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Si el viejo Simbad volviera a las islas

Si el viejo Simbad volviera a las islas

Pancho de Miranda, que usaba en seudónimo de George Martin, terminadas sus gestiones en Washington se estableció en New York en los últimos días de diciembre (y de 1805) a esperar resultados concretos de sus gestiones en Washington, resultados que en verdad no llegarían, y adelantar la organización de aquella aventura que, para su desgracia, no pudo ser evitada.
Aún antes de atravesar la mar océana ya tenía el apoyo irrestricto de su viejo amigo William S. Smith, que además de Inspector del puerto de New York y como tal, primera autoridad del sitio, era, nepóticamente, yerno de un ex–presidente y cuñado del senador (hijo del ex–presidente y futuro presidente él mismo) John Quincy Adams, y a través del poderoso y nepótico Smith hizo contacto con el capitán William Lewis, que los llevó a un dueño de buques llamado Samuel G. Ogden, que además de agiotista era el propietario del barco cuyo nombre debe haberle parecido un excelente augurio, pues se llamaba, en inglés, tal como su hijo mayor: Leander. Aquel Leander, a diferencia del Leandro que había quedado en Londres, sería una de las mayores causas de mortificación y desgracias para este viejo Simbad caraqueño que frisando la edad de cincuenta y cinco ya largos años se preparaba, en buque comprado a crédito, a volver a las islas.
Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años: era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Nuestro hidalgo caraqueño y canario era de complexión recia, sin embargo, no era seco de carnes ni enjuto de rostro ni gran madrugador ni amigo de la caza. Pero sí frisaba su edad con los cincuenta años (cincuenta y cinco ya largos, que para el caso es lo mismo) cuando emprendió aquel viaje a las islas, entre las cuales no estaba Barataria. Pero sí aquella otra isla que con tanta precisión había descrito el santo inglés Tomás Moro muchos años antes, en aquellos tiempos en que el rey Barba Azul había separado a los ingleses de la Santa Iglesia católica, Apostólica y Romana. Y era esa la isla que el optimista soñador se proponía conquistar, para lo cual llevaba su ejército de rubios vikingos, que sólo tendrían que atracar en puerto seguro para que los dulces naturales de la enorme isla corrieran a una a saludar y aclamar a los que venían en nombre de la libertad a llevar por fin la libertad después de tres siglos de espera.
El Leander fue vendido en condiciones leoninas para el cicatero señor Ogden, oficialmente para navegar hasta Jacquemel, en la isla de Santo Domingo, pero podría ir a las costas venezolanas, de ser necesario. Al fin y al cabo el mar Caribe es un espejo que refleja todas las costas, un valle que resuena con todos los ecos de los pueblos que contemplan su horizonte, una caja de resonancia de blancos, negros, indios, y, sobre todo mestizos que cantan y ríen en las playas cálidas y frescas, de aguas como amables vidrios de azogue que también reflejan cocoteros y paisajes del cualquier paraíso perdido y muchas veces encontrado. Era igual para aquellos obreros, matarifes, estibadores, proletarios y burgueses de dientes manchados y alientos de alcoholes baratos que hablaban inglés ir a cualquiera de esos sitios con nombres que no podían pronunciar, que no sabían pronunciar, y que para ellos no eran otra cosa que sonidos de pereza e ignorancia inducidas por los curas de la Inquisición. No era cosa de ellos, se dijeron. Los españoles y los pardos y los indios y los negros católicos eran todos iguales y se les daba un bledo. Era un buen dinero por viajar, por recorrer aquellos mares de vapor y de sargazos.
Pronto, en aquellos días de niebla y de frío empezó el nuevo buque de vocación corsaria a cargar las provisiones para su pacífico viaje de comercio. En especial la pólvora, los cañones, las lanzas, los mosquetes y las dagas, en fin, los implementos indispensables para el comercio y las buenas costumbres. Además, y esto tiene muchísima importancia desde todo punto de vista, se llevó a bordo el arma más importante de que podía disponer Miranda: una imprenta. Y también se inició con toda energía la recluta de personal para aquella travesía. Se habló de personal para “proteger el correo” o “recoger café” en las islas, o una misión secreta y especial del gobierno o cualquier otra cosa. No se dijo nada, al parecer, de guerra alguna ni de ninguna cruzada por la santa libertad. Y hacía frío y había niebla. Tanta confianza tenía Smith en Miranda, que le ofreció los servicios de su propio hijo, William Steuben Smith, joven nieto del ex-presidente John Adams y sobrino de un futuro presidente, como edecán. Miranda lo aceptó, emocionado y agradecido. Y pronto estuvo plenamente reclutada la tropa de aquella curiosa expedición a las islas del sol. Aun cuando nada se hacía en forma plenamente abierta ni se publicaban proclamas ni bandos, no era ningún secreto en New York quién era Miranda y qué se proponía, y sin embargo, después del fracaso todos los envueltos en el pleito declararon, con la solemnidad de quien se enfrenta al porvenir, que no se sabía cuál era el propósito de aquella aventura que anunciaba un triunfo de la luz. La derrota es huérfana y solitaria, y queda siempre desamparada.
