Opinión Internacional

Reforma del Estado y autoritarismo

Si algo había claro a finales de los 80 era la necesidad de reformar un Estado elefantiásico, incapaz de cumplir con sus funciones básicas y, por el contrario, dedicado a aplicar políticas populistas de corto plazo que buscaban cumplir promesas imposibles para economías pequeñas y carentes de recursos.

La reducción del Estado -que no desaparece sino que se reduce para tener una presencia real y eficiente donde su intervención sí es necesaria- debe ser entendida como una inversión urgente para intentar combatir la pobreza y promover el crecimiento económico. Se privatiza para obtener recursos que permitan, por ejemplo, desarrollar una adecuada política educativa a mediano plazo o fomentar una administración pública independiente y profesional que no sea cambiada con cada nuevo gobierno.

De igual forma, se busca desarrollar instituciones independientes que den a los ciudadanos la posibilidad de exigir sus derechos frente al Estado, evitando abusos que generen inestabilidad, y que permitan una fiscalización adecuada del uso de recursos públicos. En términos burdos, reformar el Estado puede ser comparado con una familia que, apostando por el futuro, vende el garaje y alquila un cuarto de su casa para darle una buena educación a sus hijos.

Un cambio de mentalidad de todos los actores involucrados es esencial para lograr esta reforma. La coima, el clientelaje, el juez corrupto, el fiscal timorato o el funcionario politizado son ejemplos de resistencias estructurales a los procesos de reforma. Douglass North, Premio Nobel de Economía 1993, ha llamado path dependance o dependencia de la vía a este apego a pesadas y costosa tradiciones que las comunidades deben superar para estar en mejor capacidad de pelear la batalla por obtener mejores niveles de vida.

El Gobierno señala que éste es el enfoque del programa de reforma que aplica desde hace diez años. Ello dista de ser cierto. Ha realizado avances importantes en la modernización de la administración pública y ha simplificado normas que dificultaban la inversión privada, pero no ha enfrentado el problema estructural de nuestra tradición autoritaria.

Por señalar algunos casos, los recursos se usan para construir obras de pomposa inauguración pero que no aseguran una real inversión a largo plazo, los ministerios son copados con personal politizado que no es precisamente el más técnico y capacitado para sus funciones y el Poder Judicial no goza de autonomía frente al poder político.

Luego, la fiscalización del uso de recursos públicos, ya sea por parte del Congreso, la Contraloría o el Ministerio Público, es inexistente o dirigida contra aquellos que no gozan de la simpatía del Ejecutivo. La población no se entera sobre la procedencia de los sueldos de asesores ocultos y no conoce las declaraciones de narcotraficantes procesados en absoluto secreto, quedando una sensación de impunidad y corrupción antes que la prometida transparencia.

Soy un convencido de que los reformadores no tienen la capacidad para serlo si parten de esquemas autoritarios. La mano dura latinoamericana genera ineficiencia y subordinación de lo técnico a los gustos políticos. Ello porque el autoritarismo no tiene programas ni objetivos claros cuando corre peligro su permanencia en el poder, cediendo al populismo de toda la vida.

Sin embargo, desde la sociedad civil seguimos soñando con el caudillo bueno y es probable que, cuando el actual caiga en desgracia, busquemos otro líder carismático adecuado a esos tiempos. El problema es que cada vez será más difícil volver a intentar el cambio. El Perú, como la familia del ejemplo, ya no tendrá un nuevo garaje que vender ni tampoco el dinero que obtuvo por él. Al parecer, este capital, que debería haberse invertido en la esperanza, se habrá gastado esta vez en una actividad tan inútil como pintar cerros y muros.

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