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Miedo

Alfredo Maldonado

No es sólo el miedo que un régimen policial y ampliamente militarizado ha difundido entre quienes se le oponen y además tienen el coraje –o la exasperación- para salir a las calles a protestar. El miedo se ha generalizado en estos últimos veinte años, y la más evidente demostración es la creciente fuga de venezolanos, especialmente los más jóvenes, a otros países, miedo a su futuro en un país en el cual dejaron de invertir esperanzas.

O el ansia por cobrar los muy diferentes bonos prometidos por el régimen, ansia que es también el miedo a no recibirlos, a que sean depositados tarde porque el hambre aprieta todos los días y suena por las noches.

El miedo puede ser una estrategia deliberadamente estructurada y aplicada, y lo hemos visto en la primera etapa del castrismo en Cuba, en la represión brutal de los nazis en Alemania y en los países que fueron invadiendo, en la Rusia que se sostuvo por décadas sobre el sometimiento de rusos, polacos, húngaros, checos, eslovacos y otros esclavizados, en el terror asesino de Pol Pot, para sólo citar unos pocos ejemplos.

El miedo es una estrategia humana que se establece en las mentes mucho más que en los cuerpos. Puede ser el miedo al infierno eterno, que unos ignoran, otros guardan por allí en espera de arrepentimientos de última hora, unos cuantos lo han tenido como acelerador hacia misticismos inspiradores y algunas veces hasta repugnantes. O el miedo a la privación de libertad –como llaman los carceleros a las cárceles cuyos candados atesoran-, o a un imprevisto asesino, al atracador inmisericorde, a esa basura humana que despoja, pistola y abuso en mano, de pertenencias relevantes para el atracado.

Pero esa estrategia, como el humo de los fumadores, también contamina a quienes la emiten. Se devuelve, se transforma en miedo Íntimo, hondo pero creciente, de los operadores del miedo público. Porque afirmándose y defendiéndose en las butacas, despachos y autos blindados del poder, también empiezan a ver cómo el mundo se les va haciendo menos ancho, cómo los dineros ganados con el sudor prolífico de la corrupción se les van poniendo bajo controles ajenos, como los placeres de la buena vida por la cual se engarfiaron al poder, cada día parecen menos alcanzables fuera de las fronteras del país y del régimen al cual, les guste o no, lo disfruten o no, están encadenados.

El miedo es cosa seria, una sensación viscosa muy difícil de asir y que siempre se escapa pero no para irse, sino para permanecer ahí, moviéndose alrededor, creciendo en espesor y en ruido, engullendo a los que temen hasta que ya sólo respiran miedo. Y con esa viscosidad en los pulmones, la sangre y la conciencia, analizan menos, crece el nerviosismo, aumenta la torpeza y todo eso los convierte en más peligrosos.

No le temen a la presunta guerra ni a la supuesta invasión, ellos saben que no las habrá. A lo que tienen miedo de verdad, es a las sanciones que no sólo los someten al fastidioso proceso de investigaciones, interrogatorios y juicios, sino que los obligan a ser ellos mismos denunciantes, delatores, a renunciar a parte importante de los tesoros acumulados para transformar a sus familias, empezando con ellos mismos, en protagonistas de películas en technicolor, a aceptar algunos años de cómoda pero vergonzosa y limitadora cárcel “de baja seguridad” (cárcel siempre es cárcel, dice alguien); es decir, le temen a descubrir que todo el mundo sabe qué han hecho y que, aunque disfruten los intereses, también lo sabrán los hijos, los nietos y la conciencia propia.

Aun peor, es el miedo a tener que disimular, a no saber cuál de los que los miran en la calle los reconoce como ladrones o asesinos. Porque de un scratche o acoso te defiende la policía, del escupitajo de un insulto con razones, nadie.

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