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Levy Rosell agita los recuerdos de Monsieur Marsay

M. Marsay me llamó este lunes a las 7 de la mañana con su habitual indiferencia por el tiempo. A sus ochenta años M. Marsay duerme poco y esa cualidad geriátrica la padecemos sus amigos.

-¿Qué pasa, Monsieur Marsay? -le pregunté alarmado por la hora y por la indiscutible angustia de su voz.

-¡Terrible, terrible! -respondió, en realidad dijo algo como «teguibl, teguibl»

Esto terminó de despertarme, uno siempre se preocupa cuando tiene un amigo de ochenta años, una edad cuando cada día que se amanece es un regalo de Dios.

-¡Fué le vandredi! -explicó como si yo estuviese plenamente enterado
-¿Qué pasó el viernes, M. Marsay?

-¡El estreno, mon cher, el estreno fué el viernes y no nos dimos cuenta!

-¿Cuál maldito estreno? -pregunté, ahora empezaba a regresarme la molestia por la hora inaudita de despertarme.

Finalmente, ya irremediablemente despierto logré enterarme del asunto. El viernes 7 de julio, todavía el país televidente deslumbrado por el espectáculo multicolor de la tarde del 5 de julio, había sido el estreno de la nueva obra de Levy Rosell. Con escasa difusión -frecuente problema de los teatreros no vinculados a algún grupo dominante- ni M. Marsay ni yo mucho menos nos enteramos de la fecha en cuestión, y a M. Marsay se le aguó el gusto de ir a abrazar a Levy en pleno estreno de su nueva obra que además se presenta sólo los sábados y los domingos, y en un lugar tan insólito como el Colegio de Ingenieros.

Porque es que Levy Rosell es una de las debilidades de M. Marsay, desde que quedó hipnotizado por la primera obra de Rosell, Vimazoluleka, a mediados de los sesenta.

Cuando por aquellos días le propuse a mi amigo francés ir a ver una obra de la cual me estaban hablando mucho, y que se presentaba en El Túnel, un peculiar de espacio subterráneo por debajo de la Avenida Libertador entre la Plaza Morelos y el Ateneo de Caracas, M. Marsay se negó de plano.

El no estaba para esos trotes -«tgotes»- arguyó, de andar metiéndose en espacios donde hasta cucagachas debía de haber, aparte de que esa Avenida había sido construida después de Pérez Jiménez, y él no tenía la menor confianza en la ingeniería adeca.

– Además -gruñó malhumorado- ¿quién es ese Ggosél?

Pero resulta que fue tal el éxito de aquella originalísima Vimazoluleka -título resultado del empeño del autor en buscar como tal una palabra que contuviese todas las vocales- que el Ateneo le abrió espacio, y así Levy y su equipo de Arte de Venezuela se mudaron a aquella pequeña pero hermosa y muy querida sala del viejo Ateneo.

Cuando M. Marsay me invitó al Ateneo a verla, me di el gusto de recordarle que yo le había recomendado la obra cuando estaba comenzando y que él la había despreciado. Pero hizo caso omiso -Jean Baptiste Marsay puede ser apabullantemente incombustible cuando le interesa- y afirmó con el mayor desparpajo que tenía mucho interés en conocer a los jóvenes dramaturgos, que siempre había tenido y siempre tendría su corazón abierto para la juventud y por ahí se fué en un largo soliloquio sobre la renovación teatral, la importancia de los jóvenes y la necesidad del teatro venezolano de transformarse a sí mismo.

El resultado fue que M. Marsay fue a ver Vimazoluleka más de quince veces, y al menos a ocho de esas presentaciones me arrastró ignorando por completo mis protestas -me gusta el teatro y me gustó Vimazoluleka, pero no para verla casi todos los días. Se convirtió en un apasionado de Levy Rosell y en uno de sus más entusiastas defensores.

Y debo concederle razón, porque no cabe duda alguna de que Levy Rosell revolucionó el teatro venezolano de entonces, presentó una obra fresca, vigorosa, llena de ingenio y de una grata y creativa desfachatez, con un equipo humano igualmente joven y rebosante de originalidad y frescura.

Vimazoluleka se convirtió en un hito inolvidable de la dramaturgia nacional y todavía hoy en día se recuerda con agrado y sigue teniendo -no me cabe duda alguna- pleno sentido. Incluso me atrevería a decir que, justamente por el tipo de país en el cual nos hemos convertido -en el cual hemos caído-, una reposición de Vimazoluleka con jóvenes de ahora y más producción, sería un éxito extraordinario, y con esta idea está total y entusiastamente de acuerdo M. Marsay.

De manera que, superado el trauma de un despertar excesivamente tempranero, hube de coincidir con M. Marsay en que era una verdadera lástima que no hubiésemos estado más pendientes de la fecha de estreno, y que a mi también me hubiera encantado ir a disfrutar nuevamente del talento notable de Levy Rosell, especialmente después de tantos años en los cuales terminó por desintegrarse el magnífico proyecto que fué Arte de Venezuela y Levy se sumergió en un oscuro mundo donde fué incluso burócrata municipal.

Ojalá que la nueva obra sin complejos de vocales, «Ultimatum, tum, tum», sea el regreso de Levy Rosell al lugar preferente que le corresponde en el teatro venezolano, y que sea también el reinicio de la extraordinaria carrera en nuestra dramaturgia que su talento de primer orden puede impulsarle.

Al teatro venezolano, ahora atiborrado de monólogos para lucimiento y beneficios de protagonistas de la televisión, y de astracanerías ingeniosas y productivas pero intrascendentes, le hacen falta autores como Levy Rosell. Si ha regresado para permanecer al frente, bienvenido sea.

M. Marsay y yo confiamos en que esta vez, el Ateneo vuelva a abrirle las puertas de su sala principal, la Anna Julia Rojas. Iremos este sábado 14, sin duda.

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