Economía

La inflación ya es una enfermedad crónica

Cuando en una economía que tiene estabilidad de precios, algún shock externo o alguna decisión de política económica interna provoca un aumento repentino de un conjunto de precios, ese episodio puede resultar una suerte de golpe inflacionario reversible o, mucho peor, puede constituirse en el inicio de un proceso inflacionario crónico. Lo que determina que sea una cosa o la otra es la política monetaria que sucede al aumento inicial de precios.

Si la política monetaria es restrictiva, de tal forma de retrotraer la economía al estado previo de estabilidad de precios, se puede evitar que la economía quede infectada de inflación crónica. Eso ocurrió en Brasil cuando después de cuatro años de estabilidad conquistada por el Plan Real, sobrevino un golpe inflacionario precipitado por una fuerte devaluación que alcanzó su pico a mediados de 2002, precisamente cuando los brasileños estaban votando para elegir al gobierno de Lula en reemplazo del de Fernando Henrique Cardoso.

Lula, al brindarle respaldo a su Banco Central mientras éste aplicaba una política monetaria restrictiva que llevaría gradualmente a una fuerte apreciación del real, logró que la economía de su país reconquistara la estabilidad de precios. Ello le permitió implementar una exitosa política social enderezada a disminuir los niveles de extrema pobreza.

En nuestro país, la historia resultó, lamentablemente, diferente. A lo largo de poco más de un año desde el último trimestre de 2002, el golpe inflacionario que sucedió al abandono de la convertibilidad comenzó a revertirse gracias a una política monetaria restrictiva que, como en Brasil por la misma época, también condujo a una apreciación inicial del peso. Pero la decisión adoptada por la administración del presidente Kirchner de impedir que continuara la apreciación del peso y comenzar a recaudar crecientes retenciones a las exportaciones para financiar, supuestamente, su política social llevó a que la inflación, lejos de tender a desaparecer, se transformara en una enfermedad crónica de nuestra economía. Como no podía ser de otra forma, la aceleración inflacionaria, lejos de contribuir a hacer efectiva la política redistributiva que pregonaba el Gobierno, pasó a constituirse en el principal mecanismo generador de pobreza e injusticia social.

Como siempre ocurre, al principio la aceleración inflacionaria pareció contribuir a la expansión de la demanda y a la reactivación de la economía. Los trabajadores y jubilados creyeron encontrar en los ajustes de salarios y jubilaciones nominales conseguidos por sus dirigentes sindicales o decididos por el Gobierno un paliativo efectivo al deterioro del poder adquisitivo de sus ingresos. Pero a poco de andar la inflación comenzó a poner en evidencia sus costos económicos y sociales.

Los aumentos de precios y de remuneraciones no fueron uniformes, sino que reflejaron de manera más intensa la diferente capacidad negociadora de los sectores y su variado peso político. El Gobierno debió crear numerosos mecanismos de subsidios a las empresas de servicios públicos o productoras de precios artificialmente controlados. A estos mecanismos de subsidios a empresas con fines de lucro se les sumó la corrupción de los intermediarios, con lo que se hicieron más onerosos e inefectivos. Tendió a desaparecer la inversión productiva de mediano y largo plazo y sólo se llevaron a cabo las de rápida maduración o emprendimientos inmobiliarios destinados a proteger a los ahorristas de la desvalorización monetaria. Desaparecieron los créditos hipotecarios para vivienda al alcance del asalariado promedio y se alentó la compra a crédito subsidiado de electrodomésticos y autos, único mecanismo protector del ahorro del que pudieron disponer las familias.

A pesar de todas estas distorsiones económicas y los costos sociales asociados, hay aún personas y dirigentes que no ven en la inflación el principal problema económico de nuestra realidad porque creen que la política monetaria expansiva y el crédito subsidiado permiten conseguir altas tasas de crecimiento económico que, de otra manera, serían inalcanzables. Esta ilusión se desvanecerá tan pronto como la carrera de los precios alcance a eliminar el fuerte colchón cambiario que crearon la devaluación inicial del peso y el debilitamiento del dólar a escala mundial. Cuando la gente espere que el ritmo de devaluación del peso no podrá ser diferente del de la inflación, las tasas de interés subirán a un nivel superior al de la inflación esperada y se comenzará a sufrir la carrera entre tasas de interés, devaluación monetaria y brecha cambiaria que caracterizó al período de estanflación que sufrimos entre 1975 y 1990.

Para ese entonces no van a quedar dudas de que la inflación es, junto a la inseguridad, la principal enfermedad que aqueja a nuestra sociedad. En ambos casos existen promotores tan diabólicos como seductores. En el caso de la inflación es la emisión monetaria. En el de la inseguridad, la droga. La emisión monetaria y la droga producen durante cierto tiempo sensación de bienestar individual, pero, además de destruir a quienes se tornan adictos, dejan terribles secuelas en el cuerpo social.

Está en la dirigencia política advertir estos peligros y ponerse al frente de la lucha contra estos males. Ojalá el próximo período preelectoral sirva para que dirigentes y ciudadanos tomen conciencia de estos peligros y resulte elegido el gobierno mejor preparado para erradicar estas plagas.

El autor fue ministro de Economía

 

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