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¿Qué le pasó a Harry D Arrast, el genio vasco de la comedia americana?

(%=Image(6673169,»L»)%) La historia del cine está llena de minúsculas notas al pie, asteriscos hechos de polvo de estrellas y capítulos decapitados. Una nota falsa notable la dio el prometedor Monta Bell, que dirigió la primera película de Greta Garbo en Hollywood, El torrente, con argumento de Blasco Ibáñez, para desaparecer en la oscuridad detrás de la pantalla. Un asterisco que fue una estrella fue Henri d’ Abbadie d’ Arrast, aunque para muchos en el cine se llamaba solo Harry D’ Arrast. Vasco francés de origen, noble de nacimiento pero nacido en la Argentina, el árbol genealógico de D’ Arrast tenía sus raíces en las provincias vascongadas, sus ramas sobre la Pampa y dio sus frutos en Hollywood: el lugar más improbable del mundo para injertar a este aristócrata elegante y desdeñoso. Terminó sus días seco y torcido en el castillo propiedad de su familia junto a su esposa, la bella actriz Eleanor Boardman, quien lo dejó en un final. No sin antes hacer un film en España que fue su último fracaso.

Fue en el cine mudo donde D’ Arrast prometió un talento inusitado contenido en una personalidad rara en el cine. Sin embargo su arte delicado y a la vez demente mostró su mejor logro en la que es su obra maestra, Laughter (1930). Esta Risa sonora fue la primera comedia loca americana (el género se extendió hasta más allá de los años sesenta y la mejor película de Robert Altman, Más allá de la terapia, ingresa en este manicomio gárrulo) y se ha revelado ahora en la televisión como una película que se puede ver más de tres veces sin sentir la fatiga del tedio ni el repudio del odio en un arte amatoria, alegre y actual.

Otras dos cintas sonoras de D’ Arrast, Raffles (1930) y Topaze (1933), son todavía memorables en un programa doble de mi videoteca. Una tiene a Ronald Colman con manos (y voz) de seda robando cámara y la otra contiene a un John Barrymore entre estúpido y estupendo. Aún más memorable es lo que D’ Arrast pudo hacer en un Hollywood adverso cuando no perverso y poblado de los más improbables villanos no necesariamente reflejados en la pantalla. Uno de ellos y no el menor fue, ¡sorpresa!, Charles Chaplin. D’ Arrast no podía ganar y sin embargo su Laughter mantiene su visible penúltima risa hasta hoy. (La última risa es la del espectador que se ríe en la oscuridad). Risa surge ahora de la nada y uno vuelve a creer en el milagro del cine: cada noche una aurora boreal con luz de arcoiris.

La Enciclopedia dello Spettacolo, publicada en Roma en 1954 por Silvio D’ Amico, amigo del cine, tiene nada más que en la letra A nada menos que ¡1.198 páginas! Sin embargo ese compendio monumental dedica a Henri d’ Abbadie d’ Arrast una nota no más larga que su nombre. La carrera de D’ Arrast fue así de breve: de 1927 a 1934, tiempo en el que completó ocho películas. Eric von Stroheim hizo cinco películas en toda su carrera, Eisenstein sólo seis. Uno tuvo que enfrentarse a los mogules, el otro a los comisarios y al mismo Stalin. D’ Arrast compitió con su excelencia contra los estudios y además contra su propio carácter. Nadie ganó realmente pero el público perdió. D’ Arrast fue enterrado antes de morir y no hubo más películas de D’ Arrast con D’ Arrast vivo. Uno de los errores más usuales es creer que la moda hace historia. Es al revés. Sólo que la moda no siempre se repite. Dijo Herman Weinberg, historiador y amante del cine, del octeto de D’ Arrast: «Fueron ocho de las más deliciosas películas jamás hechas» y casi todas han desaparecido. Para ser más honestos, han sido destruidas.

