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Los últimos espectadoras del acorazado de Potemkin por segunda vez

AL ABRIR

Creemos que cada vez que releemos Los últimos espectadoras del acorazado de Potemkin (2ª.ed.México: Fondo de Cultura Económica,2010. 420 p.) de Ana Teresa Torres(1945), cuya primera edición se imprimió en Caracas en 1999, nos damos cuenta que estamos ante una las grandes novelas de la literatura venezolana y ante un jalón decisivo de las letras latinoamericanas de nuestro tiempo. Además concebida por la escritora venezolana cuyo nombre se debe inscribir dentro del grupo de las grandes narradoras del continente, como la mexicana Ángeles Mastretta, la chilena Marcela Serrano, la colombiana Laura Restrepo, la nicaragüense Gioconda Belli entre otras. No hay exageración alguna en esta afirmación, solo que nuestra palabra escrita sigue amurallada en nuestro medio, como solo al parecer concebida para nosotros solos, paredón que últimamente hemos visto saltar a algunos de nuestros libros, entre ellos los de la propia Ana Teresa Torres como Doña Inés contra el olvido, traducida al inglés y portugués, la novela La enfermedad de Alberto Barrera Tyzska con tres ediciones fuera de nuestras fronteras, las tres premiadas en Barcelona, París, Londres y Pekin, Villa diamante de Boris Izaguirre, finalista del Premio Planeta(2007) o las recientes publicaciones internacionales de Días de rojo de María Elena Lavaud, esta ya con tres ediciones o Lances, lunares y luces de Helena Arrellano Mayz, con dos ediciones simultáneas en Caracas y Ciudad de México.

Celebrar otra vez el escribir de Ana Teresa Torres y el sentido hondísimo de Los últimos espectadores del acorazado de Potemkin es la razón de que nos hallamos reunido esta tarde junto a su autora para volvernos a referir a esta esplendida novela con ocasión de la aparición de su edición internacional entre las publicaciones de la reputadísima editorial mexicana Fondo de Cultura Económica, de la cual siempre se ha dicho que se debiera llamar fondo de cultura ecuménica dado que esta toca con sus libros todos los registros del saber. El volumen de Ana Teresa Torres ha aparecido en la colección Aula Atlántica que dirige el crítico peruano Julio Ortega. Esta edición, la segunda, tiene dos elementos que amplían su consideración: en esta nueva aparición de su libro su autora ha restituido a su texto pasajes que fueron suprimidos en su primera edición, especialmente en su capítulo 36; lo segundo es que esta es una edición crítica, cuidadosamente anotada y prologada por el profesor venezolano Miguel Gomes(1964). Sus observaciones a pie de página nos permiten llegar a la entraña, al corazón, al meollo, de esta destacada novela.

Los últimos espectadores del acorazado de Potemkin es una obra que trata una serie de tópicos a través de los cuales hemos pasado al leer las novelas de Ana Teresa Torres, en especial en Doña Inés contra el olvido(1992,7ª.ed.Caracas:Alfa, 2008.254 p.) en su repaso de los laberintos de nuestra memoria colectiva. Con tópicos del vivir venezolano nos topamos otra vez al volver a leer Los últimos espectadores del Acorazado de Potemkin. Ello por medio de una incursión en el pasado cercano, a través del arte de recuerdo, el fin: la muerte, la realidad y el deseo, el tiempo, las imágenes de una vida, todo ello visto por un narrador descreído de la aventura humana(p.132), se nos ofrece en este libro desesperanzado(p.196), agrio, amargo, a través de cuyas páginas observamos el fin de un tiempo, la muerte de unos ideales, de una idea que no fue fecunda, es por ello que aquí nos topamos con los “escombros de una vida”(p.59).

