Entretenimiento

Los mercaderes de la fe

Por Carlos Neira

—Los bajas cuando termine —le susurra el hombre moreno a una mujer que está de espaldas. Se va y cierra la puerta.

            El cuarto está completamente oscuro.  Impera un silencio tan pesado como el calor que hay en la habitación de no más de veinte metros cuadrados. Solo se escucha el zumbido de un viejo ventilador blanco. Las paredes a prueba de sonido y la alfombra son de un gris estéril. Huele a sudor y humedad. No hay más que tres personas: La mujer que calla y da la espalda, un hombre rechoncho y de modales finos y un estudiante de periodismo que no sabe muy bien dónde está. El ambiente recuerda a un cine improvisado o al cuarto 101. Hay un destello de luz: se prende el proyector.

—¿Te imaginas un mundo sin crimen, sin locura, sin enfermedades? —dice, animosamente, un narrador en off.

            En el siglo XXI quizá sea una de las cosas más difíciles de imaginar. En la pantalla hay  mucho color. Sonrisas grandes, niños jugando en jardines, parejas de jóvenes agarrados de las manos  y  ancianos risueños. Las imágenes proyectadas se hallan complementadas  con una música orquestal muy alegre e inspiradora. Lo que se muestra es un mundo feliz, de gente feliz.

—¿Quisieras conocer más tu mente y lograr un mayor bienestar contigo y con tu entorno? Entonces deberías conocer sobre la cienciología. Pero primero, ¿qué es la cienciología? —pregunta el narrador. Las cornetas dispuestas a los costados de la habitación reproducen fielmente sus tonos graves de barítono.

            El video captura la atención de sus espectadores tanto como si en el mismo lugar hubiese un orador dando una charla motivacional. El hombre de  la voz gruesa procede a explicar las maravillas de la iglesia de la cienciología. Asegura  que  da un mayor entendimiento de nuestra conciencia y nuestro espíritu. Todo es posible gracias  a la diánetica, el conjunto de prácticas que alinean cuerpo y alma.

­— ¿Cómo empezó todo esto? —pregunta el barítono.

            Un sujeto de mediana edad ocupa todo el espacio de la pantalla. Viste con traje y corbata. La expresividad de su sonrisa compensa la pequeñez de sus ojos negros. El rojo de sus cabellos, los pocos que le quedan, pareciera habérsele mudado a la piel: el hombre es rosado. Sobre su imagen se sobreponen, en una tipografía que recuerda a carteles de cine,  las letras l, r y h. Son las iniciales de  Lafayette Ronald Hubbard, el individuo rubicundo que sonríe a los tres espectadores y padre fundador de la cienciología.

—Para conocer la vida, hay que vivirla; y L. Ronald Hubbard sí que vivió. A lo largo de su tiempo en la tierra viajó a lo largo del mundo y conoció distintas culturas­ — afirma el narrador. Relata que LRH fue un destacado explorador, oficial de la marina y que además es el escritor más publicado  y traducido de todos los tiempos. Hubbard murió en 1984. Dejó como legado una religión que se esparció a lo largo de 167 países.

            Pasan quince minutos y el volumen de información suministrado a los espectadores es sorprendente. La historia, la jerarquía, la extensión y la descripción de la organización son expuestas con una rapidez que abrumaría hasta a los más atentos. El ritmo de las imágenes va al  veloz  compás  de la narración. Una verdadera carrera sensorial. Se hace énfasis en que la cienciología es reconocida por el Servicio de Impuestos Internos de los Estados Unidos como una religión; por lo tanto, no pagan impuestos. Lo que no mencionan es que fue un reconocimiento ganado en circunstancias que aún no están claras. Algunos sostienen que fue a través de una guerra de demandas masivas a funcionarios públicos, chantajes, robo de papeles y espionaje. El clip termina dando la bienvenida a todos los interesados en aprender más. Se encienden las luces: se acabó la función. Los únicos tres espectadores salen del cuarto, unos más confundidos que otros.

—¿Qué te pareció? —pregunta la mujer, una trigueña entrada en sus treintas. La alegría se filtra en su voz.

—Muy interesante —contesta uno de los jóvenes.

—Mucha información —replica el otro. Los dos están allí por primera vez.

            Salen de la habitación. Bajan tres pisos. En cada uno de ellos las paredes están repletas de afiches tan coloridos y detallados como los de las películas taquilleras. La mayoría tiene frases motivacionales, pero en algunos se leen cosas como: somos la IAS -las siglas en inglés de Asociación Internacional de Cientólogos- “Audaces. Intrépidos. Resueltos”, o consignas que piden ayuda para lograr la diseminación planetaria. No es raro encontrar carteles publicitarios de libros escritos por Hubbard.

