Opinión Nacional

Diálogo entre diferentes

No he cedido un solo instante en mi oposición frontal al régimen Chávez-Maduro y a su obsesión por instalar en Venezuela – de espaldas a los tiempos– una sociedad comunista, bajo dependencia cubana; sobre todo en un momento en que Cuba hace lo indecible por zafarse de su ominosa y precaria existencia.

La experiencia democrática, buena o mala, con sus virtudes y defectos, sólo se cuece en los hornos del diálogo entre diferentes. Bajo un diálogo, eso sí, con severos límites morales; pues en la democracia no todo es debatible, menos aquello que conspire contra su esencia o busque relativizar la dignidad humana conforme a las adhesiones políticas.

He expresado mi preocupación por la fractura que vive el país, pues impideaún que los venezolanos contemos con un denominador cultural y social mínimo, que nos identifique como tales, más allá de tener todos una misma cédula de identidad.

De un lado están quienes adscriben a la razón de la fuerza y aceptan que sus espacios de libertad son el producto de una puja social o el beneficio que se alcanza a través de la astucia o el sometimiento de quienes se mueven en ese territorio cenagoso de las autocracias o las dictaduras de mayorias. A principios del siglo XX se les llamaban deterministas o materialistas. Y en el otro, quienes siguen apostando, como en 1810 y 1811, o acaso en 1830 y en 1961, a la fuerza de la razón como fundamento de la convivencia y del reconocimiento por todos a la igual dignidad de los diferentes. Sus adversarios los llaman racionalistas románticos en tiempos de Juan Vicente Gómez.

De modo que, más allá de las etiquetas y de quienes se benefician del actual estado de cosas, esgrimiendo convicciones revolucionarias de ocasión como lo hacía Antonio Leocadio Guzmán en 1867: “toda revolución necesita bandera”, lo que en el fondo subyace es lo anterior; la dual cosmovisión que se nos siembra, en un caso de manos de Simón Bolívar y en el otro delos Padres Fundadores de 1811, que no ha encontrado solución satisfactoria. En defecto, cabe repetir, de esos intersticios en los que rigen los paradigmas del constitucionalismo democrático, a partir de 1830 durante 17 años, y luego de 1961,durante cuatro décadas sostenidas por el “pacto” entre partidarios distintos.

Ninguno de estos dos momentos de excepción, por cierto, es hijo de asaltos no consensuados del poder. Y para sostenerse, hasta hacen posible que sus enemigos les destruyan desde adentro; pues la debilidad de la democracia reside, justamente, en su virtud, la perfectibilidad cotidiana.

Bajo la Constitución de 1830 pudieron los Monagas llegar al poder para asesinar al Congreso, acelerando los espacios de la cruenta Guerra Federal. Tanto como apoyados en la “moribunda” de 1961 los revolucionarios de hoy se hacen del poder, para destruir a la misma Constitución que les permite ejercerlo “democráticamente”. Optan recorrer el manido camino de la inestabilidad constitucional; esa que da lugar a 24 constituciones en menos de 200 años, y casi siempre para asegurarle al “gendarme necesario” su poder omnímodo, hasta que la Providencia se lo lleva.

Pues bien, llegará el momento de discutir y resolver al respecto, lo que es crucial para el porvenir de Venezuela; que no es ni será fácil pues se trata de alcanzar un equilibrio – no un sincretismo o centrismo de laboratorio – que permita acercar otra vez a esas perspectivas diacrónicas: una, por lo general, abrazada por nuestros hombres y mujeres de armas y defendida por algunos escribanos o ilustrados a su servicio; otra, profesada por quienes no tienen más recurso que su voz y sus argumentos, y que por lo mismo, vestidos de paisano se mueven en una lógica opuesta, la del pluralismo, resultándoles más compleja la unidad.

En fin, con vistas al diálogo – cese de hostilidades – que recién le impone la violencia a Venezuela – 200.000 homicidios y el de una Miss Venezuela – obligando a los actores y sectores del país mirarse en la cara, cabe decir que el mismo será saludable si acaso parte del reconocimiento recíproco del carácter raizal de la cuestión: revolucionarios o no, todos tenemos derecho igual a ser y existir como personas, en paz y libertad.

De ordinario el diálogo jamás tiene como propósito acabar con las diferencias. Su razón de ser es reunir a diferentes, en donde lo común al principio es la mesa, y al final, quizás, el encuentro de una razón común para sostener las diferencias sin que medien las armas o el atropello.

Por lo pronto, prefiero que ese diálogo sea abierto, en el Palacio de Miraflores. Me preocuparía que tras el argumento del diálogo ocurran – según los mentideros – encuentros furtivos entre cómplices, entre gallos y medianoche, incluso con quien dice que jamás se reuniría con fascistas y oligarcas.

 

 

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