Aquí estamos ante una historia en la cual dos interlocutores, quienes conversan a lo largo de la narración, al hacerlo crean  vínculos hondos. Pero esta es a la vez es una novela en la novela porque todo la conversación de aquellos dos seres solitarios, un hombre y una mujer innominados, ruedan alrededor de lo que leen en un texto intercalado, La noche sin estrellas, y a veces sobre todo aquello que se lee en una traducción que ejecuta la mujer del relato La segunda muerte de Eurídice. Ambos textos se entrecruzan en las confidencias de aquellos dos derrotados: él fracasó en su vida, cuyos testimonios quiere borrar, de él se puede decir que ha bajado a los infiernos, como Orfeo, en busca de su mujer desaparecida: Eurídice, pero quien también lo hace en busca de las huellas de su hermano muerto, un guerrillero de los años sesenta. Ella, la interlocutora, apenas espera la parca  traduciendo precisamente el libro sobre Eurídice. Haciéndolo descubre que asiste al segundo deceso de quien la acompaña cada noche en el bar “La fragata”, también el nombre de un barco que navega o puede haber dejado de hacerlo; por ello buscan el tiempo perdido y para hacerlo deben entrar en los recuerdos, lo único que posee el ser humano. Las memorias que están en La noche sin estrellas si bien son las propias de lo vivido por un insurgente recogen también los vivires de su abuelo, un caudillo de montoneras de los días finales de nuestras guerras civiles, cerradas el 21 de Julio de 1903, en la batalla de Ciudad Bolívar, día también aquel del fin del caudillismo. Pero como aquello está redactado por un revolucionario de los años sesenta todo está justificado a través de cierto ropaje de ideas izquierdistas, concepciones que no poseen muchos matices ideológicos, son mero barniz aprendido en manuales venidos de la antigua URSS o de superficiales lecturas de Marx. Lo que pervive, y la autora lo dice en un pasaje decisivo de su obra, es la esencia de la vividura nacional: los caudillos no desaparecieron, están vivos en nuestra experiencia colectiva. Vivos pero con ideas importadas, llenos de etiquetas(p.114), creyendo que se realizará aquello que se observa en la película(1925) de Sergei Eisentein(1898-1948) que da título a la novela y se nos ofrece como clave del libro, sus últimos espectadores son los postreros de una idea que dejó de vivir. Y para mostrar este proceso el personaje, que muy bien puede ser el guerrillero, quien no cuenta la historia de su hermano sino la de sí mismo(p.243), esta es nuestra personal interpretación, ya que “no sé diferenciar mi memoria de mi imaginación”(p.416) debe escribir para esclarecer lo que cuenta a su amiga. Por ello ella le dice “Quiero hacer de su vida un texto. Escribirlo y borrarlo. Esa es la verdadera escritura. Ser uno mismo el personaje de ficción. Lograr que la vida sea sólo una ficción modificable”(p.143). Así todo puede ser verdad pero puede ser mentira, invención o recreación. Y eso sólo se puede hacer, repetimos, con el arte del novelista(p.160).

La presencia de la historia en toda meditación venezolana, en la entraña de esta potente novela, nos ha hecho recordar, siempre que la releemos, este pasaje de Germán Carrera Damas: “La historia esa quizá el ramo del conocimiento que más ha pesado hasta el presente en el complejo cultural venezolano. Las diversas expresiones de nuestra cultura exhiben huellas de una fuerte carga histórica, manifiesta no solamente en lo que sería normal integración de sus componentes, sino también en la presencia de la Historia como disciplina básica en la elaboración de los múltiples productos culturales. Así, es constante, a veces enconado y por momentos ridículo, el ardor puesto en el debate en torno a las cuestiones históricas tradicionalmente consideradas de mayor significación”(Historia de la historiografía venezolana. Caracas: Universidad Central de Venezuela,1961,p.X). Creemos que tal idea está viva en el corazón de la meditación venezolana, a través de la ficción, que se nos ofrece en Los últimos espectadores del acorazado de Potemkin.

Recordando quiere el protagonista exorcizar sus fantasmas. Por ello se presenta como el último revolucionario venezolano, como alguien que se acuerda “del fallido envío de armas…de la fallida revolución”(p.251). Y ello porque “Aquí hubo una vocación histórica, comprende, aquí nos gusta que la gloria, la desgracia y el vituperio queden registrados. En cambio, a ellos les importó un pepino la historia. Nosotros nos pasamos la vida en las leyendas, las doradas o las negras, debatiendo la metafísica de violar indias o de traer esclavos, preguntándonos si se dejó una cultura o se impuso  un idioma, si la democracia debe ser populista o neoliberal”(p.191), “este señor…decretó que la historia ha terminado. Pero para nosotros no, nosotros nadamos en ella, estamos inundados de ella, vivimos en ella”(p.192), es por ello que estamos cargados de testimonios, de memorias, de nostalgias, apestamos al pasado, somos una pesadilla, no podemos salir de lo hecho y mirar hacia delante, dejar atrás lo ya superado, como sucede al personaje de esta novela para quien lo ido, lo hecho por el abuelo caudillo y no concepciones marxistas tiene mas valor que aquello que le dice la realidad la cual habla por si misma, resplandece en sus signos, lo es todo, le es imposible por ello ver los cambios que suceden a su alrededor, como han muerto las ideologías, ciertas concepciones de la vida, ciertos mitos que su generación elevó a categoría de dogmas. Y esto sucede porque esta criatura está engolfada en el pretérito. Es por ello que la esencia de Los últimos espectadores del acorazado de Potemkin no es otra que la interrogante en torno al modo como debemos ver al pasado porque su consideración superlativa nos puede hacer fracasar, no nos deja ver los signos del tiempo en que vivimos y esto porque lo muerto está “vaciado de sentido”(p.115-116), cuando todo acaba “la muerte organiza nuestras vidas pero pertenece a los otros”(p.58) por ello no podemos seguir contando la historia de una muerte como sucede en esta obra porque sería como revolcarnos en ella(p.76). De allí que tras la desaparición vemos como lo creído se difumina, no tienen sentido ciertas cosas, ciertas concepciones, ciertos artefactos como por ejemplo la película La hora de los hornos(1968) de Fernando Solanas(1936), en donde se infama a Jorge Luis Borges(1899-1986) y a Manuel Mujica Lainez(1910-1984) solo por no ser gente de izquierda, sino quienes a través de la literatura supieron otear lo que venía, con ellos la palabra escrita nos mostró las nuevas horas por venir. En cambio de La hora de los hornos no quedó nada.

