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El declive del capitalismo

En el legado del alemán Karl Marx, en el siglo XIX, fue definir el sistema capitalista como un modelo que no precisa de individuos cultivados, solamente de hombres formados en un terreno ultra específico que se ciñan al esquema productivo sin cuestionarlo; al igual que en la religión, el hombre es dominado por el producto de su propia cabeza, en la producción capitalista lo es por el producto de su propia mano y la familia burguesa se basa en el capital, en el lucro privado; la producción capitalista no es simplemente la producción de mercancías, es, esencialmente, la producción de plusvalía. Y el capital es trabajo muerto que, al modo de los vampiros, vive solamente chupando trabajo vivo, y vive más cuanto más trabajo chupa; los hombres, afirma Marx, contraen determinadas relaciones de producción que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales.

La pregunta que surge de tales afirmaciones de Marx es: ¿podrá sobrevivir el capitalismo al constante desmembramiento de la condición humana para erigirse como emblema de desarrollo y progreso? ¿Es el progreso una categoría adecuada para justificar el capitalismo? En este punto es necesario ahondar, desde una postura marxista, las posibilidades que tiene el capitalismo de triunfar en la coyuntura global en la que hoy gravitan los países desarrollados.

Tal como expusiera el economista belga Ernest Mandel (1923-1995), hay problemas teóricos que hoy colocan en el tapete la sustentabilidad del modelo capitalista en los próximos cien años. Se trata, en primer lugar, de los efectos que aún tiene la sociedad capitalista del boom de la posguerra, el cual se caracteriza por la combinación económica y política, que ha dado paso a momentos de crisis donde la desvalorización del capital en gran escala, guerras mundiales, hoy con un ingrediente terrorista activo, o retrocesos históricos del proletariado, constituyen las condiciones para el inicio de una onda larga ascendente.

También está el problema de la falta de estrategias para afrontar las fuerzas productivas que crecen y generan crisis en los esquemas de producción. Ya no es solamente producir, es cómo orientar esa producción para que responda a las necesidades del colectivo. La estrategia, según expone Mandel, aspira develar las reglas para funcionar el Estado con la Economía, para transformar la ley del valor, y entender que no basta con mencionar la declinación del capitalismo para entender cómo funcionan sus leyes en esta etapa. En el capitalismo no hay una tendencia a la caída absoluta del salario, hay una declinación del salario relativo, pero es absurdo, destaca Mendel, suponer que un obrero norteamericano y/o europeo, viven peor actualmente que en el siglo pasado. La economía capitalista se desarrolla polarizándose entre los sectores de los trabajadores que viven cada vez mejor y sectores de los trabajadores que viven marginados, especialmente los desocupados y en los países del tercer mundo, pero no existe ninguna teoría consistente de la pauperización absoluta.

En otros términos, está el debate entre el capital productivo versus el capital improductivo, como si hubiera hoy un capitalista que especula y otro austero al que habría que apoyar. El capital financiero se muestra dominante, pero sin avizorar nada sobre los problemas que realmente hay, porque no se puede negar en la crisis actual del capitalismo, hay una tasa de explotación donde el nivel de los salarios y las ganancias, es cada vez más asfixiante y depredadora, tanto en países con índices bajos de inflación como en países subdesarrollados, consumidos por la deuda y la improductividad de su sistema económico nacional.

Y entre todos los problemas, el que agudiza la existencia del capitalismo global es el de la mundialización. Ésta se refiere a las estrategias económicas del Estado, las cuales modelan un discurso económico que se hace operativo pero que a su vez cumple una función demagógica, porque tiene la intención de justificar los fracasos y exacerbar los aciertos.

Recientemente el filósofo alemán Jürgen Habermas, expresó que nunca pensó que “…el populismo derrotaría al capitalismo” en el concierto de la Europa moderna. Y es que el gran agente distorsionante de los valores del capitalismo global, son los modelos mesiánicos de liderazgo que han promovido las democracias. No se trata de luchas ideológicas o religiosas; no es un problema de fé, sino de carisma, de hacer real el “efecto espejo” de las necesidades y carencias de una masa humana, reivindicadas en sendos discursos propagandísticos. En tiempos de crisis, destaca Habermas, cuando se encuentra bloqueada la equidistancia entre mercados y ciudadanos, los políticos deben tomar partido y restituir la toma de decisiones al ámbito ciudadano: “No se trata únicamente de una cuestión de democracia, sino de una cuestión de dignidad…” El mundo se debate en una visión posdemocrática que concentra el poder en un cenáculo de jefes de gobierno que imponen sus acuerdos a los parlamentos nacionales y no auspician, como debe ser, un proceso que integre a los ciudadanos y los haga parte de ese modelo económico que tiene que ver con sus vidas y con sus aspiraciones en un mundo civilizado.

Habermas propone una concepción republicana del Estado, concebido como una comunidad ética centrada en el bien común, en defensa de la participación ciudadana y preservando las libertades, como expresión de la voluntad política. En ese Estado, bajo la égida de la soberanía popular, se repliega sobre los procedimientos democráticos y la implementación jurídica de los liderazgos, en un modelo de inclusión y diálogo que lleve a la economía a espacios consensuados de intercambio y negociación.

El declive del capitalismo global se producirá, inevitablemente, si persiste la ausencia de intercambio, el cual sugiere escuchar las partes y satisfacer sus necesidades; y de negociación, la cual no tiene nada que ver con establecimiento de pactos o concesiones de derechos logrados, sino con la delimitación de un respeto en donde se den consensos y se determine criterios claros de convivencia en un Estado que prescinda del populismo mesiánico y se vuelque hacia la institucionalidad y las leyes.

El populismo, como ha sucedido en Latinoamérica, ha oxidado el piso de la legitimidad; en Europa y Oriente Medio, ha creado banderas nacionalistas manchadas de sangre y violencia; en Estados Unidos de Norteamérica, ha minado la credibilidad en el sistema democrático y está impulsando una globalización acelerada por factores que promueven el consumo y la distorsión de valores: el desarrollo de una Revolución Científico Técnica, el crecimiento de la exportación del capital, el crecimiento del comercio internacional, y el incremento de la actividad del capital financiero. Es decir, se está priorizando lo material por encima de lo humano y ello acarreará un final donde las “reglas de juego”, sean juego.

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