Opinión Nacional

Los criminales de guerra venezolanos

Desperdigado en el remate libros descubro un texto de excepcional valor, nunca promocionado, mejor dicho, silenciado por las maquinarias propagandísticas. Son las memorias del médico forense Pedro Argenis García Bravo, anatomopatólogo de la morgue de Coro por tres décadas años y testigo de excepción de la violencia política en los primeros años de la democracia venezolana. (“Crónicas de un Médico Forense en la Venezuela Democrática”, Tecnoimpresos, Falcón, 1998. 149 pp.)

El doctor García Bravo relata en primera persona sus vivencias profesionales en el contexto la lucha armada (1959-1969), un oscuro y prolongado período durante el cual policías y guerrilleros mataban civiles inocentes y se mataban entre sí. Con la particularidad que el autor es copeyano (amigo personal del prologuista Luis Herrera Campins), funcionario de los gobiernos de la coalición con Acción Democrática, nacido en la Sierra de Coro –que fue el epicentro de la guerrilla nacional- primo del comandante Douglas Bravo, docente universitario y jefe de esa medicatura forense.

La honestidad y valentía del doctor García me reconcilia con una vieja idea. No todos los actores y coparticipantes del “puntofijismo” fueron directamente responsables de los fallos y contradicciones de semejante período. Adentro y abajo hubo mucho disenso, mucha autocrítica y también mucha víctima anónima. Lo mismo podría decir del “perezjimenismo”, incluso de este nuevo período histórico, el chavismo (proceso para unos, régimen para otros) que por supuesto tiene sus errores y contradicciones, sus héroes y villanos.

El doctor García, precisando tantos detalles que constituye “noticia criminis”, con validez de prueba procesal incluso para cualquier instancia penal, testimonia los excesos de los cuerpos de seguridad estatales en la represión antiguerrillera. Y no lo dice desde una posición confesional (porque él es socialcristiano) ni tampoco como víctima (porque sus familiares, incluido Douglas Bravo, lograron sobrevivir) sino como profesional, a quien le exigían que cohonestara los asesinatos, pretendiendo que adulterase autopsias y disimulara asesinatos bajo la descripción de muerte natural (infarto al miocardio).

En este valioso documento redescubro la Gestapo venezolana, que se llamó Digepol, mucho peor que la misma Seguridad Nacional y con muchas más víctimas a cuestas que Guzmán Blanco, Crespo y Gómez. De la crueldad, prepotencia y absoluta impunidad de ese cuerpo represivo mi familia fue testigo. Una noche de los años sesenta mi padre era cauchero y tuvo la desgracia de atender una patrulla de la siniestra Digepol. Por la mínima contrariedad se lo llevaron detenido, incomunicado, vejado y mientras lo golpeaban también le martillaban el revolver vacío en la sien.

Anoche mismo me preguntaba cuán larga será la lista de la impunidad en aquella época. Ciertamente se vivía una guerra abierta, con víctimas y victimarios en los dos bandos. El Estado Democrático luchaba por su supervivencia y las medidas excepcionales ayudaron a salvar la democracia. Los oficiales, policías y funcionarios que cumplieron su deber son inocentes de todo cargo. Pero los que se excedieron torturando, secuestrando, asesinando y “desapareciendo” civiles inocentes no son más que criminales de guerra.

La Nación Venezolana está en mora con tantos desaparecidos, muertos y torturados. En 1974 el gobierno de Carlos Andrés Pérez ordenó la destrucción de todos esos archivos forenses, las necropsias y actas. Pero los deudos, testigos e incriminados siguen vivos y aún sería posible reconstruir la verdad.

Tras la caída de Pérez Jiménez se hizo un enorme esfuerzo para enumerar todas las víctimas, en tanto sobre estas ha operado un silencio cómplice. La comunidad internacional ratifica día a día la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad. ¿Cómo es que siguen ocultos esos genocidas que bombardearon poblados enteros, que secuestraban familias en pleno? Así como se hizo con los nazis, los yugoslavos y ruandeses, los represores venezolanos de los años sesenta deben ir a juicio, especialmente porque ninguno de ellos ha sido acusado, ni siquiera señalado en público.

El doctor García Bravo reporta una tortura estándar que le aplicaban a la población civil. Les fracturaban el esternón y las costillas, dejándolos baldados de por vida. Estoy seguro que muchos de esos minusválidos aún viven, como también están vivos los hijos y nietos de los desaparecidos. En su anonimia ha influido la absoluta pobreza, el analfabetismo y el nulo interés periodístico y judicial en sus casos. Asumo las consignas tan repetidas del tiempo reciente para proclamar: “prohibido olvidar”.

Los argentinos, chilenos y uruguayos han demostrado que no puede emprenderse el futuro sin antes clarificar el pasado. Debe instalarse una Comisión Nacional de la Verdad que esclarezca cada episodio de la lucha armada. Primero y fundamental: ¿cuántas son las víctimas en total, con nombres y detalles? Porque salían a trabajar y jamás regresaban. Se los llevaban para interrogar y no volvían. Tenemos que llegar a las fosas clandestinas, incluso a los teatros de operaciones y a los antiguos campamentos guerrilleros, porque también en éstos se cumplieron ejecuciones sumarias.

Y que el Estado Venezolano, mostrándose a la altura de la comunidad internacional, asuma la responsabilidad patrimonial por estos crímenes. El dinero debe alcanzar para resarcir tantas familias que quedaron en el desamparo, tantas vidas que fueron sacrificadas en plenitud de condiciones. Si todavía en Europa capturan a los nazis doquier se encuentren: ¿cómo hemos preferido ignorar a nuestros propios genocidas?

Este tema es fundamental para la dramática hora que vive hoy Venezuela. Se impone, claro está, reformar el Código Orgánico Procesal Penal y crear una Policía Nacional. Pero las imprescindibles medidas de política criminal, por las cuales todos urgimos, deben tomarse con clara conciencia de los precedentes históricos. Que nunca más padezcamos policías-terroristas ni volvamos a las desapariciones forzadas ni permitamos la absoluta impunidad que cuarenta años después sigue sin develarse.

Levantar el espeso velo de misterio –o de disimulo- que ha pesado sobre el terrorismo de Estado en los años sesenta, ayudaría mucho a relanzar la democracia. Los diputados que vagan de canal en canal sin tema específico tienen aquí una veta formidable para cumplir auténticamente su rol de representantes populares. Los nuevos dirigentes de los partidos, básicamente los tradicionales AD y COPEI, podrían mostrar su disposición de comenzar de cero, rompiendo con la complicidad silente. Tenemos que orientar trabajos de grado en derecho, en criminología, en historia, en ciencia política y sociología, publicar libros y hacer películas sobre nuestros propios criminales de guerra.

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