Pero aquí se nos narra también, con acentos huracanados, el fin de un tiempo en la vida de la humanidad, un espacio en donde todos están derrotados, en la cual no sólo todo se ha mutado sino que diversas concepciones ya no tienen lugar: el amor se ha degradado tanto que es “tan corto el amor como el olvido”(p.228), la sexualidad ha decaído(p.200-201), sólo pervive el sexo compartido (o el voyerismo), vivimos días de derrota colectiva, sobre todo en América Latina, todo se ha vaciado de sentido, ahora contemplar “la belleza es siempre contemplar la muerte”(p.57), “la muerte organiza nuestras vidas pero pertenece a otros”(p.58), el vivir así derribado y alterado(p.59), “Contamos siempre historias de muertos, nos revolcamos siempre en la muerte”(p.76). Y sólo es “el azar el que nos salva de la desaparición”(p.252). Así la meditación sobre los mas negro de la condición humana constituye la entraña de Los últimos espectadores del acorazado de Potemkin. Es la pervivencia de la noche oscura, sin estrellas que den luz.

 

AL CERRAR

 

Lo que acaba de leerse se publicó, salvo algunas correcciones de estilo, hace una década, tras la lectura de la edición príncipe de esta espléndida narración(“Los últimos espectadores”, El Globo, Caracas: Enero 14,2000). Hoy al cerrar otra vez Los últimos espectadores del acorazado de Potemkin, gracias a su edición mexicana, leída, gustada y sufrida línea a línea, se impone una nueva reflexión que no era posible hacerse en el momento en que la leímos por primera vez. Esa meditación es la siguiente: esta novela apareció a una década de la caída del Muro de Berlín(Noviembre 10,1989), fue concebida como una elegía al fin de una época, la del deceso del socialismo autoritario y, desde luego, la del nacimiento de un nuevo tiempo: el de la libertad recuperada en las sociedades que lo padecieron, la de la plena democracia universal. Recuérdese que toda elegía es una evocación de un fallecido, es un lamento.

Pero hay más: esa es la época que vivimos, somos los hijos de la caída de el Muro de Berlín. Los sucesos vividos hace poco en los países del norte de África y el Medio Oriente, proceso aun inconcluso, e incluso la insurgencia de “Los indignados” siguen siendo otros coletazos de tan decisivo hecho.

En Venezuela en los últimos doce años han sucedido tales acontecimientos que Ana Teresa Torres ha llegado a decir que  el título de su novela fue un error, que no debió hablar de “los últimos espectadores” sino de “los penúltimos”. Disentimos de ella: sí fueron los últimos. Y ello pese a comprender el por qué de su observación. Y ello porque en la historia no hay retorno. Pese a lo que hayamos visto entre nosotros.

