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La fuerza de la razón

La doctora Helena Plaza, miembro de la Academia de la Historia, ofrece una visión ilustrada e ilustrativa del período republicano que va de 1830 a 1858, o dicho de otra manera: de la presidencia de Páez a la hegemonía de los Monagas. Enfatiza la historiadora el voluntarismo de estos dos generales de la independencia, con una diferencia: el del llanero era institucionalista y el del oriental, personalista.

Cabe preguntarse por esa sombra caudillista en el marco de una República liberal, que Carrera Damas califica como eclipse de la larga marcha del pueblo venezolano hacia la democracia. Hablo de «sombra» por la propensión de los hombres fuertes en el poder a rendir un tendencioso culto a las constituciones y el orden jurídico. A la hora de violarlos se envuelven en una obsesiva y ociosa maraña de sudorosos requilorios en el infructuoso -por burdo- intento de revestir de legalidad los atentados contra el estado de derecho y la libertad. ¿De dónde viene esa mala y perniciosa costumbre? La independencia de los EEUU no necesitó de caudillos, y el que pudo serlo, Washington, optó por repetir a Cincinato al devolver su espada al Congreso, una vez concluida la gesta militar. El hombre optó por someterse a las instituciones por muy débiles que todavía eran, antes que apropiarse del poder como un juguete suyo.

La historia venezolana crítica ha resaltado los numerosos momentos de voluntarismo centralizador y caudillista del propio Libertador, que terminaron decretando su resignada renuncia al poder ante el Congreso, en el albor de 1830. Bolívar fue un gran líder, un hombre de enormes méritos acumulados, pero su visión centralista del poder, su inclinación al poder vitalicio y la dictadura y su reluctancia al «desorden de los de abajo», mancharon de alguna manera su brillante trayectoria y su servicio como principal conductor de la emancipación de la América hispana.

¿Cómo explicar de otra manera que la separación de Venezuela de la unión colombiana contara con tan masivo respaldo, incluso de antiguos amigos y compañeros del gran caraqueño? El fatalismo parece querer instalarse en tantas y buenas conciencias que atribuyen a la dirigencia opositora la permanencia en el poder de un gobierno tan atrozmente fracasado como el que atormenta hoy a los venezolanos de todas las pintas. Sus aspiraciones personales, su deseo vehemente de sentarse en la silla presidencial, les haría perder la perspectiva: angustiados por el falso rival interno, malbaratan el enorme potencial de cambio que se manifiesta en el país, debilitando y dispersando la gran y posible victoria democrática.

Hablo de «falso rival interno» no por considerar pecaminosa la competencia entre los líderes de la disidencia, incluidos aquellos que en el bloque político gubernamental se han convencido de que el asunto no es defender un régimen indefendible, sino unir a los venezolanos para rescatar al país, sin sacrificar diferencias, ideologías y creencias. La convivencia en diversidad no implica dejar de competir y debatir, pero sí supone hacerlo en la forma más civilizada posible. ¡Que las corrientes reales disputen rescatando las moribundas reglas democráticas! Esas reglas han sido apabulladas por la contumacia represiva de una élite oficialista ahíta de mando y enemiga jurada de los derechos del hombre y las libertades fundamentales.

El naufragio del viejo modelo del estatismo insaciable, los asfixiantes controles, la diabólica destrucción de las capacidades productivas que como nunca antes (y digo bien: «nunca») han hecho de Venezuela una vulnerable economía de puertos, dependiente de un solo producto, uno solo, del cual obtiene algo más del 90% de la moneda dura que le permitía hasta hace un par de años sobrevivir importando.

El año se inicia con pronósticos alarmantes. Las variables que tocan la carne de los venezolanos de cualquier bandería alcanzarán alturas de vértigo y el gobierno no tiene idea de lo que deba hacer bajo el aguacero.

Más de una vez escuché decir a José Vicente Rangel que no temía a las malas noticias porque el pueblo es estructuralmente olvidadizo. A mi juicio ese rasgo puede ser bueno y malo. Bueno, si alude al olvido de las malas costumbres de las burocracias que plenan los rincones de la política. Malo, si lo que se destierra de la memoria es el valor de sanas lecciones históricas.

En 1958, la unión de cuatro maltrechos partidos se hizo cargo de una feroz dictadura militar decidida a conservar el poder con la fuerza militar, las botas claveteadas y la tortura más infame. Poco antes de forjar la alianza democrática, esos partidos se odiaban. Betancourt, Villalba, Caldera y Pompeyo estaban recíprocamente cargados de rabia. La rivalidad entre Leopoldo, Capriles y Henry Ramos es una minucia en comparación. Cuando Jóvito y Caldera se reunieron en Miraflores con el coronel Carlos Delgado Chalbaud, el perseguido Rómulo se sintió traicionado, y así lo recordó en la primera edición de su obra clásica Venezuela, política y petróleo, pala- bras retiradas en la segunda. ¿Y eso por qué? Porque la vida les impuso la unidad.

Todos querían legítimamente la presidencia pero ninguno lo hubiera sido sin alianza contra el dictador.

La MUD, los disidentes extra-MUD y los líderes mejor posicionados se habían engolfado en una pugna ácida sin sentido de prioridades. Afortunadamente sus más recientes declaraciones anuncian al confundido país que hay un techo para cobijarse de la tormenta, un eje unitario dispuesto a asumir la dirección de Venezuela; de hacerlo con y para todos, sin retaliaciones, sin venganzas.

Es la fuerza de la razón, que al final prevalece para que la vida marche.

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