Opinión Internacional

Imágenes de un encuentro

“Ella existió sólo en un sueño
y él es el poema que el poeta nunca escribió
Y en la eternidad los dos
unieron sus almas para darle vida
a esta triste canción de amor.”
Triste canción de amor. Alex Lora

Se extinguía un día que había sido particularmente complicado. Las presiones laborales, los compromisos académicos, las cuestiones de logística familiar, sumados al trayecto en una carretera sinuosa y desconocida durante la noche, estallaron en la espalda, en el cuello y en las sienes.

Como otras veces, llegaba a un lujoso cuarto de hotel que la hospedarían apenas unas horas antes de iniciar actividades en la mañana temprano. Para qué tanto lujo si no podía disfrutarlo; para qué, si no tenía con quien disfrutarlo. El cansancio era tan grande que ni siquiera tuvo tiempo de entristecerse.

Con movimientos mecánicos desempacó. Sobre una de las camas había un arreglo de toallas retorcidas, algo parecido a dos cisnes que se besaban. ¿A quién se le habría ocurrido poner semejante adefesio? Sintió un gran enojo, y con furia desarmó lo que consideraba un adorno de mal gusto.

¡Dos cisnes de toalla besándose! ¡Qué cursi y qué ridículo!
En realidad no quería pensar en la soledad que como parásito la acompañaba incondicionalmente. Y los cisnes se burlaban de su situación.

Cayó rendida por el sueño.

La mañana siguiente le devolvió la vitalidad y el buen humor, y con renovado ímpetu trabajó el día completo con sus asesorados, inyectó ánimo, trasmitió seguridad y fortaleza; fue asertiva y precisa en sus comentarios.

En el camino de regreso al hotel que la albergaría otra noche más, se sintió satisfecha. Al abrir la puerta de su cuarto, no sólo el mamarracho de los cisnes la esperaba. También una botella de champagne helado y dos copas. Claramente, la tarjeta indicaba que había una equivocación. No era para ella, por eso exigió que retiraran el presente a la brevedad, y también les entregó las toallas que por obra de manos maestras representaron cisnes.

Otra vez se amargó. Como si no fuera suficiente con la carga de su involuntario aislamiento, aparecían signos que lo hacían irrefutable, dolorosamente presente, despiadadamente irónico.

El baño la reconfortó. Luego de saltar de canal en canal sin entusiasmo, apagó el televisor y la luz, se acomodó de lado con los ojos cerrados y sonrió.

Tal vez pudiera sacar provecho de la botella de champagne que por equivocación estaba en la habitación, y evitar así su frustración.

Aún con sus ojos cerrados vio como él se acercaba. Vestido de blanco y descalzo, con un andar pausado, pisando con cuidado, como si flotara. Casi no sonreía y le costaba mantener la mirada, signo de una timidez que el tiempo respetaba. La camisa suelta flotaba sobre el cuerpo delgado y bien formado; los botones desabrochados dejaban ver el inicio del pecho, que se movía acompasadamente con su respiración.

Sentado en el borde de la cama sirvió el champagne, sus manos eran alargadas, huesudas. Al chocar las copas, también rozaron sus manos. Era la primera vez que sentía su piel. Y bebieron sorbos cortos, mientras se miraban en silencio.

No habían planeado el encuentro. De pronto estaban juntos, luchando entre el deber y el deseo, pidiendo que el arrebato ocurriera sin que los dejara pensar.

Eran dos personas buenas que, en la inmensidad del mundo y de las palabras, encontraron un espacio común, un lenguaje para compartir, una historia coincidente y afortunados nombres que anunciaron el arribo del uno para el otro.

Ella nunca lo vio en persona, nunca tocó su piel ni miró en lo profundo de sus ojos; sólo una vez escucho su voz a través de la distancia. Sin embargo, él estaba ahí esa noche, conteniendo la respiración y mordiendo su labio inferior nerviosamente. Y ella estaba ahí, recostada mientras bebía en la penumbra de la solitaria habitación de hotel, evitando preguntas, con su mano en la rodilla de él.

Nunca antes se vieron. Sin embargo, se conocían. Sabían de sus cargas culturales, de su moral, de las contrariedades de lo ineludible.

Sin hablarse, y con la complicidad de los cisnes de toalla, decidieron ser consecuentes con sus principios y evitar daños colaterales.

Finalmente, dejando las copas por la mitad, él se recostó a su lado, y la recibió en el hueco de su pecho. Y besándola en la frente le dijo: “Duerma, yo la cuido”.

Lo que otros pudieran considerar un encuentro anodino se convirtió en la noche más feliz para ella, con los sentidos exacerbados por su cercanía irreal, oliendo el perfume que jamás olería, tocando la piel que jamás sería suya.

Despertó sonriente y plena, consciente de que él estuvo allí, aunque no estuvo, rescatándola del abismo de la nada… aunque fuera por una noche.

14 de febrero del 2008

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