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Pan para mañana

A riesgo de ser marcada con la letra escarlata del “optimismo suicida”, sigo apostando a que nuestro país saldrá con bien de la grosera estación en la que está detenido. Referencias propias y ajenas demuestran que por más confuso que luzca el panorama social, económico y político de una nación, la convicción de cambio de líderes y ciudadanos ha contribuido a desatascar las inercias que atajan la rueda del progreso. En ello, por supuesto, se juega más que un simple deseo, más que una ferviente oración o una remota (pero yerma) metralla de reclamos: pues también es cierto que sin gestos de movilización efectiva y concreta por parte de la sociedad civil, esa transición hacia la recuperación de la democracia a partir de un punto de giro en las condiciones objetivas (el hecho desencadenante) sería imposible.

Topamos aquí con la palabra cuyo uso y abuso produjo antes tanto escozor: la transición (esa secuencia de eventos políticos e institucionales que, según sugiere la joven transitología política, generan un cambio sin colapso desde un régimen a otro a lo largo de un período variable de tiempo) supone generalmente un escenario de presión social y polarización cebado por el malestar de una mayoría que, habiendo perdido la confianza en el sistema y su dirigencia, se resiste a seguir siendo gobernada en esas condiciones. En ese sentido la transición se emparenta con la crisis política: pero no son lo mismo, definitivamente. Para que haya transformación, salto significativo –en forma y fondo- de una situación a otra, debe darse ese elemento de resistencia y movilización colectiva cuya expresión da impulso originario al mecanismo del cambio. Su acción, naturaleza y alcance variarán según las condiciones en que se produzca, sin duda, pero en el caso de Venezuela –siempre que una inesperada circunstancia no desfigure la cara del futuro que aguarda a la vuelta de la esquina- parece estar claro: ese “hecho desencadenante” está asociado a las próximas elecciones parlamentarias. He allí, pues, el turning point de esta convulsa trama, el punto de giro democrático que, en medio del hacer autoritario del régimen y sus instituciones, marcará el estreno de nuevas secuencias en esta historia.

Si bien es complejo definir patrones en cuanto a las dinámicas transicionales, y a pesar de la negación de cierto cinismo ilustrado, nuestro caso arroja cierta luz. En medio del desconcierto que impone la dudosa identidad del régimen (refugiado en la retórica democrática, pero claramente autoritario en su proceder, lo que nos hace víctimas de fórmulas políticas híbridas) el derecho al voto, con todo y sus deformaciones, se ha preservado como herramienta de legitimación del poder: esto es, contamos aún con marcos institucionales que abren la opción de continuidad o término de un gobierno. Eso hace que la vía del cambio pacífico (y con el menor costo en términos sociales, en país que, además, hoy muestra renuencia a marchar o enfrentar la represión en las calles) fruto de una fuerza endógena de presión ciudadana y útil para evitar la total regresión democrática, sea posible. Como en el caso polaco, cuando la oposición al gobierno de Jaruzelski organizada en el Comité Ciudadano de Solidamosc ganó todos los escaños del Parlamento y todos menos uno de los puestos del restablecido Senado en las elecciones de 1989 (conquistando así ascendencia formal para impulsar cambios en otros ámbitos) la irrupción de una fuerza tranquila ofrece bordar una nueva inflexión en nuestro devenir. En ese marco, y de imponerse una nueva mayoría, la reconfiguración de fuerzas en la Asamblea facilitaría el arranque del futuro proceso de transformación institucional capaz de incorporar efectivamente a sectores de oposición excluidos de la toma de decisiones, de configurar un real sistema poliárquico y pluripartidario, de reconstruir el tejido social, (promesa de eventual recuperación del Estado de derecho) o de destrabar el ejercicio de la voluntad popular.

En lides del nuevo acomodo de la cohabitación, la gradualidad y la negociación jugarán un rol crucial. Eso, aunque deslice como papel de lija en algunos oídos, es tarea que no podemos eludir. Desde hoy toca disponerse para el agobio de “la mañana siguiente”, en el beligerante paisaje que enfrentará ese nuevo parlamento de convicción democrática y pluralista. Aun navegando con vientos a favor de la Unidad, en “la hora del realismo y el duro despertar” como la bautiza un amigo tuitero (certeza que no debería quedar fuera del discurso responsable de los líderes y del buen entendimiento de los electores) habrá que hacer sacrificios. Para ello será prudente convocar un coro ancho de voces de todos los sectores de la sociedad civil, en suerte de gran Pacto Social. Sí: todo sugiere que vendrán nuevas crisis tras ese primer paso hacia un cambio global, eso es seguro. Pero a fin de asegurar el “pan para mañana” es prioritario no perder la vista del bosque: hacia esa sólida mejora apunta cada uno de los esfuerzos del presente.

@Mibelis

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