            En la planta baja del edificio Los Ángeles, llamado como la calle en la que se encuentra, está la entrada a la Organización Dianética de Caracas.  Es apenas una de las muchas iglesias de la cienciología establecidas internacionalmente. La sede principal se radica en la ciudad californiana de Los Ángeles. Coincidencias oportunas. O no. En la recepción de la iglesia está Andrés, el hombre moreno que invitó a los dos jóvenes al cuarto 101. Le sugiere un libro al muchacho de los modales finos: Cienciología, los fundamentos del pensamiento. El ejemplar tiene un cómodo precio de 5800 bolívares. Decide comprarlo. Es apenas el primero de los libros que tendrá que leer para entrenarse en los saberes de la dianética. El joven sale de la iglesia con su nueva compra. Tiene una sonrisa en el rostro. Quizá sea el comienzo de una nueva vida para él. Con mucho esfuerzo podrá superar los más de treinta niveles de conciencia que hay en el puente hacia la libertad total, como se le dice a la tabla que  indica los grados jerárquicos hacia la salvación. Si se entrena lo suficiente, subirá de nivel. Sin embargo, algo de dinero podría facilitar las cosas. Para alcanzar un nuevo grado es necesario tomar cursos y seminarios que, por supuesto, tienen un precio. Sin embargo, los mercaderes de la fe ofrecen descuentos y facilidades de pago para alcanzar el estado más puro de conciencia.

            La planta baja de la iglesia  es multifuncional: hay oficinas, incluyendo la de L. Ron Hubbard. En cada congregación de cientólogos es indispensable tener un rincón dedicado a él. Es una reinterpretación moderna y corporativa del altar. Tiene un cordón de seguridad que protege el espacio sagrado dedicado al Comodoro, apodo que se ganó LRH luego de comandar una pequeña flota de seguidores suyos a través del mar Atlántico. Al final de la habitación hay un púlpito algo desgastado. En la pared que está detrás hay una gigantografía de Hubbard. En el retrato se aprecia cómo el hombre sostiene con su mano izquierda un globo terráqueo. La sala está colmada de estantes con libros: Cómo tener un bebé alegre, Cómo salvar un matrimonio, Cómo superar los altibajos o Cómo mejorar las relaciones son algunos de los títulos disponibles. Las tapas de los ejemplares son de colores metálicos y tienen ilustraciones muy detalladas sobre los asuntos que tratan. El estilo de los dibujos es variado: algunos recuerdan a los que se ven en La Atalaya, famosa revista de los testigos de Jehová; otros parecen sacados de operetas espaciales. No es casualidad. Hubbard fue un escritor prolífico de historias de sci-fi  antes de convertirse en el padre de una religión multimillonaria. Espiritualidad y ciencia ficción se entrelazan.  También  se cuela algo de autoayuda. Una quimera de la posmodernidad.

—¿Por qué estás interesado en la cienciología? —le pregunta Andrés al estudiante.

—Porque no sé en qué creer —afirma el joven. Su voz apenas se escucha. Sus ojos verdes se pasean por los volantes que están dispuestos en el escritorio de la recepción. De entre todos los coloridos y extravagantes folletos, el que más resalta es el único en blanco y negro. El volante dice: “Análisis de Capacidad Oxford. Haz el  test de personalidad más preciso y confiable”. El carácter gratuito del mismo llama la atención. Pide hacerlo.

            Andrés le entrega al muchacho un formulario de preguntas y un lápiz. Las instrucciones dadas son muy sencillas: asegurarse de entender y contestar cada pregunta; completar el test para conseguir los resultados; no permanecer demasiado tiempo en una pregunta. Las respuestas posibles a las doscientas preguntas son sí, a veces y no.

—Si ves que no te puedes concentrar, me avisas y te movemos a otro sitio —le dice amablemente Andrés al estudiante de mirada nerviosa. A su lado está sentada una niña que dibuja garabatos y canturrea para sí misma. Al frente tiene  un orador.  Desde el púlpito sermonea y arenga a aproximadamente diez personas. Son las cinco y media de la tarde; a las seis cierra la iglesia. Quedan dos centenares de preguntas por delante.

            El joven se dispone a llenar los datos antes de empezar. Apenas levanta la mirada, ve que los ojos de Andrés se posan sobre él. También los de una muchacha pequeña y de rasgos andinos. En realidad el análisis de capacidad Oxford es una de las herramientas principales de reclutamiento de cientólogos. Son varios los psicólogos que han advertido que la prueba se utiliza con fines poco éticos para manipular a quienes la toman. Se les da un mal resultado a los participantes y luego se les acepta en la iglesia para que mejoren a través de los cursos que ofrecen. No se ha podido comprobar la confiabilidad del test.

