Opinión Nacional

El paraíso perdido

(%=Image(1016270,»LRCN»)%)»Estoy desfalleciendo hoy por alguien que me poseyó antes que nadie, antes que tú, antes de que fuera una mujer. Pertenezco a una tierra que he abandonado… Sigue escuchando, pon tus manos en las mías, si fueras a seguir en mi tierra nativa un pequeño camino que conozco tan bien, amarillo y bordeado de dedaleras de ardiente rosado, pensarías que estás escalando el camino encantado que lleva fuera de la vida… La canción de los avispones de anillos aterciopelados te llevan y golpean en tus oídos como la sangre de tu propio corazón, subiendo derecho hasta el bosque, allá arriba donde el mundo llega a su fin. Es un bosque arcaico, olvidado de los hombres, y similar al Paraíso, óyeme bien, porque…»

Sidonie-Gabrielle Colette buscó siempre los secretos que estaban en el poder de la evocación y, como sucede con lo mejor de sus escritos, la inspiraban la memoria de su infancia, allá en Saint-Sauveur-en-Puisaye, un pueblito en la región borgoñesa de Francia, que llegaría a simbolizar el mundo perdido de su salvaje inocencia. Una y otra vez, al hacerse mayor y al resurgir de las constantes complicaciones del amor, regresaba al reto de reflejar la magia de este mundo secreto:

«…dame para que puede atraparte mejor, dame delicados creyones pastel, colores que no tienen nombre, dame polvos centelleantes y… No, porque no hay palabras, no hay creyones, no hay colores que pinten para tí, sobre el techo azul violeta bordado con moho bermejo, el cielo de mi tierra nativa como resplandecía sobre mi infancia…»

(%=Image(7725934,»L»)%)Aunque fuera imposible, nadie mejor que Colette ha tenido éxito en transmitir tan agudamente las sensaciones físicas del tiempo recordado. Proust, quien consideró apropiado dirigirse a ella como la «Maitre», hubiera preferido algo más cerebral, pero Colette es insuperable en sus poderes para comunicar su propia conciencia, vibrante y sensual, de la calidad de un momento en la experiencia de la infancia.

Fue a mediana edad cuando comenzó a aplicarse sistemáticamente en la recreación de su infancia, ya con definido propósito estético, y produjo tres libros sobre el tema que deben ser considerados entre sus obras maestras: «La Maison de Claudine», «La Naissance su jour» y «Sido». Aquí su intención es explícita: con toda su familia muerta (menos un hermano), busca «repagarles» por haberle dado una infancia tan rica y feliz.

«La Maison de Claudine» y «Sido» son admirables series de esbozos, una técnica que ella logró llevar a un estado de casi perfección; exalta ciertas imágenes que emergen del pasado, con las figuras principales de su madre, la incomparable Sido, y su padre, el Capitán; a veces humanísticamente, a veces con piedad filial, pero siempre livianamente y con una fina precisión, y los coloca contra el cambiante trasfondo de la casa y el jardín y el campo a través de las estaciones, todo un kaleidoscopio de luz y color y aromas y sonidos.

El padre de Colette era una especie de figura trágica, audaz cadete que peleó en Crimen y Argelia; perdió una pierna en la guerra italiana; en vez de morir en batalla, como lo pidió, tuvo que adaptarse a una existencia de pobre y terminó como recolector de impuestos en el pueblito campestre de Saint-Sauveur, donde conoció a Sidonie Landoy, rica y joven viuda con dos hijos, a quien se dedicó por el resto de su vida; una vida que probó ser nada más que una serie de frustraciones y fracasos, desde abortados intentos en la política local y escribir, hasta la administración completa de los bienes de su esposa, fortuna que despilfarró en malas inversiones. Pero era alegre y entusiasta, constantemente silbando y cantando arias o temas obscenos de soldados, escandalizando a las matronas del pueblo con insólitas galanterías. Reemplazando su ambición en el mundo de los hombres, su pasión se manifestó en el exclusivo amor celoso hacia su mujer, Sido.

