Opinión Nacional

Nuevo cambio de rumbo

Ante la fría respuesta del gélido míster Pitt, ante la realidad de sentirse arrojado al mar sin siquiera previo aviso, ante la dura realidad que le decía que no había sido sino un miserable tornillo en una enorme máquina, y un tornillo desechable, además, don Francisco de Miranda se topó con la realidad de que estaba, de nuevo, en el vacío. Sus planes se habían convertido en castillos de arena que el mar inglés trocaba en amorfos montones regados por una playa fría y demasiado vasta.

Miranda, al parecer, finalmente obtuvo una cantidad más o menos respetable por sus gestiones ante Pitt, “mil doscientas o mil trescientas libras”, nos dice Caracciolo Parra Pérez en su libro sobre Miranda en Rusia, pero esa cantidad (cuyo recibo vio Thomas Paine en 1793) no sólo le aliviaría la situación, sino serviría para que lo acusaran de aventurero y agente de Pitt, y por cierto no venezolano sino mexicano. Otra vez la “jetta” de que hablaba Picón Salas, o aquello de que personas civilizadas como nosotros no deben creer en la existencia de las brujas, pero… de que vuelan, vuelan.
El 20 de septiembre de 1791 le escribió de nuevo a la emperatriz Catalina II. Le habla de unos papeles muy interesantes para Rusia, que le había hecho leer un señor Drummond. Se trataba de unos papeles escritos por el Mariscal Francis Edward Keith, escocés nacido en 1696 y muerto en Prusia en 1758, en campo de batalla. Había participado en una rebelión en 1715, por lo que se vio obligado a escapar a Francia. Luego de servir en los ejércitos de Francia y de Rusia, en 1747 entró al servicio de Federico el Grande, rey de Prusia, que lo ascendió a Mariscal de Campo y lo nombró gobernador de Berlín. Luego de actuar en la Guerra de los Siete Años, murió en la batalla Hochkirk. El 9 de septiembre de 1785, luego de asistir a las maniobras militares prusianas, Miranda y su amigo el coronel Smith vieron una estatua del Mariscal Keith, que calificaron de grandiosa.
Pero no todos los ingleses son tan canallas. El antiguo gobernador Pownall le envió, el mismo día 20 de septiembre, una carta que dice mucho: A mí –se queja– que he experimentado en mi propia carne la ingratitud e injusticia del gobierno, no me extraña la respuesta definitiva que V. debe haber recibido. Pero cuando reflexiono sobre mi caso y contemplo el del señor Hastings, veo el de V. con la misma claridad, y por tanto no singular. Un gobierno como el nuestro, con fallos en sus poderes constitucionales, debe construirse a sí mismo en cada momento y situación ante un poder artificial y corrupto. En política como en física, sólo hay dos poderes: el que impulsa y el que atrae. Nuestro gobierno, más aún la comunidad de la nación en su conjunto, está animado desde lo más bajo hasta lo más alto por el principio de atracción. Ahora bien, en el momento en que cualquiera (aunque haya sido el miembro mejor y más beneficioso para la sociedad y el Estado) deje de ser solicitado por los que gobiernan, él o sus servicios dejan de ser considerados, como si nunca hubieran existido. Y entonces, los ministros sólo piensan en cómo quitárselo de encima, haciendo que se canse o provocándolo para que cometa alguna imprudencia que, en apariencia, les justifique para abandonarlo. Si no pueden hacer nada más, harán que se sienta atosigado por aquellos a los que sirvió. Confío en que nada de esto ocurra en su caso. Sin embargo, tengo miedo. Flaco consuelo para quien ya había experimentado el frío rechazo que describe en antiguo gobernador.
Una semana después, Miranda le escribía al príncipe Potemkin, con la misma historia de los papeles del célebre Feld-Mariscal J. Keith. Y dos días después hacía lo propio con Bezborodko Secretario de Estado, etc. Preparaba el camino de vuelta hacia Rusia, lo cual le acarrearía, en octubre de 1792, una acusación de haber actuado como espía de Catalina, proveniente del mismo personaje que le había hecho leer los papeles, el tal Drummond.
En esos mismos días (fines de 1791) recibió Miranda una amable carta de su viejo amigo y compañero de viaje (por los caminos prusianos), el coronel William S. Smith, cuyo suegro, John Adams, era en ese tiempo Vice-presidente de los Estados Unidos y en 1796 se convertiría en el segundo Presidente de aquella nación. Nada de extraño tendría que la amabilidad de Smith le haya sembrado en la mente la idea de ir a buscar en Estados Unidos lo que no había conseguido en Inglaterra. Pero eso sería un capítulo muy posterior de la historia que se estaba escribiendo en su vida. En el capítulo de 1791 había una sola posibilidad muy clara, que era la rusa. Luego aparecería la francesa.
La posibilidad rusa, sin embargo, no debía ser muy atractiva, y parecería que sólo llegaría a ella en último extremo. Catalina lo querría junto a ella, como amante formal o como ex-amante. Como amante formal tendría mucho poder hasta que la gran señora se consiguiera otro, pero no conservaría el poder, como el rey de Polonia o Potemkin, porque no sólo no era ruso, sino que era católico. Y como ex-amante sería lo mismo, pero menos importante. Esa posibilidad era, paradójicamente, equivalente a una castración.
La posibilidad francesa, a pesar de su opinión real sobre Francia, tiene que haber madurado en su pensamiento con mucho más fuerza y mejores razones. Lo de “detestable nación” podría aplicársele a la Francia anterior a la Revolución. Desde que se produjo la Revolución, en la cual había muchos elementos importados de la América del norte, o reimportados al estilo de lo que ya se hacía entonces de traer materia prima, trabajarla y devolverla a su lugar de origen como producto terminado. Miranda, aunque pudiese pensar ya que podría conseguir ayuda en los Estados Unidos, no podía dejar de pensar que los Estados Unidos no querrían ni aceptarían una nación respetable, ilustre y digna de ser el aliado íntimo de la potencia más sabia y célebre de la tierra, cuando esa potencia era Inglaterra. Estados Unidos preferiría, y los hechos lo demostraron, muchas pequeñas naciones, débiles, dóciles, domeñables, para ser, simplemente, un patio trasero en donde se pudiera hacer de todo, hasta marranadas, sin que los vecinos honorables se diera cuenta.
Definitivamente, y a pesar de todo, la posibilidad francesa era la más lógica. Aunque supusiera un cambio de rumbo capaz de hacer que el buque naufragara. Era preferible arriesgarse a ese naufragio que quedarse varado en la arena rusa o, peor aún, en alguna granja inglesa, rodeado de cerdos y gallinas que hacían ruido cuando se acercaba un lobo o una zorra, sin saber que el lobo o la zorra, en realidad, no vendrían por los cerdos o por las gallinas, sino por los restos de aquel extraño español americano que alguna vez había sido mencionado en los periódicos.
Era preferible, y así lo decidió, convertir su vida en un azar.

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