorismo con pasión», revela un hombre de la derecha tradicional, reaganiana, que no se puede decir de centro o incluirse en la «tercera vía», incluso de contrabando.

Mismo así, mostrando como las fronteras no le dicen nada a la «tercera vía» de Blair y de Giddens, el estreno internacional de Bush fue con un nuevo y corriente bombardeo a Irak, dándose las manos con Blair, demostrando como la alianza anglosajona funciona independientemente de quienes estén en el cargo. Solo
que será difícil seguir convocando conversaciones de esta tendencia como las que Clinton animaba con su saxofón, por lo menos por respeto al ex presidente norteamericano y su retiro, en medio de las nuevas denuncias que comprueban que tanto él como su mujer, según la nueva moral de la conveniencia, están sumergidos plenamente en la corrupción.

Berlusconi, en caso de que gane las elecciones generales de abril en Italia, tampoco puede reivindicar el perfil de centro, como el de Aznar, haciendo pareja con Bush, al derrotar los «olivos» italianos, no se prestaría para incorporarse a las recepciones como aquella que tuvo lugar en Florencia.

Crisis de hegemonía

Falta saber, en este marco, cual es el destino de la América Latina y del Brasil en particular. Quedó claro, con la elección de los signatarios del «Consenso de Buenos Aires», Ricardo Lagos en Chile, Fernando de la Rúa en Argentina, Vicente Fox en México, que la sola promesa de estabilidad monetaria ya no es suficiente para elegir presidentes. Tuvieron todos ellos que, además de comprometerse a mantener la política económica del FMI de privilegio del ajuste fiscal, prometer también el oro y el
moro, desarrollo económico, generación de empleos, distribución de la renta, políticas sociales, incompatibles con la manutención de la política económica actual.

La dilapidación rápida del capital electoral De la Rúa en Argentina demuestra claramente esa incompatibilidad y el carácter de fraude que también representa la «tercera vía» y más aún por aquí. Ricardo Lagos tampoco consigue diferenciar su gobierno de aquellos dirigidos por la democracia cristiana y con una economía que depende en un 50% de las exportaciones, intenta apresurar el ALCA, en vez de fortalecer el Mercosur. Vicente Fox ya se prepara, mediante la reforma tributaria regresiva «que grava más las medicinas», para los efectos devastadores que la
recesión norteamericana tendrá sobre un país que pasó a tener el 90% de su comercio exterior con los EE.UU.

Se produce así una crisis de hegemonía en el continente, donde los antiguos consensos se han debilitado y los nuevos todavía no se han generado. En ese vacío es que se decidirán procesos tan importantes como las elecciones presidenciales brasileñas en el próximo año. Y EE.UU. se apresura a imponer los acuerdos del ALCA, antes que los proyectos hegemónicos alternativos ocupen el
espacio dejado por el neoliberalismo en crisis.

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