Opinión Nacional

Los tiempos que corren

“Cuán presto se va el placer
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.”
Jorge Manrique

NO PUEDE HABER PAZ SIN JUSTICIA

Cualquier tiempo pasado, nos decía Unamuno, no fue, es mejor, tiene que hacérsenos presente; y presentársenos de tal modo, recién salido de la sombra: dado a la luz de nuevo. Este alumbramiento presente de lo pasado, esta mejoría que le da o le presta, haciéndolo presente, nuestra imaginación actualizadora, ¿podríamos interpretarla como historia o como poesía? Que la historia y la historia puedan ser una sola cosa, es lo que afirmó Lope: afirmando que todo puede ser uno por esa misma identidad.

Más verdad y más hondura hay en la poesía que en la historia, según el aforismo aristotélico. Que la historia se verifica únicamente por la poesía es cosa que ha parecido bien a muchos poetas, como “el engañar con la verdad” que dijo uno de ellos. La historia poética se tuvo muchas veces por verdad engañosa: como la poesía histórica. Muchos creen que no puede haber historia sin poesía ni poesía sin historia. Si no hubiese nada que hacer: pero tampoco tendrían nada que hacer los poetas. Tiempo y tiempos. Los tiempos que corren, que se dice popularmente, los tiempos que corremos, ¿corren como las aguas del río? ¿Para ir a dar en la mar del morir como nuestras vidas temporales? La temporalidad, la historia, es como la viva verdad, esencial o sustancial, para la poesía, se nos dice. Esta sustancia temporal, pasajera, le da su más honda resonancia humana -y por expresiva paradoja- permanente, a la mejor poesía. La de la Coplas famosísimas de Manrique, según Machado, evidencia esta razón o pasión de ser temporal de la poesía. Y el mismo don Antonio nos afirma -y nosotros seguimos repitiéndolo siempre- que la poesía, por eso, por su temporal, esencial y sustancial razón de ser, es canto y es cuento. Ningún poeta se puede librar, si es poeta de veras, cantar o contar lo que dice, lo que nos dice. Puede trastocar, como también afirma Machado, estos dos términos ineludibles: puede, eso sí, cantar una historia y contar una melodía. Y puede, además, unir una cosa con otra: cantar una viva historia contando su melodía. La poesía es, o se hace, entonces, nos dice el poeta, palabra en el tiempo. Y a esta palabra temporal le llamará otro poeta nuestro, don Miguel de Unamuno, prenda de paz final. Pero recordemos que el poeta de los poetas, el desterrado y peregrino eterno, el Dante, nos dejó dicho para siempre que no puede haber paz sin unidad y que no puede haber unidad sin justicia. Por esto el dantesco Unamuno le llamó a la palabra pacificadora la palabra poética, sencillamente, prenda de la paz definitiva. “Prenda de paz final es la palabra”. ¿Pues entretanto es guerra? Cualquier tiempo pasado no fue mejor, nos dice don Miguel, sino que es mejor. Y al serlo mejor por presente, ¿dejará de serlo por venidero? Si tan solamente de los recuerdos nacen las esperanzas, ¿qué palabra definitiva asume para sí el sentido significado que avalora o garantiza, como prenda, esa paz unificadora y justificativa que promete?
La poesía y la historia podrán unificarse, como quería Lope, cuando puedan hacerse una misma cosa en nosotros y por nosotros solamente. Todo puede ser uno, la poesía y la historia -como afirma Lope-, porque todo puede ser otro: otro uno que yo mismo o lo que me unifica a mí mismo.

Los tiempos cambian. Los tiempos son otros y éstos son ya otros tiempos, solemos decir. Pero también pensamos, si no siempre decimos, o sentimos, aun cuando no lo pensemos, que el tiempo es siempre uno, uno y el mismo o lo mismo; y que el tiempo siempre es, sigue siendo siempre, el mismo. El tiempo siempre singularmente imperecedero y pluralmente fugitivo. El tiempo material es uno. ¡El tiempo material! ¿Y es que hay otro espiritual? Si hay un tiempo espiritual y otro material, serán, entonces, uno y otro, lo que son, por ser uno y otro, recíprocamente, el uno y el otro de sí mismos. Y cada uno tendrá de cada otro lo que deje de tener de sí. La dialéctica de tan peregrina temporalidad podrá denominarse a sí propia espiritualista o materialista según el término que en esa dualidad acentúa. Pero tiempos unos y tiempos otros o tiempo uno y tiempo otro, vienen a ser o parecer, histórica y poéticamente, lo mismo, o los mismos. O los mismos perros con distintos collares: cuando no los mismos collares con distintos perros. Estos collares o cadenas pueden hacérsenos las del destino -o del demonio que diría Calderón-: apretar, suavemente, como las manos de la melancolía de que nos hablara Cervantes. “Los tiempos mudan las cosas”, nos dice el poeta del Quijote: que añade “y perfeccionan las artes”.

Las cosas que se mudan, según Cervantes, puede hacerlas, por el arte o las artes, inmutables. ¿Y qué arte o qué artes, buenas o malas artes, artes mágicas o prodigiosas, son las que tal milagro, por su propia perfección verifican? ¿Las artes poéticas? ¿Y a tales artes las perfecciona el tiempo, las conserva y no las destruye? ”Las artes hice mágicas volando?, responde ligeramente Lope. ¿Pues cómo? ¿Uniendo, unificando la Historia y la Poesía? ¿Y por la palabra, con la palabra, en la palabra?

Para los románticos, cualquier tiempo pasado era mejor por el hecho mismo de serlo. Cualquier tiempo pasado fue romántico. Entre tantas invenciones del Romanticismo, de las que aún vivimos, ésta del pasado, como lejanía en el tiempo, como perspectiva ilusionante que hace posible la escapatoria de la vida por la poesía, tuvo la virtud de descubrirnos el tono histórico, no como un color desteñido sino como un tono musical; y el color local, inventado por el romántico americanista Chateaubriand, si no me equivoco, como resonador máscara del tiempo mismo, como lo había llamado, antes, hacía mucho tiempo, nuestro mayor poeta romántico, Lope de Vega: color de Dios. Por eso lo que los románticos buscaban en la lejanía del tiempo era la intimidad de la Historia: “Lo lejano es lo íntimo”, afirma uno de ellos, en Rusia. Y el posromántico esteticista, el primitivista o prerrafaelista Dante Gabriel Rossetti, nos da en bellos versos la fórmula: todo el pasado de nuestra vida, nos dice, se parece al cielo crepuscular del poniente: “tanto más claro cuanto más lejano”. La distancia en el tiempo, o con el tiempo, toma esa claridad, esa transparencia luminosa de lejanía. Y como dijo un poeta romántico: “Por eso me parece / cada que te veo / que estás mucho más cerca / y estás mucho más lejos”.

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