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Los diarios de Alejandro Oliveros

(%=Image(2001449,»L»)%)Pocos escritores tan enamorados de la ciudad como Alejandro Oliveros, pocos tan asiduos visitantes de las grandes urbes del mundo. De Roma, su amor adulto, que lo cautivó de sorpresa, después de varias décadas de estudio y escritura encima y haber ido penetrando poco a poco los laberintos de grandes ciudades, empezando por Caracas, la mal querida capital. O de las calles de Nueva York, donde afinó su percepción de la poesía confesional norteamericana, pero sobre todo de Europa, de sus idiomas, libros y vinos. El mundo de Julien Gracq, de Sándor Márai, Jünger y Sebald llega nosotros en las reflexiones personales de este hombre de provincia, yaracuyano de origen y valenciano de profesión. Difícil encontrar a un venezolano experto en la calidad de los viñedos del Cantábrico español, del sur de Francia o la Toscana, que supere en vitalidad a nuestro poeta. Su más reciente publicación: Variar vida y destino. Diario literario 2003, editado por Monte Avila, nos sorprende. Es un texto polémico y cautivador que no hubiéramos creído posible leer bajo el amparo del Ministerio para la Cultura. Una decisión sabia que honra a su directiva. Oliveros nos ofrece lo que sin lugar a dudas será reconocido en el futuro como uno de los libros venezolanos más memorables publicado en los últimos años.

Al fin alguien que se ocupa de las cosas importantes, alguien que logra acercarse a los Madrigales de Monteverde o a los versos de Petrarca, como quien intenta enamorar y seducir a una joven mujer para luego mostrarnos en la sonrisa de su amor, los deleites y la sabiduría de la experiencia estética. Es un libro fruto de la constancia y de una disciplina personal aterradora, escrito en horas de la madrugada, antes de que el día nos atrape con sus inconsistencias y absurdos terrores políticos, pasajeros como todo virus revolucionario que entorpece la inteligencia y anula la oportunidad para dedicarse al estudio de las lenguas o la cata de vinos italianos. La cultura asumida como una actividad profundamente hedonista, practicada en solitario y luego ofrecido a nosotros, los comensales flojos y hambrientos que perseguimos la buena mesa y rara vez escapamos al ayuno.

Pocos han escrito poesía narrativa de tanta calidad como Alejandro Oliveros y menos le han dedicado tanto tiempo a la alta cocina. Dos talentos que se acercan y comulgan en un libro que puede y debe ser leído con deleite, con afición al placer, con cierta envidia y una sonrisa. Nadie sabe preparar una crema de remolacha o un Gigot d´agneau al romero y miel en sus propios jugos con puré de batatas rojas y combinarlo con el vino adecuado, como el autor de este diario. Difícil conciliar las angustias de padre de familia con la capacidad de escribir la crónica de una inteligencia privilegiada en trato frecuente con los clásicos, como este descendiente de los altos valles de Nirgua, arrimado a una ciudad relativamente joven del centro del país. El libro funciona al mismo tiempo como una guía para adentrarse en autores poco conocidos en nuestro medio: el entusiasmo que transmite el poeta hacia Un balcon en forêt, los poetas metafísicos ingleses o el historiador Gibbons, contrasta con la fría acogida que le tiende al sudafricano J.M. Coetzee, Premio Nóbel de Literatura, castigado con una crítica mordaz. El recorrido se hace rápido, de las calles de Florencia a las oficinas de Royal Wine Merchant en Nueva York, donde trabaja su hermano. Todo transcurre con la alegría de saber apreciar un mundo sencillo, puesto al desnudo. Al final todo termina en Valencia, donde lo espera su diario, su pluma Aurora y la continuación de una espléndida jornada intelectual.

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