Se decía que D’ Arrast no podía fotografiar un simple teléfono sin convertirlo en un objeto de arte, siempre que fuera un teléfono blanco para que hable una mujer hermosa en su alcoba de seda sola. Hablar por teléfono en sus comedias o en sus dramas era algo más que sostener una conversación. Oscar Wilde dijo que un teléfono no tenía otra importancia que lo que se hablara por él. D’ Arrast, otro es teta, creía que el teléfono no, la conversación era lo importante. Sobre todo en el cine mudo donde la conversación jamás se ‘oía. Pero hasta en el cine sonoro D’ Arrast insistía: los teléfonos primero, después la conversación. Risa, comienza, precisamente, con una llamada por teléfono. Contrario a lo que se cree, D’ Arrast no padeció la influencia de Chaplin, siempre vulgar, pero sí la de Lubitsch, maestro de los maestros de la comedia hablada: Frank Borzage, Mitchell Leisen y Billy Wilder le deben todo su arte. En Risa es D’ Arrast quien crea su influencia, con un estilo tan personal y urbano que su película mejor se podría llamar Sonrisa: contagiosa, sabia pero no arcaica. Pionero de la comedia excéntrica, astuto manipulador de actores y creador del final desplazado, donde el clímax depende del clima, todas esas características están presentes en el D’ Arrast de Risa: sardónica, sana. La lección de sabiduría sofisticada, en la que hay un drama doméstico, un melodrama invertido y el convencimiento de que el dinero no crea felicidad, solamente crea más dinero: filosofías financieras y argucia y fiducia. D’ Arrast era en realidad un rebelde en busca de una causa en la que no creer. No era un cínico sino un escéptico. Es decir un elegante sin ilusiones.

Al principio de Lío en el paraíso, la obra maestra de Lubitsch, en una góndola un gondolero gandul canta y encanta y la música es una melopea melismática. Desembarca el barquero lejos del Puente de los Suspiros, ¡ay!, para estibar su carga nocturna que es la otra cara de Venecia. Así recoge cada noche la hedionda basura de cada día. Si ahora se colma la barca con otra carga preciosa (una mantenida bella y perfumada por ejemplo) y se hace del gondolero cantor un músico que fue su amante, el lector tendrá la idea aproximada de Risa. Venecia, claro, será Nueva York bajo la lluvia y el gran canal será la Quinta Avenida o la más rica Park Avenue y los autos serán góndolas con cuatro ruedas: pronto tendremos otro lío en el paraíso. Nuestro músico no canta canzonetas sino que compone sinfonías inauditas, inéditas. El músico ama a la dama dejada detrás, que escogió el dinero: ella ilesa, él iluso. Una cuenta de banco es la mejor venganza. Pero el desencanto no es nunca desengaño y el engaño continúa hasta hacerse de nuevo encanto. ¡Vivan los novios! Y fueron felices hasta El Fin.

Pocas veces ha habido en el cine otro maestro de la felicidad a toda costa, costo, como D’ Arrast. Según los griegos la felicidad consiste en saber unir el fin con el principio y tiene forma de círculo. Pero a veces la vida es un círculo vicioso. Sólo la comedia puede ser un círculo perfecto. D’ Arrast creía en la comedia porque sabía que la verdad está en la risa. In risa veritas. Ríe y el público reirá contigo.

Las pocas películas de D’ Arrast fueron Servicio de damas, Un caballero de París, Serenata, Amorío magnífico, Dry Martini, Risa y Topaze. Raffles está en disputa, aunque todas las historias del cine la conceden a D’ Arrast. Su última película se llamó, significativamente, Sucedió en España y estaba basada en El sombrero de tres picos, que son los alardes de Alarcón. Antes .de D’ Arrast el alucinado Hugo Wolff creó una ópera con el cuento y Manuel de Falla compuso un ballet. Aparentemente D’ Arrast debió haber sido tan exitoso como Falla pero falló como Wolff. Ese fue el fin de su carrera. Hay que ver cómo fue el principio.