Y esto que decimos, y lo comprendemos con este libro en las manos, es que no podemos imaginarnos que aquel responso a los últimos comunistas, cantado por Ana Teresa Torres en su novela, que aquel tiempo ya fenecido, iba a resurgir entre nosotros en manos de aquel que llegó al poder el mismo año de la publicación de esta obra. No podíamos saber que seríamos testigos que en manos de un nuevo caudillo, uno de los cuales aparece en la obra que comentamos, llegaríamos a la regresión política, al anacronismo histórico; que los guerrilleros, fracasados en su acción, sin ideales ya, llegarían al poder para restaurar lo imposible: el pasado, como lo dice con suma de agudas observaciones Gisela Kozak, en uno de los libros más agudos dedicados al asunto(Venezuela, el país que siempre nace. Caracas: Alfa,2008. 108 p.), que otra vez, veríamos viva la contra-historia; que se llegó a creer por quienes están en el poder que se podría revivir lo muerto, que se popularizaría la errónea idea de que los guerrilleros habían llegado al poder, como se leyó en el título de un publicitado libro del polaco K.S.Karol(1972), creencia con la que murió otro dinosaurio de aquellos años, Nestor Kirchner(1950-2010). Estos supuestos izquierdistas, que no lo son, de la misma forma que su revolución venezolana no es tal, mucho menos bolivariana como ellos dicen. El período de las revoluciones feneció en el mundo, las revoluciones izquierdistas, ya derrotadas, lo único que trajeron fue “la revuelta entusiasta, aunque en gran medida vana” que dijo Jon Lee Anderson, al escribir la biografía del llamado Guerrillero heroico(El Che Guevara. Caracas: Alfa,2007,p.11). Pero esa supuesta izquierda llegada al poder estaba además incapacitada por gobernar, lo ha probado aquí con creces. Gobernar es distinto a mandar. Gobernar es preveer para proveer. Estos han dejado claro la incapacidad que poseían de regir al país, todos ellos eran, incluso su neo-caudillo Presidente, uno de los últimos, gente sin ideales, sin preparación y sin amor al país. Y no podían mandar porque todos estaban muertos, eran los últimos espectadores, como muy bien dijo Ana Teresa Torres. Lo único que hemos observado ha sido la presencia del anacrónico “idiota latinoamericano” en Miraflores, el nuevo “regreso del idiota”, la presencia de un gobierno que siempre ha estado rodeado de los dinosaurios de la izquierda latinoamericana, actuando en contra del sendero que marcan los tiempos actuales. Y lo que es peor: ya no son marxistas sino simplemente fascistas, en el sentido que explicitó Umberto Eco en su célebre artículo en donde todos los rasgos del fascismo que él explicó, estos no solo pueden ser aplicados a la llamada Revolución Bolivariana y a su líder, de hecho definen y explican a quienes llegaron a la Casona de Misia Jacinta en 1999(Cinco escritos morales. Barcelona: Debolsillo,2004,p.31-58). Solo con leer las características del “fascismo eterno” pareciera que estamos leyendo un libro sobre el gobierno actual, incluso en el sentido sexual. Vean sus notas, según Eco, “1)culto de la tradición; 2)rechazo a todo lo moderno; 3)culto de la acción por la acción; 4)el desacuerdo es traición;5) miedo a la diferencia; 6)llamamiento a las clases medias frustradas; 7)obsesión por el complot; 8)los enemigos son simultáneamente demasiado fuertes y demasiado débiles;9) la vida es una guerra permanente;10) desprecio por los débiles;11) cada uno está educado para convertirse en un héroe;12) confiere su voluntad de poder a las cuestiones sexuales, origen del machismo, que implica desdén hacia las mujeres e irrespeto a las minorías sexuales;13) como los seres humanos no pueden poseer una voluntad común el líder debe ser su interprete, así los ciudadanos no actúan;14) uso de una neo-lengua”(p.47-55). Y precisamente lo que mejor explica su condición fascista es el manejo que han hecho de la historia venezolana, de donde han surgido las que nosotros hemos denominado sus “falacias históricas”. La obsesión por la historia que les observamos coincide plenamente con los regimenes de Mussolini, Hitler, Stalin y Fidel Castro, tal que el Presidente se considere sucesor de Bolívar, pero ello es igual al Duce que se decía sucesor de los Cesares romanos, el cabo austríaco que creía descender los dioses germanos, Stalin quien hizo borrar de la historia soviética los nombres de sus adversarios; los hermanos Castro en su falaz interpretación de José Marti o el régimen venezolano actual en su interpretación, errada, de Bolívar. El chavismo, como lo vio el ojo avizor de Ana Teresa Torres, antes de que llegara al poder, es un régimen que apesta al pasado, vive tan hondamente tal pesadilla que es incapaz de estudiar el presente y de de mirar hacia adelante, por ello es un cadáver. Con ellos mandando en el palacio de la avenida Urdaneta lo que hemos visto no es los guerrilleros en el poder, quienes no podían estarlo porque solo eran un montón de huesos podridos. Pero lo que hemos observado es mucho peor: los guerrilleros, si es que pueden llamarse así, se han convertido en un pelotón que obedece, un pelotón es lo único que saber mandar el Comandante, es decir un grupo inerte de gente que no piensa, solo recibe órdenes. Pero a quien hemos visto mandar es a un neo-caudillo, otro esqueleto sin piel, sepultados como lo fueron los caudillos en las aguas del Orinoco en 1903. Es este neo-caudillo el que ha llevado a la nación  al extravío, somos con él dominados por un solo hombre que como los caudillos del siglo XIX, igual ha manejado todos los poderes a su antojo, en sus manos aquella nación unida se ha convertido en un país dividido y polarizado, perdidos los valores de la democracia en la añoranza del neo-caudillo por el pasado, días ya perdidos e irrecuperables, vemos hondas señales autocracia, sin tolerancia ni respeto al adversario, con una Constitución hecha ad hoc, como las de aquellos que las montoneras llevaron al poder. Tal el anacronismo, que no podemos dejar de señalar al leer este libro impar, en días en que los “últimos espectadores” se han convertido en una suerte de paridores de que aquella “sangre, locura y fantasía”(Antonio García Ponce) que consideramos finalizada un día de 1965 cuando terminaron las guerrillas, o en 1968 cuando se inició la política de pacificación. Lo que hemos vivido con el neo-caudillo, tan inculto como los gamonales del siglo XIX, es un hecho gravísimo: el devenir de las sociedades es hacia adelante y no hacia atrás, que es de lo que hemos sido testigos. Es imposible ser dirigidos por los muertos “últimos espectadores”. Claro que son ellos, los últimos, los ya inertes porque el devenir, lo sucedido en Europa en 1989 es el presente. Desde las elecciones de aquel año en Polonia, ganadas por Lech Walessa, la apertura de las fronteras de Hungría(Septiembre 11,1989), lo que precipitó la caída del Muro de Berlín, la reunificación de Alemania(Octubre 3,1990), el fin de la URSS(Diciembre 31,1991), no puede ser soslayado. Un gobierno que solo espera que rectifique lo sucedido en el Cheeckpoint Charlie de la capital alemana esta gobernando contra la historia. Y ello es imposible.