            Luego de responder todas las preguntas, el joven se levanta resuelto para entregarle el formulario a Andrés. Este se lo da la muchacha andina para que interprete los resultados. La computadora está ocupada, tendrán que esperar hasta mañana. El estudiante se dispone a irse, pero es interrumpido por Andrés antes de cruzar la puerta:

—Carlos, deberías venir mañana a las once  para asistir a nuestro servicio dominical. Así también podrás ver los resultados de la prueba. Hasta mañana —agregó Andrés. Su rostro inexpresivo empieza a dibujar una sonrisa amable.

—Gracias. Hasta mañana —contesta el estudiante.

            Son las seis de la tarde. El joven cruza el umbral de la puerta y se encuentra en la calle Los Ángeles. Está justo al lado del centro comercial Sambil. Hay  niños pequeños mendigando comida, enfermos pidiendo dinero y peatones alertas a posibles ladrones.

En la iglesia todavía hay gente. El sermón del día no ha terminado.

—Ustedes son más que humanos al estar aquí —asevera el orador. Está parado en el púlpito. Se le ve animado. El público aplaude efusivamente durante casi un minuto. Concluye la sesión de hoy.

***

Los mercaderes de la fe

            Son las once de la mañana del  domingo. En la Organización Dianética de Caracas no hay nada más que dos personas sentadas frente al púlpito: un sujeto pálido y de pelo largo; y Carlos, el estudiante. Ambos esperan que comience la sesión dominical.  Las vigas de madera, las paredes y los pisos blancos le dan un aspecto religioso al salón. El sitio tiene un cierto aire a iglesia evangélica. A la izquierda del podio, un mueble en reparación sostiene un aviso de papel que dice: “Baje la voz. Estamos en sesión”. A unos dos metros del podio hay una puerta de madera.  De ella sale una mujer de mediana edad. Es una morena gruesa de cara amable. Está muy maquillada y tiene el cabello negro y liso.

—¡Buenos días! —exclama con entusiasmo la mujer.

—Buenos días —contestan al unísono los dos hombres.

            La mujer se para en el púlpito y se presenta. Su nombre es Maigualida Obañez; es capellana y llevará el servicio del día.

—Aquí les vamos a explicar la verdadera historia de la Cienciología y haremos unas actividades bien chéveres para aquellos que están empezando— anuncia la oficiante. Dice que ha practicado la religión desde hace mucho tiempo y que recientemente regresó de su estadía en Los Ángeles. Estuvo entrenando durante una década en la sede principal de la organización. La ministra ostenta el grado de “recorrido de sol radiante”. Parece ser el título de un milenario sabio oriental.

             Obañez empieza a escribir rápidamente en un pequeño pizarrón.  Ahora le habla al público como si fuera una maestra de primaria dictando clases:

—Primero: un filósofo escribió una filosofía sobre el espíritu. Segundo: a la gente le pareció interesante. Tercero: la gente descubrió que funciona. Cuarto: la filosofía crece —relata Obañez. La manera de hablar de la capellana recuerda a la del narrador de  la película que se muestra en el cuarto 101 de la iglesia.

            La ministra no para de sonreír. Los feligreses, que han llegado tarde y ahora ocupan todos los asientos dispuestos en el salón, le devuelven el gesto. El hombre rosado también les sonríe a sus seguidores desde el pendón que está detrás del púlpito. La capellana se aclara la garganta.

—Vamos a leer el credo de la iglesia. Es uno de los textos más hermosos que he conocido: nosotros creemos que todos los hombres, cualquiera que sea su raza, color o credo, fueron creados con los mismos derechos. Que todos los hombres tienen derechos inalienables a sus propias prácticas religiosas y a la realización de estas —recita la capellana. En ningún momento menciona que la cienciología considera a los homosexuales como enfermos.  Continúa leyendo el credo.

            La expresión de la capellana se torna más seria. Su voz mantiene el tono cariñoso de maestra de primaria. Mira a sus feligreses. Están completamente concentrados en la pequeña y robusta mujer parada detrás del púlpito.  Ahora ojea un libro tan corpulento como ella misma, de tapa de cuero,  hasta encontrar justo lo que andaba buscando. Abre sus labios carnosos y los enjuga con saliva. Traga grueso.

—¿Han oído a hablar de los mercaderes del caos? —inquiere Obañez.

—No —responden algunos.

—¡Sí! —replican los demás. Son mayoría y están seguros de lo que dicen.

