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Alejandro Otero: la estética solar

(%=Image(2318012,»R»)%) Esas frases hechas de la crítica especializada en arte que consignan a Alejandro Otero como un artista de innegables méritos universales, pueden servir de marco referencial para puntualizar algunos aspectos sobre la obra de un artista que asumió la pintura, la escritura y la escultura sin complejos y con menos ínfulas de la que sus detractores y admiradores le han prodigado.

Alejandro Otero publica en un diario, semanas antes de su muerte, un texto (que en sí constituiría el último) titulado «Sólo quisiera ser puntual». Dicho escrito habría que catalogarlo como un sucinto balance de su trabajo, un repaso ponderado sobre sus proyectos estéticos no realizados y sobre los alcances posteriores de su obra artística, en la cual se pueden vislumbrar etapas con ascensos y descensos creativos más o menos pronunciados o como el mismo Otero lo escribió: «Me asedia, sin embargo, mi falta de seguridad para juzgarme, situarme, saber hasta dónde me toca dejar las cosas como están (…) Mi vida era como una turbina alimentada por quién sabe qué fuente de energía que no me daba tregua para tomar aliento: una idea seguía detrás de otra, que es como decir una obra, o segmento, o aproximación a otra, que se completaban sin mirar atrás…»

Este desasosiego de Otero con respecto a los alcances de su obra permite entrever que el éxito de un artista no se mide por el interés que pueda despertar en una circunstancia determinada su propuesta estética, ni por las altas cotizaciones que posea su trabajo en el mercado del arte, mucho menos por la aceptación oficial, o del público, que puedan poseer sus obras. Otero en vida logró un sitio destacado en el mundo de las artes visuales tanto al nivel nacional como internacional. Los reconocimientos, las becas, el apoyo oficial y los premios de algunos salones nacionales nunca le fueron ajenos desde sus inicios. Sus obras se cotizaron siempre a buen precio. Los encargos institucionales de su trabajo fueron sistemáticos y más que un artista oficial se podría asegurar que en sus cinco minutos de fama reglamentaria fue, al igual que otros creadores cinéticos, la oficialidad artística misma. A pesar de la aceptación en el mercado, del beneplácito de la crítica y del buen recibimiento que tuvo su obra en los centros culturales del poder estuvo consciente Otero, que nada de eso era garantía suficiente de que su obra hubiese adquirido un peso especifico de trascendencia. Conoció a la perfección ese fuego fatuo, esa hoguera de las vanidades que pueden ser el entorno de galerías, marchantes, exposiciones, museos, vernissage y en el que muchos artistas, con sus obras, han quedado reducidos a cenizas; de allí probablemente su aflicción.

Alejandro Otero escribió sobre los pormenores de su proceso creador y también abordó, en uno que otro ensayo crítico, su visión particular sobre el arte contemporáneo. Sus textos críticos (es célebre su polémica con el escritor Miguel Otero Silva sobre el arte abstracto), los cuales en ocasiones están saturados de puntos vistas agudos, y que en otras no pasaban de ser pomposa palabrería, lo confirman como un observador polémico, dispuesto a esgrimir argumentos lúcidos y contestatarios sobre la pintura como una ética y una estética plural con muchas posibilidades humanísticas.

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El arte cinético tuvo en Otero a uno de sus voceros más calificado. Sus visiones estéticas rebasaron los ampulosos postulados de sus escritos. Algunas de sus obras, tanto en la pintura como en la escultura, tratan de decirle al espectador que el hecho estético es siempre una búsqueda incesante, cuestión que por otra parte le permitió inclinarse, sin artificios, a la producción de una obra pensada con técnica y sensibilidad, en la que se percibe un diáfano ritmo artesanal y que dejó poco resquicio al azar, la inmediatez y la improvisación. Toda la obra artística de Otero estuvo dominada por una pasión metódica, constante y efervescente.