Colette resume esto hermosamente en una imagen que le quedó grabada en la memoria cuando tenía 13 años: la cabeza de su padre doblada en devoción apasionada sobre la mano arrugada de Sido que le entregaba una taza de café:

«Era bueno para mí saber, y hacerme recordar de tiempo en tiempo, esta imagen completa del amor: la cabeza de un hombre, ya viejo, enterrada en un beso sobre la graciosa, arrugada mano de la pequeña esposa.»

En «Sido» la pequeña esposa resulta extraordinaria porque es imposible verla si no es a través de los ojos de la hija, quien siente que le abrió los ojos a los secretos de la naturaleza:

«Su palabra favorita –’¡Mira!’- significaba ¡Mira al ciempiés peludo, igual que un pequeño oso dorado! Mira la primera descarga de habichuelas, el cotiledón levantando sobre su cabeza un pequeño sombrero de tierra seca… Mira a la avispa cortando una pequeña porción de carne cruda con su mandíbula como tijeras… Mira el color del cielo al anochecer que anuncia tormenta y tempestad. ¿Qué importa la tormenta de mañana si podemos admirar este horno? ¡Mira, rápido, el botón del lirio negro se está abriendo! ¡Si no te apuras, te pasará de largo!»

Fue una lección que Colette aprendió tan bien que todos sus lectores están en deuda con Sido; pocos escritores han visto a su alrededor con ojos tan agudos y tan infecciosa capacidad para maravillarse. A la edad de 82 años, hasta el momento de morir, todavía Colette miraba a su alrededor con los ojos deslumbrados, repitiendo «¡Mira!»

Algunos biógrafos han visto en la mezcla de sangre –Sido era una mulata clara- una de las fuentes de la casi antropomórfica percepción –de Sido y de su hija- de las fuerzas de la naturaleza. Sea como fuese, aunque fue educada en el medio ambiente literario y musical de Bruselas, esta sensible y leída joven parece haber encontrado la mayor satisfacción en la vida campestre, convirtiéndose en una especie de espíritu tutelar de plantas, animales, niños y sin duda de todos los desafortunados del distrito.

Es casi con devoción religiosa que Colette describe a esta pequeña mujercita saliendo de la casa hacia el rebosante jardín con sus brazos llenos de harina, ondeando una envoltura de carne para congregar a sus animales así como a los niños, despertando antes del amanecer, estudiando con estática maravilla cristales de nieve, mirando a un afeminado a la cara y riéndose ante su semejanza con Enrique VIII, o contando extraños saberes populares campestres. No era como para sorprenderse que, con tal madre, Colette tuviera una maravillosa infancia, ni que luego la invistiera con tal importancia en sus escritos. Los efectos psicológicos –autoconfianza, fuerza y notable integración- son igualmente obvios.

Colette nació en 1873 y fue educada como los demás niños del pueblo. Se le permitió correr libremente en los bosques y campos, a menudo sola. Compartió el amor de su madre por levantarse temprano, rastreando los comienzos de la vida diaria y sus propios ávidos sentidos, agudamente dispuestos para poseer el mundo virgen que le rodeaba por medio de toque, gusto y olor.

Aún a esta edad estaba conciente de que era una niña excepcional a quien su madre llamaba su obra maestra. Era fuerte y lista, de rápido ingenio, preparada para cualquier alarde o mala palabra, la luz resplandeciente del colegio pueblerino.

«¡No puedes imaginarte qué reina de la tierra era yo cuando tenía doce! Firme, gritona, con mis dos apretadas trenzas silbando a mi alrededor como pestañas de látigo: mis manos enrojecidas, raspadas, con cicatrices, la frente cuadrada como la de los muchachos, que ahora escondo hasta mis cejas.»