Tuvo razón plena Ana Teresa Torres al hablar de “los últimos espectadores”, estos de ahora no son los penúltimos, son los últimos, seres anacrónicos, inexistentes, pese a que tengan todo el poder del dinero del petróleo en sus manos. La historia no puede ser alterada. Por ello para una honda compresión de este suceder hay que partir de esta novela, que es la que más filosamente, como con un bisturí entre los dedos, ha penetrado el gran drama que se sucede cuando los que llegan al poder no comprenden el tiempo en que están viviendo. Y no amar la época en que vivimos, solo añorar el pasado, ya ido, imposible de asir, es el peor pecado que puede cometer un ser humano. Ya lo cometió, en los días de la emancipación, José Domingo Díaz(1772-c1834), caraqueño realista, enemigo de la República, llegó a estar tan arrepentido, como lo estarán los chavistas un día, que incluso dedicó un artículo necrológico, en una gaceta del país vasco(Abril 8,1831), a su peor enemigo: el Libertador, allí pedía a Dios que a Bolívar lo recibiera en su misericordia, la cual, al decir de Enrique Bernardo Nuñez(1895-1964), quien lo leyó aquel texto, también implicaba que el doctor Díaz pedía la misma gracia para si mismo, derrotado como estaba. Tal lo que es ser una personalidad anacrónica, y un régimen tal, que ha dado la espalda a lo que somos en esencia los venezolanos, para en vez de ver la realidad soñar con el pasado. Por ello a estos de ahora no podemos considerarlos los “penúltimos espectadores”, estos son solo fantasmas, debemos verlos como  los “últimos” que observó con su sin par visión de la realidad Ana Teresa Torres. Por ello, desde su escribir hemos partido aquí  en nuestra meditación sabiendo que en su libro encontraremos aquello que pasó, aquello a lo cual ella le rezó su responso, haciéndonos ver otra vez  que no podemos jurungar a los muertos, que debemos dejarlos descansar en paz, como lo hemos visto en estos trágicos años, sino volver a parir la sociedad de la democracia, del bienestar, del saber. En Los últimos espectadores del acorazado de Potemkim está el comienzo de esa meditación. Sus “penúltimos” habitantes no existen, dejaron de vivir. El mundo es hoy otra cosa, pese a todo el mal que el neo-caudillo ha provocado entre nosotros y en nuestro continente.

 

(Leído en la sesión del Círculo de Lectura de la Fundación Francisco Herrera Luque celebrado la tarde del martes 1 de Noviembre de 2011).

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