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Mi amada Youtube

¡Imbécil! Amor a primera vista, sí, amor perfecto, incontaminado. Amor puro como nunca imaginé que pudiera existir. Empezó aquel día en que quise buscar la canción que estaba de moda cuando regresé a Europa, a vivir en Europa, en 1975. Tenía que estar en Youtube y estaba. Retrocedí treinta y seis años en mi vida y por vez primera la vi. La cantaba un señor barbudo con mirada pícara, y lo que siempre había creído un coro femenino resultó ser una cantante rubia de mirada dulce, delgada, bella, que me hizo suspirar con sólo verla. Repetí quién sabe cuántas veces la canción hasta estar totalmente consciente de que me había enamorado. Sentí que ella correspondía por la manera en que mi miraba desde la pequeña pantalla. Me veía, de eso estaba seguro, y lo estuve aún más cuando decidí ver y oír otra versión de la misma canción, en la que la descubrí más joven aún, más inocente. Y me miró fijamente hasta hacer que mi corazón latiera más rápido. Y en una segunda canción aquel amor se hizo más noble, más grande, más destinado a la eternidad. Y sin embargo creció cuando vi y escuché otra versión de la segunda canción en la que ella aparecía más y más cerca. Qué rostro hermoso, qué labios, que párpados soñadores. Y al pasar a una tercera canción vi que bailaba para mí. Casi sin moverse, apenas doblando levemente las rodillas y llevando la cabeza, rítmicamente, de un lado a otro como un bote en las aguas perfumadas de un río en primavera. Y sentí en las puntas de mis dedos y en la palma de mi mano derecha su espalda, su cintura, que apenas se movía como un lento corazón enamorado. La oí musitándome palabras bellas. Poesía. Y sentí que mi vida, por fin, tenía sentido. Luego, por error, miré y oí otra canción del mismo grupo, pero sin ella. Y noté que al barbudo le faltaba un colmillo. Volví a la tercera canción, y cuando terminé busqué una cuarta. Parecía una canción rusa, y mientras el barbudo cantaba entre la nieve falsa de un falso Moscú, ella se acercó, delicada, etérea, como un coro de ángeles, y se quedó mirándome junto a un caballo blanco. Musitaba y me miraba desde aquellos ojos preciosos, ojos claros y serenos, ojos de espera, levemente oblicuos, que hacían juego con sus voces que eran muchas y eran de ángeles. Y entonces sucedió lo inesperado: el barbudo que cantaba la ayudó a sentarse en el quitrín, y se sentó junto a ella. Y la abrazó. Y ella lo aceptó y lo miró arrebolada, entregada, quieta, como enamorada. Me había dejado por aquel barbudo desdentado que le cantaba en inglés. ¡Puta!…
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