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El Bosco: un angustiado visionario

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La pintura de Hieronymus Bosch, llamado El Bosco, es una puerta de acceso a un universo de imágenes inquietantes, absurdas, fantásticas y que presagian un futuro recargado e inverosímil. También le permite al espectador formularse una idea sobre la mentalidad de una etapa crucial de la humanidad como lo fue la Edad Media. Es en suma una crónica roja, algo teatral, que deja al descubierto un mundo que hizo del miedo su vocación histórica más importante.

El Bosco ubicó su mirada en ese lado obscuro del espíritu para dejar plasmados en sus retablos la monstruosa, bella, sensual y apasionada condición humana, siempre a prueba con sus miedos y sus odios que tratan de sepultar la belleza, la poética que encierran los elevados ideales humanísticos.

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Los detalles sobre su vida no son abundantes y los pocos datos que existen están llenos de inexactitudes. Su nombre completo era Jhéronimo van Aken, oriundo de Hertorgenbosch. Al parecer realizó un viaje a España y perteneció a la Cofradía de Nuestra Señora. Estaba casado con Aleyt, hija de Goyart van den Mervenne, influyente comerciante y religioso fanático.

Se conserva del Bosco un autorretrato de la colección de Arras. Así mismo hay especulaciones que aseguran que en el fondo de su cuadro «Coronación de espinas», ese burgués que contempla la escena principal es él. Se insiste a su vez en ver su retrato en el rostro del personaje que lleva la bandeja y la cornamusa en la tabla lateral derecha de su obra «El Jardín de las delicias».

Para la época en la que el Bosco entra en escena como pintor, esa pastosa y subrayada parafernalia religiosa que caracterizó a la Edad Media, se encuentra en franco deterioro. De repente la gente se apartó de los preceptos religiosos debido a que la iglesia se había convertido en un antro burocrático de corruptela y desafuero. No fue casualidad que las licencias en las costumbres se desatara. Los burgueses pagaban buen dinero para verse libre de pecados, mientras los más pobres y vulnerables se entregaban con fruición a los juegos de azar, la prostitución y el vicio adquirieron visos de una perturbación incontrolable. A toda esta bancarrota moral habría que sumarle el desgaste de la simbología mística que ya no asustaba con sus infiernos y demonio ni a los niños.

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El Bosco estuvo en medio de todo esta convulsionado cambio. No sólo sus creencias religiosas cambiaron, sino que todo su esquema mental estético dio un sorprendente salto atrás. Con radical espíritu visionario recicla en su pintura algunos símbolos medievales. Les imprime su angustia presente y su afiebrada imaginación. En sus obras de juventud ya había empezado a pintar ese mundo desgarrado de transición que de alguna manera naufragaba por carecer de honestos soportes éticos y religiosos. La tontería, la frivolidad y la superficialidad parecen infectarlo todo como una pandemia peor que la peste. Todo este mundo absurdo es recreado por el Bosco, en sus primeros bosquejos y dibujos, con enorme rabia impotente. Por ese motivo más que pinturas concibe sermones, diatribas lúgubres y sarcásticas. Su pintura tiene algo de teatral, es una especie de puesta en escena donde todos los personajes y los pasajes son un microcosmo. En su cuadro «El Charlatán», que envuelve en su gratuita palabrería a un grupo de personas estupidizadas, dispuestas a creerlo todo, crítica a esos lamentables buhoneros de la esperanza que durante ese tiempo proliferaron por calles, pueblos y ciudades de manera exagerada.

Cuando no son los tontos el motivo de sus cuadros, son los locos. Su cuadro «La Nave de los locos» es una sátira abierta a toda esa locura colectiva en el que irremediablemente ha caído el mundo. Para pintarlo, sin duda, debió tener como referencia inmediata el libro «Stultifera Navícola» (La Nave de los locos) de Brandt. Con este cuadro el Bosco desenmascara con sutileza la herejía: los hombres perdidos en el laberinto de sus obsesiones y deseos olvidan la lucidez del espíritu, quienes cantando, bebiendo, parecen navegar sin rumbo en un perenne mar de perdición irremediable.

