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El gobierno haitiano lucha por sobrevivir ante las protestas violentas

Jatzel Román

El 7 de febrero de 1986 huyó hacia el exilio Jean-Claude Baby Doc Duvalier, quien desde 1971 gobernaba como presidente vitalicio, encabezando el régimen iniciado por su padre.

Treinta y tres años después, el pueblo haitiano se ha lanzado a las calles. Multitudinarias protestas por todo el territorio nacional exigen la renuncia del presidente Jovenel Moise, en el cargo desde 2017.

Al analizar las causas del estallido social, es preciso resaltar que se está hablando del país más pobre del hemisferio occidental, con un producto interno bruto per cápita de 765 dólares. Cuando a esta situación ya dramática le agregamos que entre enero de 2018 y febrero de 2019 el gourde (la moneda haitiana) perdió 29 % de su valor, que la inflación se ha mantenido en 15 % y que una auditoría del Tribunal de Cuentas apunta seriamente a la desviación de recursos provenientes del programa Petrocaribe para el enriquecimiento de altos funcionarios hoy oficialistas, lo que tenemos es una tormenta perfecta para la poblada estamos viendo.

En adición a los problemas económicos, Haití sufre por un sistema político poco funcional para su realidad, como el semipresidencialismo francés, el cual frecuentemente paraliza agendas reformistas por los choques partidaristas entre el Ejecutivo y el Parlamento. Más aún, la participación electoral es mínima. Esto se reflejó en los comicios que eligieron a Moise, quien ganó con el 56 % de los sufragios, pero solo 18 % de habilitados fueron a votar, dejándolo con un mandato sumamente débil.

Partiendo de una legitimidad cuestionada, los sectores críticos han descrito al jefe de Estado como lejano y poco dispuesto al diálogo. Este se ha negado a negociar sobre la base de una renuncia, resaltando los diversos gobiernos interinos que ha tenido su país en el pasado y que, según dice, solo produjeron «catástrofe». En cambio, ha buscado dirigir el descontento hacia el primer ministro Jean-Henry Ceant, insinuando que es este quien debe renunciar, de similar modo a lo sucedido en 2018 con la salida de Jack Guy Lafontant por la reacción adversa a la eliminación de subsidios al combustible. El premier esta vez se ha negado a ofrecerse en sacrificio y los protestantes no han sido receptivos a los gestos del gobierno, continuando con las demostraciones crecientemente violentas que incluso llevaron a la cancelación del amado carnaval.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) calcula en 26 los muertos durante febrero y alrededor de un centenar de heridos. Los efectos económicos igualmente se han sentido con hasta una semana de parálisis en la actividad comercial. Todo esto sin señal de avances hacia una salida de la peor crisis sociopolítica desde la segunda caída de Jean-Bertrand Aristide en 2004. Esto ha creado gran preocupación en la comunidad internacional, especialmente en la Organización de Estados Americanos (OEA) y la Comunidad del Caribe (CARICOM), así como en los países donantes o limítrofes como lo es la República Dominicana.

Precisamente este país, donde reside el grueso de la diáspora haitiana y que es el principal socio comercial de Haití, es de los más afectados por la inestabilidad del otro lado de la frontera. En ese sentido, existe un interés especial de que el conflicto se resuelva pacíficamente y se fortalezcan las instituciones de la nación vecina.

Sin embargo, es importante que América Latina asuma un rol más activo, reconociendo que se trata de un problema regional. Una paz duradera estará más cerca si se consigue aunar criterios para la construcción de un Haití funcional, dejando atrás el mero subsidio al desorden y estableciendo en cambio una ruta con metas claras. Más allá de si el presidente Moise logre terminar su mandato o no, los actores internacionales deberán abordar las debilidades estructurales que hacen que estas situaciones se repitan, de modo de evitar el mismo círculo vicioso.

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