Henri d’ Abbadie d’ Arrast tuvo entre sus antepasados al infame Aguirre y al famoso Daguerre, inventor comercial de la fotografía, algo así como el tatarabuelo del cine: daguerrotipos en movimiento. D’ Arrast no nació en la Francia de sus abuelos ni en la España de sus anhelos sino en Buenos Aires, donde había ido en busca de aventuras en el vientre de su madre. D’ Arrast nació, como el cine, en el exilio. Regresó a Francia cuando ya era un muchacho a estudiar en París y luego fue a Inglaterra a completar su educación. Hablaba español, francés y por supuesto inglés con corrección extrema. Combatió, fue herido y luego condecorado en la Primera Guerra Mundial. En la paz buscó la guerra y se fue a Hollywood, donde el cine bélico se preparaba para hacer ruido con la llegada del sonido más inminente. D’ Arrast conoció enseguida a quien había que conocer en los parties más sonados, donde Hollywood no era nada silente. D’ Arrast conoció también a un hombre empecinado en no hablar, al menos en el cine: Charles Chaplin. Chaplin que no había visto a un genuino aristócrata francés en su vida, se entusiasmó con D’ Arrast. Preparaba entonces Una mujer de París y contrató a D’ Arrast como asesor técnico que quería decir alguien que supiera cuál es la diferencia entre un tenedor y un cuchillo de pescado. D’ Arrast, claro, sabía y su nombre era el eco del estudio a cada problema: «Ask Harry».

Chaplin el cockney vio en D’ Arrast todo lo que él no era: un héroe de la guerra, un aristócrata y un hombre alto, apuesto y elegante. Era de esperar que lo hiciera una estrella, pero sólo lo hizo su ayuda de cámaras. Otro auxiliar de Chaplin, Monta Bell, como D’ Arrast se sintió «oprimido por el enorme ego de Chaplin». Mientras completaba su misión de asesor en Una mujer de París y luego en La avalancha del oro, D’ Arrast ejecutó mínimas misiones dramáticas, maniobras melancólicas y trajo y llevó pequeños papelitos. Chaplin a su vez lo inició en el «círculo mágico» que presidía el potentado William Randolph Hearst, hoy conocido como el original del retrato del Ciudadano Kane y a la vez como una invención de Orson Welles.

Hearst era entonces un poderoso periodista. D’ Arrast conoció, como todos, a la amante del magnate, la actriz Marion Davis. También le tocó ser testigo de uno de los escándalos mejor guardados del cine. D’ Arrast, cosa casual, estaba a bordo del yate de Hearst cuando mataron a Thomas Ince, eminente director, poderoso productor y una de las figuras más fascinantes de la historia del cine. Su mismo nombre era un anagrama del cine, Ince. Nunca se supo quién mató a Ince. Ni siquiera se sabe de qué forma murió. El forense favorito de Hearst opinó que se trataba de un ataque al corazón producido por indigestión aguda. Pero Ince sangraba profusamente por la cabeza la última vez que se le vio vivo. Ningún indigesto mana sangre por la nuca, a menos que se muerda el cuello. Una hipótesis propuso a un Hearst presa de celos incoercibles, que se empeña en darle una lección a su mujer matando a Chaplin, su amante ahora. Otros dicen que Hearst odiaba la comedia. Desgraciadamente para el pionero del cine, Ince se parecía demasiado a Chaplin en genio y figura. Un estampido, una estampida y el doble se convirtió en señuelo.

Para D’ Arrast «la influencia de Chaplin fue total». Era de esperar. Pero más adelante precisó: «Era imposible pensar con Chaplin», y descubrió demasiado tarde que con Chaplin, mimo mudo, «la mejor política era el silencio». D’ Arrast fue asistente de Chaplin dos veces pero pronto la enemistad fue la única forma de comunicación entre los dos amigos.

D’ Arrast tuvo un breve crédito en La avalancha, pero cuando Chaplin estrenó su versión sonorizada en los años cuarenta, D’ Arrast le dijo a Eleanor Boardman, camino del cine, escéptico como siempre: «A que Charley quitó mi nombre de los créditos». Así fue. D’ Arrast no apareció por parte alguna en la versión sonora. De ser por Chaplin, D’ Arrast habría desaparecido también del mapa del cine. Pero era muy tarde.

