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La Esgrima desde París Carolina mia

(%=Image(5010897,»C»)%) Es inútil tratar de escribir desde este lugar sin repetir los lugares comunes que alimentan el mito duro de una París que lo deslumbra a uno en algún momento de su estadía o de la vida. Por ejemplo, redacto esta crónica un domingo por la tarde de luz esplendorosa (perdón por la cursilería) en un triángulo dorado: desde mi pequeñísima mesa redonda observo a veinte metros el Café de Flore; enfrente ya encendieron las luces rojas de la Brasserie Lipp y el Deux Magots sigue recordando a Simone de Beauvoire y a Sartre, en una decoración sin cambios, en todo caso, lustrada como un viejo zapato que no nos atrevemos a tirar a la basura. Por aquí han pasado todos aquellos personajes que pueblan el imaginario admirativo de quienes hurgamos en la vida de intelectuales y artistas como Giacometti y Picasso, quien dibujaba entre amigos sobre una servilleta cuando vio estacionarse un Ferrari conducido por Luchino Visconti. El italiano, una vez incorporado a la terraza del bar le pidió a don Pablo que le regalara el dibujito. Picasso respondió: regálame el cochecito. De Sicca con espavientos dijo: pero esto lo hiciste hace unos minutos y en pocos segundos. Picasso se le quedó viendo con esa mirada suya que todavía mete miedo: No, este dibujo vengo haciéndolo hace cincuenta años. La respuesta encierra una cátedra de estética. El artista es capaz de concluir una idea en una obra porque entre pecho y espalda y yo agregaría espíritu, ha acumulado siglos de experiencia, asientos de cultura como borras de café; si no que se le pregunte a Jung y sus iluminados arquetipos.

Por ejemplo, esta tarde me di cuenta que no he dejado de viajar en el metro de París desde la primera vez que lo hice, en mis míticos 1973. Y nada ha cambiado allá abajo; uno hubiera podido diluirse en las décadas que median desde entonces, pero la memoria de su circunstancia intemporal convierte a ese medio emblemático de transporte en un pasadizo del tiempo donde la vida transcurre en observación individual o ajena, como si se viviera con la mirada y no con el pensamiento. Lo sabía muy bien Julio Cortázar al idear ese rompecabezas literario de vigorosa belleza que se llama Octaedro, donde en uno de sus cuentos un personaje inolvidable, nuestro reflejo y proyección, se complicaba la vida amorosa con la misma saña, debilidad o prodigio con que nosotros hemos diseñado la nuestra. Claro que el metro parisino también es un personaje en su novela mayor, Rayuela, que mostró el envés de la piel de los latinoamericanos que sufren y gozan en una ciudad, tal vez la primera del mundo donde surgió ese clima de sentimientos exacerbados y contrarios que se llama cosmopolitismo; la atmósfera creativa que congregó en París a una pléyade de artistas, escritores, y pensadores, que fundaron escuelas de ejecutar, intervenir el pensamiento, la pintura, la poesía, por citar solo tres de las disciplinas más florecientes de esta tierra, abonada la mayoría de las veces por la extrema necesidad, por la penuria o por el abandono. Por eso cada uno tiene su París y lo vive de manera indivisible o lo muere vaticinando como Cesar Vallejo. Para mi comenzó a materializarse en las páginas de Cortázar, durante un verano de hace 34 años en que atravesé el Pont des Arts y desembarqué en la rivera izquierda del Sena por el arco diminuto del Quai de Contí, donde la Maga debería aparecerse como virgen laica y civil. Y exactamente a unos pasos de allí me deparé por primera vez con Carolina. Tenía cinco años; ahora se acerca a los cuarenta y de qué manera, deslumbrante. Carolina no ha cambiado nada y no es una frase amable. Mi afección por ella, para utilizar un eufemismo más tolerable al umbral de celos de mi mujer, ha venido acrecentándose a medida que pasan los años y cumplo mi cita anual con ella en París, a sesenta pasos desde el pasadizo secreto de la Maga, por una callecita que pueblan galerías, cafés y hotelitos tan exclusivos que nunca he podido alojarme en ninguno de ellos. Por allí abundan también bistrós de alto spleen y esnobismo donde los bonitos y las bonitas francesas se dan cita para alimentar egos sin control y sin medida.

A Carolina la he ido admirando conforme el cuerpo del tiempo pasa sobre su piel y la transforma en sí misma, mientras la mirada de los años cae implacable sobre nosotros. Uno envejece, y ella no lo hace a nuestra manera. Se vuelve adulta a su modo, como los mármoles griegos y romanos que se adentran en la antigüedad de una belleza clásica y por lo tanto, en una vigencia de tersura constante y corazón. La diferencia con la Carolina es lo bruñido, lo bruno de su piel de bronce, como diría Darío o el propio Nervo, llorosos; ambos genios de nuestras letras perdieron la ocasión de su existencia pero no su premonición poética. A finales de los noventas, si no me equivoco demasiado, sufrió una fractura de peroné, criminalmente provocada por un rapiñador. Un día faltó Carolina de su base de ninfa. Un desaprensivo había tomado la decisión arrebatada de adorarla desde la cercanía de su imposible posesión. Vándalo o enamorado, es lo mismo- la sustrajo de la vida pública, no mal entender con licenciosa- para su apreciación única y solitaria, esa fea manía de la pasión a ultranza. El bello bronce que le ha dado vida a la Carolina fue arrancado de su pedestal. Al año siguiente la habían repuesto, sin más. Nunca supe los pormenores. El ladrón había dejado atrás, casi entero, el pie izquierdo sobre su pedestal.

El padre de la Carolina es un tal Marcello Tomasi, artista tal vez de origen italiano. Una vez revelado mi culto, favor de llevarle flores vivas: Square Gabriel Perné, esquina Rue de Seine con Mazarine.

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