Es un hecho verificable que la región, la casa, o esos sitios predispuestos por el azar, donde un pintor vive parte de su infancia, o de su existencia, suelen poseer un rol determinante en la concepción de su particular visión estética. Así por ejemplo los suburbios de París, en los cuales se crió Rouault, iban a proporcionarle los temas indispensables para muchos de sus cuadros y aguafuertes. El Támesis le permitió a Turner desarrollar su capacidad para captar en sus lienzos la fuerza y la majestuosidad de la naturaleza. Los acantilados de la región de El Havre fueron decisivos en el caso de Monet. Courbert creció en el valle del Loue, en la cara oeste de la cordillera del Jura, sitio que pintaría con insistente regularidad. Caicara del Orinoco sirvió como espacio iniciático a la pintura de Régulo Pérez. Una bodega en Turmero, donde el pintor Mario Abreu pasó su niñez acomodando los estantes con mercadería, fue el preámbulo para la elaboración artística posterior de los Objetos Mágicos. El Ávila, obstinado y siempre mutable, en Cabré más que un motivo pictórico fue la razón de ser de su pintura. Para Reverón las playas de Macuto, frotadas de tersa luz, fueron imprescindibles para su trabajo. Alejandro Otero vivió parte de su infancia en Upata y el azul de la «casa de balcón» impregnó su vida como creador. Pero no sólo Upata sería importante para Otero, sino la región de Guayana marcaría de manera honda su devenir estético, que tuvo como preocupación fundamental la luz, el movimiento y el color.

Alejandro Otero nació el 7 de marzo de 1921 en «El Manteco». Parte de su infancia transcurrió en Upata. Luego que egresa de la Escuela de Artes Plásticas y Artes Aplicadas de Caracas realiza un viaje a Nueva York y a París, donde vive por espacio de 7 años. Al igual que muchos otros pintores no pudo escapar del hechizo de Picasso. Sus «Cafeteras» no son otra cosa que un testimonio plástico de esa influencia. Otero en los cuadros de las cafeteras va simplificando el objeto, desarticulando sus contornos hasta llevarlo a una abstracción monocroma y descubrir así una metáfora constructivista de líneas y toques desordenados de color.

Prosigue sus investigaciones en el abstraccionismo y se interesa por la obra pictórica de Mondrian. Para el año 1951 inicia los trabajos pictóricos denominados «Coloritmos». En dichas obras ya comienza a proporcionar indicios de la influencia solar de movimniento/color de la región guayanesa y que alcanzará su cenit con ese conjunto de piezas estructurales que el mismo Otero denominó «Estructuras a escala cívica», las cuales vienen a constituir esculturas donde lo geométrico y la organización modular de sus partes se ensamblan para construir un maquina/escultura anti-utilitaria, que ofrece al espectador luz, movimiento y sonido.

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Estas estructuras de Otero tienen como característica primordial la monumentalidad. Las dimensiones exageradas de algunas de sus esculturas no responden al capricho, sino a esa huella profunda de Guayana en el ritmo interno del artista. En Gusayana la vegetación, los ríos, el espacio, responden a un patrón de grandiosidad pasmosa. Mirar aquí en Gusayana, como lo ha escrito María Elena Ramos, no es como mirar en otros lugares. Aquí la mirada naufraga en la lejanía. Aquí la luz tiene una intensidad aparatosa. Aquí el colorido cambia abruptamente. Todo esto parece ser capturado, de alguna manera, en el trabajo escultórico de Otero.

Alejandro Otero, según lo relata en sus memorias de infancia, más que niño prodigio se limitó a vivir por los ojos con enorme intensidad o como él lo escribe: «Me sentí pintor, escogí ese punto de mira. He vivido por los ojos, y eso sólo se tornó abarcante. Sin método y sin metas…» El acto de mirar más que una simple formula para captar el mundo se convirtió para Otero en una manera de existir. Sin concesiones elaboró grandilocuentes metáforas en aluminio. Sin descanso trabajó la luz y el color en sus obras hasta encontrar una manera eficaz de aproximarse a un absoluto que encontró en su niñez reflejado en un color, que luego jamás pudo volver encontrar: «Entonces comenzó a atraerme de un modo muy especial, ese azul que andaba por todas partes: en las puertas, los zócalos—por dentro y por fuera—, las ventanas, las columnas y hasta las vigas que soportaban el techo, estaban pintadas en ese azul increíble. Pasaba horas mirándolo, como si me hundiera en él(…)Mis diez años, mi vida entera quedó teñida por ese azul imborrable que no volví a encontrar jamás, que no pude hallar ni siquiera en mi propia pintura».

Alejandro Otero fue menos un genio que un trabajador del arte, dominado por una obstinación creadora siempre a prueba, siempre cambiante y sin temor, o autocensura, al momento de asumir riesgos estéticos. Octavio Paz ha escrito: «La creación artística es aventura. El primer verso, la primera pincelada, son un primer paso a lo desconocido. Paso siempre irreparable, siempre imborrable. Nunca es posible regresar al punto de partida. Atrás y adelante se abren abismos. Y no hay nada en torno a nuestro, excepto el espacio ávido, el silencio de la página o del lienzo en blanco». Otero asumió como aventura el reto de la creación plástica. Su estética solar no es más que una apasionada poética de esa aventura. He allí su indiscutible y duradero aporte.

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