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El socialismo: De aquí a la eternidad

No sobreviven en estos tiempos de descreídos más que dos creencias. Como lo son las verdaderas creencias: absolutas, indiscutibles, definitivas, excluyentes, invasivas, eternas. La más antigua, la primera de todas las creencias que en el mundo han sido, es la creencia en la existencia de Dios. La más reciente y posiblemente por ello mismo la más porfiada y virulenta es la creencia en la victoria del Socialismo. Aquella afirma que Dios existe. Ésta, que el socialismo será el inexorable e inevitable destino final de la Historia. Hagan los hombres lo que a bien tengan, el destino final de sus afanes será el triunfo del socialismo. Si la creencia en la divinidad ha sostenido a los hombres en sus miles de años de existencia, la segunda los ha llevado por la calle de la amargura desde octubre de 1917.

No conozco mejor definición de las creencias, que la que nos diera Ortega y Gasset en El Hombre y la Gente, cuando se refiriese a la diferencia ontológica entre las ideas y las creencias. Las ideas, decía el filósofo español, se las tiene y su movilidad permite que uno las adquiera o se deshaga de ellas por medio de un mero acto de voluntad. Las creencias nos anteceden: nacemos en ellas, y nos hacemos conscientes estando en ellas. El ejemplo que nos da el filósofo español es fascinante: nadie se asoma cada mañana a la puerta preguntándose si el mundo estará allí, como siempre. Así son las creencias: el mundo que nos espera cada mañana detrás de la puerta. Sólido, fijo e inmutable. Existe en nosotros sin que siquiera nos hagamos cuestión de ello. Esa creencia inmutable, para los comunistas, consiste en creer en el inevitable éxito de sus esfuerzos. Así la realidad se lo desmienta todos los días: conducen inexorablemente al fracaso.

Cuenta Jorge Edwards en el libro de memorias sobre Pablo Neruda que he comentado anteriormente – Adiós, poeta… – de las atroces dudas que asaltaron al poeta poco antes de su muerte, mientras era embajador de Salvador Allende en Paris, sobre las injusticias del socialismo para con sus grandes figuras, entonces cebada en contra de Nikita Kruschev. Acababa de morir, lo habían enterrado en la más absoluta clandestinidad y daban con ello vuelta a la página de los atroces crímenes de Stalin. Lo visita un intelectual húngaro que le trae las últimas novedades de tras la cortina de hierro, y ante la indignación del poeta por la ingratitud soviética hacia Kruschev, el húngaro, un funcionario comunista, evidentemente, exclama asombrado: “- ¡Pablo! –¡Quand même, le socialismo va triompher!” “¡Pero Pablo, de todos modos el socialismo va a triunfar!”.

Lo leo casualmente mientras sigo los detalles de la visita de Barak Obama a La Habana. Con el pleno y absoluto convencimiento de que esa creencia, mucho más que una certidumbre, se revuelve en los intestinos de Fidel y Raúl Castro, encrespada por el odio, el resentimiento, el rencor y la ira ante el hecho de verse obligados a recibir en su miserable pedazo de socialismo terrenal al enemigo jurado de Dios y los hombres, al demonio en persona, al satanás de las barras y las estrellas. Al presidente de los Estados Unidos. La nación que se cruzó en el camino de la Unión Soviética y la obligó a pisar el polvo de una derrota de categoría teleológica: el socialismo no venció. Fue derrotado. De una vez y para siempre. Y lo que sobrevive es una farsa hambrienta y desesperada que no sobrevive sin robarle la comida a alguien. Por ahora a los venezolanos. Sepa Dios mañana.

Es la creencia que alimenta las vísceras de los comunistas venezolanos del Aparatschick, agentes de los comunistas cubanos y esclavos de sus designios, pocos pero suficientemente siniestros como para entregarse a Fidel Castro en cuerpo y alma pegándose a la inmunda cola de sus creencias. Sirviéndose de las armas de la tiranía para administrar la satrapía. Es, seguramente, la creencia de Nicolás Maduro y algunos de sus esbirros. Deben jurar que el socialismo triunfará, así estén ahogándose en el detritus de su inevitable fracaso. Absurda creencia que será observada con horror e impotencia por quienes tienen las armas pero carecen de la grandeza.

Cuando el húngaro en cuestión afirmaba que el socialismo vencería, ya su decadencia aceleraba el paso hacia la debacle final. Como que el mismo Neruda le replicaría a su vez: “Yo tengo mis dudas.” Hablamos de mediados de 1973. Que el socialismo fracasó y ya nada podrá revertir la aventura de su fracaso es certidumbre de niños de pecho. Pero se revuelca iracunda en las entrañas de los Castro y su castrismo. ¿Por qué en Venezuela la oposición no decide de una buena vez, después de 17 años de farsa pos fracaso, enterrarlo hondo, bien hondo, como para que sus aullidos se pierdan en las profundidades del Caribe?

No tengo la respuesta. Temo que no exista.

@sangarccs

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