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Mario Vargas Llosa: El Premio Nobel del fin de mundo (parte II y última

Mi periódico de cabecera, en nuestro idioma, es «El País» y en los últimos tiempos me ha sorprendido gratamente con dos cosas; sobre la primera,  valdría la pena dedicar un artículo entero que trataría de los contenidos de una edición  que podría considerarse de excelencia, porque en ella coincidían varios reportajes  de extremada pertinencia y enorme profesionalismo.

 En los tiempos que corren no sobran los adjetivos calificativos para referirse a la prensa. Los que leemos periódicos compulsivamente, desde la más tierna adolescencia, sabemos de lo que estamos hablando. Hay diarios que se «leen» en cuatro minutos por entero. No dicen nada. Su tendencia «tendenciosa» salta a la vista desde las primeras páginas. Son alarmistas. Colorean las noticias, casi siempre de rojo. Nunca entendí porque entonces les llaman «amarillistas». Venden al mejor postor. Lo escribo con la ambigüedad de esa frase plural, queriendo decir que comercian con el oferente que más les paga y así se observa que su ideología resulta solo mercantil. Pero me estoy desviando del propósito inicial, que era contar el vicio que consiste en «hojear» un diario, con interés y deleite. A grado tal que los inventos modernos tipo IPAD ya incorporan un sistema de arrastre sin tener que mojar el dedo.

 En el caso de «El País» se me ha vuelto una sana costumbre buscarlo en cualquier parte del mundo. Ya se donde encontrarlo en unas cinco capitales europeas, las horas de arribo, etc. Huelga decir que casi coincido con la mayoría de los puntos de vista de sus colaboradores y su línea editorial. Los considero liberales y ponderados, cargados hacía una socialdemocracia del propio periodismo, defendiendo a ultranza el derecho de expresión, y respetando un estricto código de ética.  Uno de los dibujantes de “El País”, el que firma como «El Roto», es un filósofo de lavar y planchar; con un trazo elegante nos hace detenernos para reflexionar con cierto humor que puede desencadenar indignación o revuelta.  Yo colecciono sus viñetas. Son un termómetro de los despropósitos de los políticos, de los empresarios, de los comerciantes, de los gremios, de los intelectuales. Se mete con todo aquello con tela para satirizar, no es para nada un perdonavidas, al contrario, pone el dedo en la llaga sin acatar los dictados de lo política o socialmente correcto.

 La segunda sorpresa reciente con el diario «El País» viene dada con la noticia del Nobel de literatura a Vargas Llosa. Casi le dedican el número completo del viernes 8 de octubre de 2010, con la primera plana prácticamente entera para él. Además de publicar extensos reportajes y despachos sobre la concesión del premio y su significado, reproduce nada menos que nueve artículos, más un editorial destacado que titula «Mario, al fin». Todo este despliegue denota que estamos sin duda frente a un fenómeno literario de excepción en nuestra lengua. Adicionalmente, se trata de un autor de casa,  porque allí publica semanalmente, y además de peruano Vargas Llosa tiene la ciudadanía española.

 Un hombre tan mesurado como Javier Cercas llega a afirmar que la academia sueca se premiaba a sí misma con este galardón al autor de la «Ciudad y los perros». Pero de todas las expresiones que incluyen a gente de la talla de Juan Luis Cebrián, Fernando Savater y Antonio Muñoz Molina, me quedo con la propia crónica de don Mario sobre cómo supo la trascendente noticia que le ha cambiado la vida, de la noche a la mañana. Lo cuenta de manera deliciosa en el mismo diario, en la edición del día 10 de octubre (que reproducen muchos periódicos de América Latina). Allí pasa revista al proceso incipiente y luego maduro de su vocación de escritor, pagando tributo a quienes considera que debe mucho en su entrega vital a un oficio que recibe ahora un reconocimiento universal.  La parte más intrigante de ese texto son los ya famosos catorce minutos, que le anuncia el vocero de la academia sueca del Nobel, que pasarán entre esa llamada madrugadora en Nueva York y el anuncio formal del premio a la prensa internacional. En ese lapso visualiza todo el pasado de un ser entregado de por vida a un proceso creativo que aunque no culmina con este honor, le deja marcado para la posteridad. Los hombres hemos debido inventarnos este tipo de galardones para diferenciar a los buenos de los malos o los mejores -en este caso escritores- aunque como todas nuestras imperfecciones campeen las injusticias. Recordemos el caso de un autor como Borges que fue ninguneado por el premio más célebre de literatura.

 En ese artículo titulado «14 minutos de reflexión» Vargas Llosa hace un reconocimiento y agradecimiento especial a su agente literaria, la extraordinaria mujer que sigue siendo doña Carmen Balcells. Y aquí engarzo la primera parte de mi artículo. Después de encontrar a los Vargas Llosa en Río de Janeiro, tocó el turno en Barcelona. A mi llegada a vivir en la capital catalana traté de presentarme con una empresaria sui géneris y todopoderosa en los terrenos de la producción literaria y me deparé con la respuesta de una agenda tan cargada, que prácticamente desistí de ver a la célebre dama. Casi al final de una fría conversación telefónica con ella cité dos o tres nombres de amigos en común, ensayando abrir un hueco en sus citas de trabajo, ya cerradas desde el verano hasta el otoño. El ábrete sésamo  fue el nombre de Nélida Piñón. Carmen inquirió -con el tono de quien quisiera pillarlo a uno en falta- si de verdad había tratado a la gran escritora brasileña, porque de ser el caso, me la pasaría al teléfono: la tenía alojada  en su casa en ese momento.

 Dichas las primeras palabras de sorpresa, proferidas cariñosamente por Nélida, a quien no veía desde hacía varios años, doña Carmen recuperó el aparato para afirmar: «…mire señor, mi agenda, como le dije antes, vive atestada, pero esta noche ofrezco una cena a Mario Vargas Llosa en el restaurante «Vía Véneto», a lado de su consulado,  ¿quiere usted venir?»

 

Ese convivio se convirtió en otra dichosa oportunidad para continuar el diálogo iniciado en Brasil y que acabaría desdoblándose  en otras comidas y cócteles, hasta llegar a coincidir en la misma sección del estadio Lluís Companys durante la inauguración de los juegos olímpicos de 1992.

 Lo memorable de tener sentados a mi lado a la pareja Vargas Llosa no fue en sí la coincidencia de encontrarnos de nuevo en un estadio multitudinario y en una fecha tan significativa en la ciudad Condal, si no en testimoniar, divertido y azorado, las reacciones festivas de un escritor tan formal y elegante que se comportaba como un chiquillo, contagiado por el clima lúdico que imponía nos pusiéramos máscaras, sonáramos trompetas, hiciéramos la ola mexicana cantando o nos sumáramos a la expresión unísona de cincuenta mil almas en el instante en que una flecha con fuego venido de la antigüedad simbólica incendiaba el pebetero de Montjuic.

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