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Don Guillermo Roldán, su universo de colores, aromas y clientes de la más diversa condición

De las maravillosas historias que contaba Scherezada en “Las mil y una noches” En efecto, allí se ofrecía diversidad de objetos útiles y abundancia de futilidades, bellas artesanías y “obras de arte” propias de un museo de horrores. En efecto, allí se ofrecía diversidad de objetos útiles y abundancia de futilidades, bellas artesanías y “obras de arte” propias de un museo de horrores. Hablamos de los años 40, una época en que no existían tiendas por departamentos, supermercados y menos aún centros comerciales. No importaba, Don Guillermo Roldán cubría todas esas necesidades y otras más: adaptaba anteojos, proveía muletas, bastones, cabestrillos y hasta vendía alpargatas triple x, para enfermos de elefantiasis, una dolencia muy común en el Yaracuy de esa época. Pero, por sobre todas estas cosas privaba su condición de honesto comerciante, imbuido en la filosofía de una entera vida: todo es comercializable, cada cosa se puede comprar y después vender, en consecuencia Don Guillermo compraba cualquier objeto que le ofrecían en venta para después revender.

Nuestra historia comienza en el apacible San Felipe de los años 40 -un poblacho con calles empedradas y jardines de olorosos jazmines, de unas veinte mil almas, que se acostaban a la 7 de la noche como las gallinas y se levantaban con los cantos de los gallos, que garantizaban la fertilidad de los huevos de esas mismas gallinas- pues bien, en esos años fue desmantelado el viejo ferrocarril que cubría la ruta San Felipe-Aroa. Su estación principal se conservó y con el andar del tiempo sirvió de refugio a muchas gentes en estado de pobreza. A pocos metros del lugar se encontró un depósito lleno de garabatos, centenares, tal vez miles, fruto de las tareas de mantenimiento de las áreas verdes de gamelote, aledañas al ferrocarril. Como es sabido, un garabato es la pieza de un árbol en forma de gancho, que se utiliza para “jalar el monte” al cortarlo con un machete. Generalmente, cuando se encomienda a alguien la limpieza de un terreno, lo primero que hace es cortar el garabato que lo ayudará en este propósito. El garabato, como es obvio, no es un objeto comercializable, por lo tanto para los descubridores de esta mina de garabatos, surgió una pregunta de supervivencia: ¿Qué hacer con miles de éstos garabatos? Ahora bien, allí mismo en San Felipe vivía un personaje bien provisto de una gran inteligencia natural: Orangel Martínez a quien apodaban “Chipororo” él era capaz de resolver el más intrincado problema que se presentara en un momento dado: ¿Qué hacer con miles de garabatos? Entonces, vean ustedes lo que Chipororo hizo con estos miles de garabatos.

En una soleada mañana de un día lunes, un caballero bien vestido se acercó a la “Casa Roldán”, como hemos dicho, una tienda de mercancías secas que fungía de quincalla, ferretería, zapatería, venta de telas e hierbas medicinales. La característica resaltante de Don Guillermo era que compraba a “precio de gallina flaca” todas las cosas viejas que le llevaban y después las vendía al valor de ocasión de la “última limonada con tintineante hielo en las abrasadoras arenas del desierto” Pues bien, el caballero solicitó 20 machetes. -Efectivamente, le dijo Don Guillermo, tenemos un gran surtido: cola de gallo, tres canales, colima doble filo, copetón, liniero, recto, peinilla y cañero, disponga usted. -Muy bien, coloque 20 machetes cola de gallo en sus cajas y póngales sus respectivos garabatos. –Bueno, masculló Don Guillermo, aquí no vendemos garabatos, quien necesita eso va y lo corta en el monte, por esa razón los machetes no vienen con garabatos, ese “respectivo” de que usted habla esta demás. El caballero repostó: -señor, yo estoy a cargo de la parte operativa de una gran tarea de deforestación y corte de montes, necesito machetes con sus garabatos, en otra forma no puedo comprarlos, usted me disculpa. Don Guillermo asimiló con amargura la pérdida de una venta. Así son las cosas, murmuró para sus adentros.

En horas de la tarde otro caballero se aproximó a su tienda. –Buenas tardes, tiene usted machetes tres canales Marthindale, necesito 50. –Por supuesto, tengo una buena existencia de ellos, aquí tiene una muestra. –Estupendo, lo que necesito, yo no quiero cajas, por favor los envuelve en papel de periódico y les coloca su respectivo garabato. Otra vez “el respectivo garabato”, desde cuando a donde se han vendido machetes con un garabato. -Señor, yo no vendo garabatos, solo machetes. –Lo siento, sin garabatos no puedo comprar los machetes. Otro golpe que asimilar, una importante venta perdida.

Al día siguiente, Don Guillermo vio a un hombre encorvado que llevaba bajo su brazo un gigantesco fajo de garabatos. Era Chipororo. ¿Qué estaba sucediendo? De pronto el garabato, por arte de un milagro, se había transformado en un artículo de primera necesidad. –Chipo, le gritó Don Guillermo, qué traes ahí. –Son Garabatos para la tienda de Pedro Miguel Estrella (el establecimiento que competía con Roldan en la compra-venta de cosas viejas) él me quiere comprar 500 garabatos para colocarlos en un gran proyecto de tierras, aquí en la zona. -Dime una cosa, cuanto te está pagando Pedro Miguel por cada garabato. –Un bolívar por cada uno. Entonces, sentenció don Guillermo, yo te voy a pagar un bolívar también, pero a diferencia de Pedro Miguel te voy a comprar 1000 garabatos. –De acuerdo, trato cerrado y se selló la compra, de paso Chiporo le obsequió a Don Guillermo unos 150 garabatos más, a modo de ñapa o “cajita feliz” como se hace en las llamadas “ofertas engañosas” de nuestros días.

Muchos años después de estos hechos conversé en forma cordial con Guillermo Roldán, para mí no había dificultad alguna en hablar libremente con él, mi tío Vicente Pifano y su esposa, mi tía Lila Garrido, fueron sus vecinos de toda la vida, casa a casa -los Pifano y los Roldán eran familias que se tenían aprecio y respeto mutuo- por esta razón, yo era una de las pocas personas que podía platicar con él sobre temas que lo sacaban de quicio y formularle una pregunta que a él lo enfurecía: si tenía garabatos en su tienda y como discurría la venta de los mismos. Entonces me respondió: tengo más de 1200 garabatos en mi depósito, en 35 años no he podido vender más que un solo garabato.

Fotografías:
Ilustración de la artista plástica venezolana Rebeca Martin Loosly, residenciada en Ginebra, para el libro de Hugo Álvarez Pifano: “Caminos y viajeros del Yaracuy” (en imprenta).

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