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Sofía cumple 90

Supe de Sofía antes de conocerla. A días de llegar a Caracas a mediados de los setenta, mientras almorzábamos en el Jaime Vivas, ansioso por meterme en el corazón a esa ciudad que me asaltó con su deslumbrante calidez y su insólita generosidad un amigo me dijo: “si no visitas el Museo de Sofía no conoces lo mejor de Caracas”. Ya estaba seducido por Caracas, por sus atardeceres apacibles y ruidosos de grillos y sapitos, por el frescor de sus amaneceres y por la radiante y bulliciosa alegría que brotaba de todas sus esquinas. Lo que ni siquiera imaginaba es que en medio de la barahúnda, la gritería y el tráfago de una vitalidad arrolladora, Caracas fuera el centro cultural más desarrollado, atrevido, vital y pujante de América Latina y contara con dos extraordinarios museos: el de Bellas Artes y el de Arte Contemporáneo. Llevaba el nombre de una periodista tan afamada como osada, dura e intransigente, polémica y desenfada, culta y multifacética llamada Sofía Imber, la “dueña del museo” que mi amigo me recomendaba visitar.

            Lo visité no una, dos o tres veces: comencé a visitarlo en cuanto el tiempo me lo permitía. Lo mismo que hacía en München, cuando viviendo en la Türken  Strasse estaba a dos pasos de su extraordinaria Alte Pinakothek, uno de los mejores museos de arte clásico del mundo. O en Berlín el Museo de Dahlem. Éste no tenía nada que envidiarle a ningún museo de arte contemporáneo del mundo. Y desde luego no tenía parangón en América Latina. Allí disfrutaba de Braque, de Miro, de Kandinsky, de Vasarely, de Picasso y de lo más valioso de la creación artística europea, norteamericana y latinoamericana del siglo XX. Allí conocí a Soto, a Cruz Diez, a Cornelis Zitman, a Otero, a Jacobo Borges, a Vigas, a Zapata y a los más grandes creadores de una Venezuela privilegiada por la luz y el color que ya encontrara en sus grandes pintores, escultores y arquitectos las obras de la mayor altura de la creación humana: Villanueva, Reverón, Cristobal Rojos, Arturo Michelena. Tovar y Tovar.

            De vez en cuando, paseando por sus bellos espacios, veía atravesar sus amplias galerías a una figura menuda, urgida por tareas impostergables, cargando cartapacios, impermeable a cualquier interrupción que le impidiera llevar a cabo aquello que se traía entre manos: hacer de ese espacio, su espacio, el mejor museo del mundo.  “Ésa es Sofía Imber, la dueña del museo” me dijo alguien. Supe luego que ese museo había comenzado siendo una pequeña galería de medio centenar de metros cuadrados para llegar a convertirse en esa imponente obra de arquitectura y diseño que ocupa miles de metros cuadrados, que alberga una de las más extraordinarias colecciones de arte contemporáneo del mundo y que todo eso era su obra personal. Producto de su fiereza, su porfía, su extraordinario talento y una capacidad rayana en la genialidad para saber reconocer la excelencia de un arte que exige profundidad intelectual, conocimiento y buen gusto.  Era, sin lugar a dudas, su museo. Así nada, ni siquiera una banqueta, fuera de su pertenencia. Era la obra rasguñada al Estado, al mecenazgo de empresarios cultos e inteligentes, al mundo de sus amigos seducidos por el sortilegio de esa mujer tozuda e irreverente, nacida en Rumanía, llegada niña a nuestras costas y convertida en testimonio vivo de la mejor, la entrañable, la eterna Venezuela.

            Quiso el azar de un país prodigioso que me enamorase de una mujer de estas tierras,  a quien por elemental discreción no debo alabar en esta circunstancia. Y que esa mujer fuera una entrañable amiga de Sofía. En gran medida responsable de que todavía estudiante universitaria soltara sus amarras y se atreviera a hacerse a la gran aventura de una deslumbrante carrera artística. Así fue que un día me llevó al Museo de Sofía y de Carlos – así lo llamaba Soledad – lo que me permitió conocer no sólo a la gran Sofía Imber sino también al gran Carlos Rangel. Uno de los intelectuales más cultos, lúcidos, valientes y desprejuiciados que he tenido la suerte de conocer en estos últimos treinta años.

            El resto es historia. En estos noventa años de Sofía no puedo menos que agradecerle a la vida por haberme permitido conocerla y disfrutar de su generosa amistad. Haber gozado de su creatividad. Haberla acompañado en sus grandes éxitos y haber sufrido con sus sufrimientos. Supe como tocado por una revelación relampagueante que la barbarie asomaba sus garras y el país se nos desfondaba para siempre cuando la estupidez cuartelera de un caudillo analfabeta y brutal decidió arrancar las letras de bronce que enseñaban con orgullo la generosidad y grandeza de nuestra democracia: el rencor y el odio de la Venezuela de la barbarie creyó que quitando su nombre podría apropiarse de una obra imperecedera y borrar de la conciencia nacional la grandeza de su creadora.

            Jamás dejó de ser el museo de Sofía. Pronto volverá a ser, en los tiempos de gloria y majestad que se avecinan, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber, MACCSI.

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