Economía

Subdesarrollo y ayuda externa

Poco antes de asistir a Monterrey, donde se celebraba la Conferencia de la ONU sobre el financiamiento del desarrollo, el presidente Bush anunció un ambicioso plan de ayuda externa, seguramente para caer bien a los mandatarios de los países del tercer mundo con quienes alternó en ese importante foro. Adicionalmente, Bush quiso mitigar ciertas críticas de que EE.UU. es el país rico con la menor proporción de fondos asignados a ayudar a los países pobres (alrededor del 0,1% de su PIB), mientras que el conjunto de países de la Unión Europea asigna normalmente tres veces más a dicha ayuda y en la reciente cumbre de Barcelona acordó aumentarla en una quinta parte.

Sin embargo, a pesar de que el plan Bush representa un cambio sustancial de patrones posteriores a la guerra fría (cuando la ayuda externa fue siempre un arma geopolítica), el generoso paquete propuesto podría causar muchas expectativas frustradas si no fuera aprobado por un Congreso tradicionalmente opuesto a estas erogaciones, ya que significan más impuestos a la ciudadanía. Además, los 5 millardos de dólares anunciados no empezarían a desembolsarse en seguida sino a partir del 2004 y se repartirían en 3 años, lo cual le resta cierto atractivo e ímpetu al plan. Por otra parte, dichos fondos se dividirán entre el medio centenar de países muy pobres y quizás en forma desigual, mientras algunos países reciben desde hace varios años cuantiosas sumas, mayormente usadas para sus esfuerzos bélicos contra terroristas o guerrilleros.

Según los expertos, para que los países pobres empiecen a salir realmente de su ciclo de pobreza, las naciones industrializadas deberían aportar anualmente al menos el 0.7 % de su PIB para ayuda externa. Si vamos a cifras concretas, para cumplir las ambiciosas metas de la famosa Cumbre del Milenio, que apuntaba a una reducción de la pobreza a la mitad para el año 2015, se requeriría alrededor de 100 millardos de dólares anuales, y no las migajas que le conceden actualmente las naciones industrializadas. Esta ayuda debería comprender no sólo nuevos préstamos blandos o donaciones, sino la reducción o condonación de la actual deuda externa, cuyos intereses consumen altos porcentajes de los deficitarios presupuestos del tercermundo. Con esta incongruencias a la vista, cualquier plan se quedaría en buenas intenciones y parece que la meta del milenio difícilmente se cumplirá, como todas las que se fijan cómodamente entre agasajos, apretones de manos y discursos grandilocuentes. Así, hay muchas probabilidades de que cerca de la mitad de la humanidad seguiría sobreviviendo en la próxima década con menos de mil dólares anuales, pues el aumento de la población seguiría neutralizando el efecto de cualquier crecimiento económico, si vemos que –según algunas proyecciones– ambos índices estarían cercanos al 2% interanual en la mayoría de esos países para el futuro previsible.

Pero, como el mismo Bush reconoció en su discurso, quizás el problema no sea tanto el monto de la ayuda, sino la forma como se administrará, por lo que EE.UU. insistirá en la mayor transparencia y eficacia posibles en su manejo, condicionando la ayuda a la adopción de «buenas políticas públicas» . Evidentemente, ese país está consciente de que -a lo largo del último medio siglo- gran parte de los fondos concedidos han ido a parar a manos indebidas, por el funesto fenómeno de la corrupción gubernamental, vicio cada vez más frecuente por los bajos salarios que rigen en los países beneficiados. Asimismo, muchos fondos realmente aprovechados para mejorar la infraestructura y la calidad de vida, han sido administrados deficientemente, con resultados muy escuálidos que mostrar al final. Los dos fenómenos se deben mayormente a las burocracias improductivas de dichos países, que no se identifican con los bienes públicos y los administran irresponsablemente. Y esto es más patente cuando dichos fondos provienen del exterior, pues su derroche duele menos al no provenir de los impuestos o ahorro internos, y se tratan como si fueran «regalos de tíos ricos», que se esfuman rápidamente.

Aunque algo pesimistas, estas observaciones reflejarán la triste realidad mientras no haya una mayor eficiencia, probidad y equidad en los manejos públicos, por lo que –a final de cuentas- los fondos externos pueden seguir perpetuando el mismo subdesarrollo que pretenden reducir. Por esto, se hace cada vez más necesario aplicar la sensata máxima de no regalar el pescado, sino de enseñar a pescar, lo cual implica un tremendo esfuerzo en educación básica, adiestramiento artesanal y especialización profesional, adaptado a las necesidades de cada país. Lamentablemente, aún si se dispusiera de fondos suficientes para un gran esfuerzo en este sentido, los educadores de los países pobres no tienen la mística y la preparación adecuadas para cometer esa tarea, quizás la más importante que puede emprender cualquier país que aspira a mejorar su calidad de vida.

En la controversia sobre las formas de atacar la pobreza, no han faltado en Monterrey -ni poco antes en Barcelona–, las sólitas manifestaciones con ataques al capitalismo, aún cuando esta filosofía económica sea la única que podría ayudar a salir del subdesarrollo, en vista del fracaso de la planificación centralizada, harto demostrado por el derrumbe del comunismo hace más de una década. Pareciera que el tercer mundo no termina por comprender que para mejorar la calidad de vida de su población hay que dedicarse consistentemente a la creación de riqueza y mejorar los servicios, y no a la repartición errática de los limitados fondos públicos en programas populistas que –al igual que los préstamos blandos externos– no hacen sino empeorar el problema a largo plazo, al reforzar el paternalismo estatal, la corrupción y la dependencia.

Volviendo a la ayuda externa al empobrecido Sur, quizás sería más efectivo y menos costoso que el pudiente Norte se aboque a complementar sus planes financieros con amplios programas de asistencia técnica y educativa, al estilo de los exitosos «Cuerpos de Paz» norteamericanos de la era de Kennedy, diseñado esencialmente para convertir al proverbial «americano feo» en uno más bienvenido. Así, los países avanzados patrocinarían a muchos profesionales en campos específicos –modestamente remunerados— que se establecerían por un tiempo en los países pobres, para compartir sus conocimientos, destrezas y valores, de modo que éstos sean adaptados y aplicados por las mismas comunidades necesitadas, para salir por su cuenta de sus difíciles situaciones.

Una propuesta nada novedosa pero que tiene eco en muchos países, pues esta ayuda externa –de hacerse seriamente y en gran escala– atacaría directamente los puntos más débiles de todo país atrasado, que no son otros que la educación, la salud y ciertos patrones culturales que conducen a una escasa productividad. Incidentalmente, esta iniciativa también es aplicable internamente en cada país subdesarrollado, dándole ocupación y propósito a muchos profesionales sub-empleados que buscan emigrar, perdiéndose lastimosamente la inversión que hizo el estado para prepararlos y generando una absurda transferencia de capital humano hacia los países avanzados, como sucede actualmente en casi toda Latinoamérica.

Por último, hablando del mal uso de recursos, no se puede dejar de criticar los enormes presupuestos militares de los países avanzados –que suman unos ochocientos millardos de dólares anuales– los cuales podrían crear bienestar y progreso por doquier si fueran invertidos en planes constructivos a escala global, asegurando así un mundo con una pobreza decreciente y sin tanta inestabilidad política, con beneficios visibles para ricos y pobres por igual.

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