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A través de su trabajo pictórico el Bosco ofrece pruebas de su enorme curiosidad y de su rica capacidad imaginativa. Estuvo interesado por la alquimia en su afán por lo misterioso. Se interesó por la botánica y la zoología, tanto mística como de otras zonas geográficas apenas conocidas para ese entonces. Sus máquinas infernales lo evidencian como un constructor creativo y lleno de ingenio. En algunos de sus cuadros encontrará campanas submarinas, lanchas y una gran variedad de adminículos futuristas y extravagantes.

Los temas, en la mayoría de sus pinturas, tienden a ser redundantes, abigarrados y obsesivos: el huevo como un microcosmo de fecundidad. Pájaros, calabazas, frutos y flores indefinibles o de aspecto esférico. El árbol hueco. El sexo visualizado como una barroca patología carente de sensualidad y que en muchas oportunidades colinda con lo grotesco y lo vulgar. Por último, una buena horda de monstruos y demonios en una constante dinámica de metamorfosis y no son, como en apariencia parecen, seres de relleno, sino figuras que poseen una fuerza y una vitalidad perversa por sí mismas.

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Para un buen número de los temas en sus pinturas el Bosco recurrió a la entrecomillada sabiduría de los proverbios populares. Su cuadro «El carro de heno», es un buen ejemplo de ello. Aunque el proverbio flamenco: «El mundo es un monte de heno, cada cual toma lo que puede de él», sirve como motivo, el Bosco lo convierte en un emperifollado y teatral sermón. M. Gauffretean-Sévy refiriéndose a dicho cuadro ha escrito: «En el centro del panel aparece el carro de heno, símbolo de riquezas temporales y objeto de codicia de la multitud. Todos se apretujan en torno al carro para apoderarse del heno, precioso e irrisorio. Unos hombres trepan por el flanco del montículo, provistos de escaleras o ganchos. Medio aplastado por una rueda del carro, no por eso abandona un hombre su botín: algunas briznas de hierba seca. Se golpean, se roban, se degüellan por la posesión de este bien absurdo, mientras una tropa de monstruos arrastra a toda la multitud hacia el infierno».

Otro de sus cuadros «El jardín de las delicias», de seguro el más publicitado, es similar en su intención moralizadora: los placeres terrenales pierden a la humanidad. El jardín desborda los parámetros de la imaginación y lo fantástico. En el cuadro lo humano, con su grandeza y su miseria, queda excelentemente retratado.

El Bosco fue un pintor de su tiempo. Su fama estuvo por varios siglos un tanto apagada. Los surrealistas lo convirtieron en un angustiado predecesor del surrealismo. Pero a pesar de los olvidos, o los despertares deslumbrantes, el Bosco se fraguó un sitio de primer orden en el mundo del arte gracias a su oficio de miniaturista genial. Él, como ningún otro, dotó de imaginativa poesía esa angustia de vivir acosado/ poseído por los monstruos implacables de la razón y la fe y que él trató de exorcizar pintando cuadros de inaudita e impecable perfección.

Esta evocación, más de piel que de crítica, sobre el Bosco puede resultar extemporánea en esta era teleinformática. Sin embargo, responde un poco a los paradigmas de nuestro mundo actual, que parece abocado a una involución espiritual, convirtiendo la angustia del vacío y del todo vale en propuestas existenciales. Poco a poco vamos como confeccionando un inmenso jardín de delicias virtuales: la peste negra la hemos sustituido por el SIDA, los demonios de la publicidad que nos conducen a placeres consumistas, nada tienen que envidiarle a esas criaturas de averno imaginadas por el Bosco; los charlatanes de la política y de las iglesias más absurdas proliferan como la hierba y hacen su agosto con una buena cantidad de incautos que buscan certezas y una vida sin sobresaltos. El fanatismo cambia de ropaje y vuelve por sus fueros. En fin que este mundo actual y digitalizado parece producto de una pincelada del Bosco, claro, con menos metáfora y sin ningún grandilocuente toque de belleza y exquisitez.

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