            El glosario de cienciología define a los mercaderes del caos como “aquellas personas que tienen como profesión el transmitir, proporcionar o promover malas noticias, confusión y desorden. Mercaderes son personas que compran y venden productos básicos por dinero. Por extensión, son personas designadas para, o que tienen un interés particular en, alguna actividad específica, o que hacen de eso una profesión”.

—El mundo está lleno de mercaderes del caos. Están los periodistas, que llenan los diarios de información negativa. Lo único que leemos son las cifras de muertos. Los políticos también riegan el desorden. Las empresas farmacéuticas crean adictos a sus drogas. También los hay en nuestro entorno. A veces hay mercaderes del caos incluso en nuestra familia —advierte Obañez. El mundo que retrata parece estar lleno de gente con malas intenciones.

            Los feligreses se exaltan. Parecen estar todos de acuerdo. Carlos prefiere callarse. Está nervioso.

—A menudo se nos dice que somos una secta cerrada; que lavamos cerebros y secuestramos gente. Los reporteros hablan muy mal de nosotros. No es así. Aquí la gente viene porque quiere —asegura la oficiante. Los ánimos están muy turbados en el salón. Hay numerosos documentales que demuestran las prácticas ilegales que ha mantenido la iglesia de la cienciología: abuso de derechos humanos, acoso a disidentes, filtración de documentos, escuchas telefónicas, entre otras. Sin embargo, los feligreses creen que todas esas acusaciones son falsas.

            La cienciología sostiene que su influencia es tranquilizadora para el entorno. Un individuo que se conoce a sí mismo  es capaz de mejorar su ambiente. A los mercaderes del caos no les conviene un mejor mundo, por lo tanto, son los antagonistas de los seguidores de Hubbard. En los medios se habla de la cienciología como una secta misteriosa ligada a celebridades como John Travolta y Tom Cruise; de cómo destruye familias y estafa a la gente.

            Obañez termina su discurso en defensa de la organización. La capellana está vestida con una chaqueta deportiva que complementa sus gestos grandilocuentes. Podría decirse que, a veces, parece una dirigente política consumada. Se deslastra de su personaje anterior y asume cualidades de recreadora infantil.

—Ahora vamos a hacer una pequeña  dinámica. Se llama procesamiento de grupo. Ustedes aprenderán a estar aquí y ahora. ¿Tienen un piso? —pregunta la capellana.

            Algunos devotos tocan el piso con sus pies. Clac. Clac. Clac. Al comienzo son pocos quienes zapatean.  Hay risas nerviosas. Más personas se van uniendo a la actividad. Obañez sigue preguntando si hay un piso. Los feligreses responden dando patadas contra el suelo. Cada vez suenan más duro. Clac, clac, clac, clac, clac. Lo único que se oye en la habitación de trescientos metros cuadrados es el ruido de los pies contra el piso. La escena podría resultar cómica. Parece un juego infantil. La ministra interrumpe la orquesta  de zapatazos.

—¿Tienen una cabeza? —pregunta la mujer.

—¡Sí! —gritan todos, pero es posible que alguno se pregunte si la perdió.

—Pues balancéenla—ordena la ministra.

            Todos obedecen. Las cabezas de los asistentes al servicio dominical se mueven como un péndulo. Nada más se concentran en esa simple tarea. Pasan tres minutos y la gente sigue realizando la misma acción.

—¡Muy bien! Ahora cuando yo diga: “Gracias”, ustedes responden: “Gracias”. Recuerde que ninguno de ustedes puede retirarse del lugar hasta que no termine la sesión. ¡Gracias! —indica la capellana.

            Empieza el contrapunteo de agradecimientos. La situación promete ser absurda. La gente pronuncia la palabra de las maneras más variadas. Los feligreses suenan tristes, molestos, sorprendidos, risueños, hambrientos, asustados, enérgicos, cansados, entusiastas, iracundos. Hay todo un despliegue de expresividad que termina en el éxtasis. Todos los asistentes se encuentran en un estado de exaltación pura.

—Perfecto. Estoy segura de que se sienten mejor ahora. ¿Dónde están? —pregunta Obañez. El sudor rezuma de su rostro. Está agitada.

—¡Aquí y ahora! —claman los devotos. A pesar de que son menos de quince personas, sus aplausos colman toda la sala. La sesión dominical finalizó por hoy.

                Carlos cruza la puerta de la Organización Dianética de Caracas. Está estremecido por la pasión de los cientólogos; su fervor lo confunde y asusta. Le gustaría preguntarle al narrador barítono cuál es el verdadero precio de un mundo sin  crimen, sin locura, sin enfermedades.

*Este es uno de los mejores trabajos de la cátedra de Narrativas periodísticas híbridas, de la concentración Periodismo, que cursan los estudiantes de la carrera de Comunicación Social, en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB).

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