Adolphe Menjou, estrella de Una mujer de París (había convencido a Chaplin de que era ideal para su salonnier porque era uno de los pocos actores del cine que sabía cómo hacer el lazo a su corbatín de noche y dónde colocar el pañuelo en un smoking), que fue siempre un aristócrata del cine, reconoció a D’ Arrast como un noble de la vida real. Este actor, anacrónico y astuto, que actuaba siempre con el bigote encerado, llevó a D’ Arrast consigo a la Paramount. Fue allí donde D’ Arrast dio las mejores pruebas de su talento. D’ Arrast y Menjou, franceses favoritos, aparecieron juntos en más de una muestra del arte mudo mutuo.

D’ Arrast hizo tres películas sonoras que perduran más que duran. El resto, antes y después, fueron intentos malogrados donde quiera, de preferencia en Hollywood. D’ Arrast, por ejemplo, iba a dirigir Hallelujah, I’m a Bum (El alcalde y el mendigo), a la que no hay que confundir con Aleluya, la obra maestra de King Vidor, primer marido de la mujer de D’ Arrast: en Hollywood el que hace incesto hace un ciento. Pero Al J olson, que era entonces una estrella fulgurante, vetó a D’ Arrast declarando que un aristócrata francés no podía saber de mendigos americanos. Le trajeron a Lewis Milestone, judío rudo como Jolson, que fue echado a patadas por el cantante blanco que tenía el alma negra. Era el gallo con más galillo del corral entonces: pero, como se sabe, su canto no duró más allá del amanecer sonoro.

Después de su fiasco español, D’ Arrast se retiró a su castillo francés. La vida en el chateau ancestral de los D’ Arrast terminó como su matrimonio: en ruinas. Eleanor Boardman, que había dejado su carrera por D’ Arrast, regresó a Hollywood, donde terminó viviendo, cosa curiosa, en un bungalow propiedad de Marion Davies. D’ Arrast dejó el castillo tratando de reconstruirlo como intentaba recobrar a su mujer: por el método, raro en el país de Descartes, de irse a vivir a Montecarlo para poder desbancar al casino con un solo golpe de suerte. Uno creía ver a D’ Arrast, antes perdedor en Hollywood como ahora en Montecarlo, esgrimir una pistola de salón como su héroe Adolphe Menjou en Un caballero de París (1927) y casi presenciar cómo se levantaba la tapa de los sesos. Pero Menjou sólo levantó la tapa de su pitillera para extraer esa arma prohibida, un cigarrillo.

Herman Weinberg, amante activo del cine, del café y de los cigarros (pidió ser incinerado), escribió el mejor obituario que se pudiera haber escrito sobre Henri d’ Abbadie d’ Arrast, alias D’ Arrast. A Weinberg debo muchos de mis datos. Dije datos y debídecir dados. La vida de D’ Arrast estuvo regida por los juegos de azar y por el azar mismo. ¿Qué otra vida más azarosa que la de este vasco que nació en Buenos Aires y fue convertido en artista en Hollywood? Ahora D’ Arrast se ganaba la vida y se ganó la muerte en las mesas de juego de Europa. Al final dejó de jugar al ver que no ganaba nunca: la diosa lo había abandonado. Era un perdedor que oía como si oyera llover al crupié (seguramente Marcel Dalio), susurrando junto a la ruleta rusa: «No va más», oyó en su otro idioma y lo aceptó como una indicación de su destino. Regresó a su castillo, solo, a esperar a ese crupié que nunca pierde, que siempre gana. Va vestido de noche, solapado y sonríe. D’ Arrast abrió su pitillera y encendió su penúltimo cigarrillo. Un Lucky Strike: ese golpe de suerte que anhelaba, que inhalaba. Rien ne va plus.

Fuente:www.enfocarte.com

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