Economía

(In)cultura de servicios

Son las 3 de la tarde de un domingo cualquiera, fin de semana con quincena en el bolsillo y niños hiperactivos o amigos sin oficio y deseosos de visitar cualquier franquicia o establecimiento de comida rápida. Con el tiempo Ud. ha entendido que lo de “rápida” es algo demasiado relativo, lamentablemente relativo aquí en Venezuela, ajena de lo que ocurre en otras sociedades o en inteligencias extraterrestres en las cuales “rápido” es “rápido”, y no lento, y no se mide en términos de horas sino en segundos o minutos.

Llega Ud. al establecimiento, y el largo de la cola le hace preguntarse ¿Será que están regalando algo? No. No están regalando nada. Hay cuatro cajas, pero sólo una está “operativa” porque hay dos cerradas (percibe Ud. una telaraña en una de ellas) y en la otra hay dos trabajadores con la gorrita respectiva discutiendo por un asunto quizá relativo a un error, o un faltante, o a una falla técnica, o riéndose de un chiste o de un cuento que sólo a ellos les atañe y que los mantiene alejados, abstraídos de lo que pudieran ser sus tareas habituales, como por ejemplo, sí, atender una caja, o digamos tal vez, tomar un pedido.

Ud. hace la cola, sin más opciones por la presión de quienes le acompañan. Luego de cuarenta minutos, ya está casi en la caja para hacer el pedido de la comida “rápida” y descubre que el cajero, con una cara de aprendiz adolescente  que no la brinca el primo de Bambi, posee una agilidad que se expresa en tres velocidades: lento, muy lento y parado.

Hay tres rejillas en el techo del local de las cuales se supone debería salir aire acondicionado, llámelo fresquito, fresquecillo o airecito frío, pero no, no sale nada, no hay gelidez de ningún tipo, no siente Ud. ni las 43 personas que luchan por acomodarse en aquel lugar ninguna frialdad sino más bien no sólo su propio sudor, sino el del señor de adelante que, meneándose mientras se ríe a carcajadas hablando por celular, le ha salpicado  en su cachete izquierdo. Mientras sus fosas nasales detectan la ausencia de algún vestigio de desodorante en la señora de al lado, y reflexiona sobre su cansancio amargándose súbitamente porque mañana es lunes,  algún zancudo sin oficio le ha alertado, en su nariz, que el calor es el ideal para él hacer su trabajo: fastidiarlo.

–          Buenasstardes-señor-me-indica-supediddo (voz metálica y robotizada con risa fingida a lo Gilberto Correa pero sin 33 cirugías plásticas)

–          Si, me da por favor un combo 3 y un combo 4 con dos papas adicionales.

–          (Movimiento del cajero sobre la pantalla táctil con expresión de un máximo esfuerzo neuronal como quien controla el despegue del Transbordador Atlantis en Cabo Cañaveral) Ehhh…disculpe señor, el combo 3 se nos acabó, y ya no nos quedan papas…

–          Bueno…dame entonces dos combos 4 y sin papas…ni modo (mascando cual chicle la resignación)

Le entrega Ud. su tarjeta de débito con una vana e ilusoria esperanza de que el “punto” funcione y no se convierta en puntos suspensivos, o algún choro-hacker le robe los miserables churupos que allí le quedan, como ya le pasó en tres ocasiones recientes. El punto funciona, y funcionó con las 34 personas delante de Ud., pero no con Ud., que es una estadística residual, casi desechable pero tangible de lo que se denomina en ocasiones filosóficamente hablando “el más pendejo”.

–          Señor…su tarjeta no pasa…se la vuelvo a pasar (con fingida expresión de incertidumbre y extrañeza)

–          ¿Tú me garantizas que  no me va a registrar la compra, aunque indique lo contrario?

–          -(Empleado-aprendiz-adolescente con voz solemne y esquivando la mirada) No señor…no le puedo garantizar eso…pero no tendrá Ud. efectivo?, porque ya se le facturó…

–          Luego de vaciar todos los espacios de su cartera, bolsillos, de hacer una vaca colectiva y de soportar las miradas de sus compañeros de cola que lo ven a Ud. como un muerto de hambre, límpio y pelab…le da el efectivo al cajero y pasa a hacer otra cola para esperar su pedido. Un domingo feliz…sin duda.

Esta escena, con ligeras variaciones se repite demasiadas veces en bancos, taquillas de pago, instituciones públicas, privadas, negocios y en prácticamente muchas de las empresas que poseen un área de atención o venta al público.

No nos referimos aquí a aquellos comerciantes, a aquellos emprendedores que luchan por mantener su negocio o empresa a flote y con niveles de calidad y excelencia importantes, en este diluvio de controles, expropiaciones y regulaciones excesivas que la jurásica ideología pseudosocialista defiende e implementa para aniquilar y acabar de una buena vez, con cualquier resquicio de empresa privada, y con la calidad y la libertad económica que aun queda en el país.

Pero parte del deterioro y de las fallas en muchas de las organizaciones venezolanas, a tono quizá e ineludiblemente conectadas con la coyuntura económica, tienen que ver con un deficiente y de muy baja calidad servicio al público.

La noción de “servicio” supone la realización por parte de una persona de una determinada acción, tarea o actividad, que se traduce en una prestación o en un beneficio o valor agregado, tangible o intangible para quien lo recibe.

Pero la responsabilidad por los malos servicios y una deficiente atención al cliente no recae solamente en los dueños, gerentes o supervisores del negocio o establecimiento. Hoy en día,  son más los clientes y usuarios que optan no sólo por irse, no regresar o hacerle mala publicidad al establecimiento, sino que activamente se quejan y manifiestan su inconformidad.

Debemos todos contribuir y participar, como empresas y mucho más como clientes en evitar que sigamos cultivando, lentamente y en la pasividad de la indolencia, el desgano y la mediocridad, una incultura de servicios.

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