Con un aspecto de marimacho, era indómita, ya apasionadamente construyendo su propio mundo imaginario, que era mucho más real para ella que la realidad, mucho más que la religión. En la iglesia se sentaba entre rosas marchitas, soñando con un paraíso propio, poblado con sus propios dioses, sus animales parlantes favoritos, sus ninfas y sus sátiros que aún entonces sentía mucho más maravillosos que cualquier cosa pensada por la cristiandad.

Pero cuando caía la noche, el paraíso podía tornarse en jungla terrible; después de los más salvajes estallidos bravíos habría miedo y repugnancia, y entonces una estampida de vuelta al jardín, el círculo de luz de la lámpara, los perros y los gatos, el regazo de Sido, los libros de su padre.

Leía vorazmente lo que caía ante sus ojos golosos. ¡A los 7 años obtuvo placer particular con Balzac!, placer que nunca decayó. Otra pasión duradera fueron los libros de historia natural, retratos de flores y mariposas como en D’Orbigny; Musset fue una infatuación adolescente, Verlaine otra; y como todo niño quería justo aquellos libros que trataban de ocultarle.

Para esta época, Zolá era el escándalo de moda, y la pequeña Sidonie-Gabrielle Colette insistió empecinadamente hasta obtener su Zolá: cuando llegó a la particularmente desagradable parte del parto, se desmayó enseguida a los pies de su madre. La reacción de Sido fue característica: «¡Ese Zolá! ¿Por qué tiene que meter su nariz en esas cosas? Eso no es asunto de hombres. De todas maneras, así no es que es la cosa.»

Lo que había inquietado a la niñita no fue tanto el detalle físico sino el violento impacto de comprender que ella, que era más fuerte e inteligente que la mayoría de los niños, era una pequeña fémina y tendría que someterse a cosas como esta: «Me sentí incrédula, amenazada en mi destino como pequeña fémina.»

Este fue, de hecho, el comienzo de lo que iba a constituir durante los próximos 30 años, uno de sus mayores problemas, y sin duda otro de sus temas dominantes en sus escritos: ¿cómo un ser humano excepcional se adapta a sí misma a la carga tradicional de ser una mujer en un mundo predominantemente masculino? Su sentido de privación y humillación en ser forzada a intercambiar la orgullosa independencia de su infancia por una inevitable debilidad femenina es agudo, y constantemente campanea. En «Les Urilles de la vigne» ella lo acompaña con un particularmente doloroso ritmo:

«Pero lo que he perdido, Claudine, es mi buen orgullo, la secreta certidumbre de ser una preciosa niña, de sentir dentro de mí misma el alma extraordinaria de un hombre inteligente y una mujer capaz de amar, un alma apta para hacer estallar mi pequeño cuerpo… Qué pena, Claudine, he perdido casi todo eso, para ser después de todo sólo una mujer.»

Ser sólo una mujer: Colette conservará el eco de tan intenso lamento hasta el fin de su larga vida. Sin embargo, «me precipité de cabeza hacia esta meta común.» Es un problema que se aplica no sólo a las mujeres de genio; y las mujeres lo solucionan de muchas maneras diferentes, pero casi siempre por alguna especie de abdicación, aunque voluntaria: con la más completa explotación de sus talentos o la más completa expresión de su femineidad. Las mujeres de genio son a menudo levemente monstruosas –a George Sand la llamaron «un cementerio»- y, particularmente para los hombres que tratan de imitar, insensibles sin compasión o figuras de diversión.

Para Colette el problema era abrasador. Tenía algo de la mente y carácter de un gran hombre en un cuerpo particularmente femenino y apasionado, y uno de sus triunfos finales fue que –aunque no sin crear muchos escándalos que estaban en su camino por socavar la nociones existentes de lo que una mujer debe ser- ella así los integró para imponer respeto finalmente por su logro en el mismo nivel que un gran hombre, no a pesar de su sexo sino precisamente porque ella había aceptado tan completamente su parte de ser «sólo una mujer.»

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