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Disney, el mago trasnochado

Cuando niño nunca me entusiasmó conocer Disneylandia. Mi sueño era
viajar al centro de la tierra. Los príncipes me resultaban galanes afeminados de telenovela, sonrojados y bostezantes niñatos recrecidos a
fuerza de compotas. Yo quería ser un mosquetero. Me entusiasmaba más el
capitán Nemo que el cursi ratón Mickey. La historia de la máquina del
tiempo me parecía más subyugadora que la historia soporífera de Bambi.

Los Dinosaurios del mundo perdido eran menos ladrillosos que el
mentecato Dumbo.

Con el tiempo descubrí que Disney, aparte de ser un consorcio
trasnacional, era el apellido de un señor con aspecto de gerente de
banco al que llamaban Walt, que era dibujante y salía por la tele
anunciado sus monigotes. Después leí aquel libro de Ariel
Dorfman, «Para leer el Pato Donald». En dicho libro el escritor chileno
destrozaba, sin sutileza alguna, las tiras cómicas de Donald y sus
amigos. Las reducía a esquemática, segregacionista y exaltada
propaganda proimperialista.

Su nombre exacto era Walter Elías Disney (Chicago 1910, Hollywood
1966). Cursó estudios en alguna academia de Bellas Artes. Se inició en
Kansas como dibujante y caricaturista. En el año 1923 produce en los
Angeles películas de dibujos animados junto a un hermano. Hacia el año
de 1927 crea un personaje llamado Mortimer al que luego llamará Mickey
Mouse o Ratón Miguelito. Lo demás pertenece a la hemeroteca retocada de
la marca registrada Disney. Que si el hombre tuvo un sueño cuando creó
un parque atracciones, que si fue sometido a congelamiento criogénico
para ser revivido cuando se descubra la cura del cáncer; todo en esa
tónica de mitología traída por los cabellos.

La verdad, poco trasmitida, es otra sobre este señor afable, que
todavía sale (algo sepioso) por la tele en ese renovado Club Disney.

Especie de figurín: sencillo y circunspecto que convirtió la magia (a
veces despiadada) de los cuentos de hadas en una rentable industria. La
historia tras las espaldas de este hombre es bituminosa y carece por
completo de magia alguna, sin mencionar la poca poesía hunaística que
posee como ser humnano.

Con sus empleados el amigo Walt era un tirano cascarrabias. Estafaba a
los otros dibujantes y compraba por sumas irrisorias ideas (y hasta
personajes) que luego pasaban a formar parte del arsenal creativo de su
emporio. Con su esposa se comportó como un talibán de barriada pobre.

Al parecer en varias ocasiones le propinó severas golpizas. No obstante
su actuación más sobresaliente fue la de acusador y delator en la
famosa caza de brujas. Algunas biografías, no autorizadas aseguran que
sus declaraciones, ante el comité de actividades antiamericanas,
destruyó carrera de actores, dibujantes y libretistas. Walt Disney fue
un hombre cortado a la medida de las patologías gringas de justicia y
patriotismo. Fue un anticomunista feroz, un probelicista de obtusa
pasión.

Para sus primeras películas Walt Disney encontró en los cuentos de
hadas la cantera ideal para descargar no sólo su genio, sino su
prejuicioso modo de mirar el mundo. Tomó los cuentos orales clásicos, y
ya escrito por algunos autores, por razones prácticas. No tenía que
pagar derechos de autor. Además el cuento de hadas se adaptaba a la
perfección a esa esquemática ideología imperialista de buenos y malos.

Con Disney autores como Charles Perrault, los hermanos Grimm, Félix
Zalten (autor de Bambi) y Hans Cristian Andersen desaparecen. La
mayoría de la gente cree que Disney basa sus películas en cuentos
originales. Mercadeo y publicidad borran toda las huellas de los
autores convirtiendo a Disney en el usufructuario directo de personajes
e historias recicladas y pasadas por el tamiz de los convencionalismos
más trasnochados.

Un buen número de las películas de Disney poseen rasgos muy bien
delineados: reinterpretación de historias, cuentos y leyendas
tradiciones, en la medida de lo posible escamotear de los créditos a
pueblos o autores dueños de dichas historias, paso de la pobreza a la
riqueza como leitmotiv inspiradora para todos esos miserables que
subviven en las desigualdades y contradicciones de una sociedad
capitalista, racismo, misoginia, el mundo regido por fuerzas naturales
inexorables, cierto subrayado sexismo que relega a modelos
tradicionales el rol femenino, el poder como un medio rápido para
enloquecer y caer en la maldad. Marlene Wurfel ha escrito: «El tipo de
papilla que Disney ofrece sobre lo que significa ser joven y mujer es
increíblemente misógino. El mensaje está meridianamente claro: buena +
guapa + pasiva + virginal + comatosa + blanca y/o abnegada + doliente =
un bello príncipe. Para ser justos, Disney sí ofrece una alternativa.

Si insistes en ser mujer, también puedes ser activa, agresiva, egoísta,
ladina, independiente, horriblemente fea, amargada y destructiva. Si
escoges este camino, puedes llevar sombra de ojos color púrpura y
mantones negros, pero nadie te amará, y con razón. Serás mala».

El emporio Disney prosigue fabricando sueños donde las alfombras se
comportan con rasgos humanos, las teteras cantan, los genios imitan a
los artistas del momento, los animales adquieren las ferocidad humana
sin parangón. No obstante todo este mundo mágico posee ideas
esquemáticas que en nada magializan la vida, es la magia trasnochada
del imperio donde impera la ley del más fuerte, donde la riqueza hace
la diferencia, donde el racismo y el sexismo son una bandera. No es
casualidad que las hienas del Rey León hablen como mexicanos. Que el
jorobado de Notre Dame sea sólo un pastiche vomitivo de lascivia y
maltrato.

El mundo que dibuja la industria Disney se ha vuelto algo cansón y
repetitivo. Ya cansa que los animales se comporten imitando lo peor de
la naturaleza humana, que los objetos canten y bailen, que se hagan
portavoces de ese fundamentalismo imperialista que siempre ha corroído
el alma norteamericana.

La factoría Disney no vende sueños, ni magia a bajo costo, sino
ideología apegada a las más férreas normas del capital. Es un mundo
previsible donde siempre triunfa el bien. En las historias que pinta
Disney no hay inocencia, aunque todo venga barnizado con los colores
cursis del musical y el melodrama barato, no hay posibilidad de
convertir la imaginación en una fuerza libertaria (o liberadora). El
supuesto mundo mágico de Disney es una región trillada. Por ahora me
quedo con la magia contenida en los libros de la saga de Harry Potter y
de «El señor de los anillos».

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