Pero sí había alguien absolutamente informado de lo que estaba ocurriendo en aquel puerto de New York: Manuel María Martínez, marqués de Casa Irujo, representante diplomático de España en los Estados Unidos, que había recibido informaciones de un oscuro personaje norteamericano, el senador Jonathan Dayton, y además tenía su red de informantes en distintos puntos del país.
Pero poco o nada podía hacer Casa Irujo para impedir la aventura del caraqueño. Y posiblemente no estaba muy interesado en evitarla, sino más bien en permitir que aquellos ratones de agua cayeran mansamente en las fauces del gato que los esperaría en las costas venezolanas. Lo cierto era que Miranda no había recibido apoyo oficial por parte del gobierno de los Estados Unidos, pero tampoco tenía prohibición de hacer lo que iba a hacer, y estaba tan seguro de que su empresa sería un éxito, que consideraba el silencio, la inacción, como una buena ayuda. Era suficiente con que ninguna autoridad se opusiera a lo que se hacía, con que nadie pusiera trabas o preguntara demasiado. Esa era la mejor ayuda. De manera que antes de zarpar, el viejo Simbad Francisco de Miranda escribió sendas cartas al presidente Jefferson y al secretario de Estado Madison, para agradecer las atenciones que de ellos había recibido y, a su manera, el apoyo que le habían dado, y, naturalmente, para despedirse de ellos. En los Adams Papers hay –lo cita Polanco Alcántara– una carta de John Quincy Adams a su cuñado, el coronel Smith (que fue enjuiciado por el caso Miranda) en la que opina que “Miranda no interpretó o entendió mal la actitud del Presidente y del Secretario de Estado”. Y parece ser que, para suerte de Madison, la carta que le escribió Miranda no le fue entregada. Jefferson –también lo cita Polanco Alcántara– aclaró que era falso “que yo hubiese apoyado la expedición de Miranda. Hice lo que debía y estoy satisfecho de ello, al igual que lo está el señor Madison. Nuestro deber era saber lo más posible acerca del asunto, pero no respaldarlo”. Siempre quedará la duda, pues esas aclaratorias se hicieron después del fracaso, cuando ya había varios muertos norteamericanos a consecuencia de la expedición. En cualquier caso, haya sido o no una mala interpretación, o una interpretación interesada, de Miranda, Jefferson y Madison fueron imprudentes. Todo el mundo sabía lo que quería Miranda. Todo el mundo sabía que Miranda estaba a punto de hacer lo que hizo. Si Jefferson y Madison no querían comprometerse en el asunto han debido abstenerse hasta de recibirlo. Lo que hicieron se prestaba a malas interpretaciones, sobre todo por parte de Miranda, que después de haber estado en el calabozo imaginario en que lo encerraron los ingleses se encontró al aire libre en Estados Unidos, y fue bien recibido nada menos que por el presidente y el secretario de Estado. Es absolutamente lógico que haya creído que estaba en terreno muy bien abonado para sus propósitos. Que contaba con el apoyo tácito del país independiente más poderoso de la región. Al echarse a la mar se sentía vencedor. Esperaba volver pronto en funciones de hombre de Estado, y así se lo dio a entender a muchas personas. Entre otros, no con mucha discreción, al marqués de Casa Irujo, que en cuanto supo lo que estaba por venir alertó a las autoridades de Florida y México. Y que al enterarse de que el Leander había zarpado contrató los servicios de una goleta que tenía el atractivo nombre de Bacchus, y que a la velocidad del viento viajó a La Guaira con la novedad para el gobernador y capitán general Manuel Guevara y Vasconcelos, que con toda eficiencia ordenó un operativo de cacería centrado en Coro, Puerto Cabello, Ocumare de la Costa y Choroní, con toda lógica los puntos por donde Miranda podía tratar de entrar a tierra firme. Los gatos se limitaron a echarse junto a la puerta a esperar la llegada de aquel ratón que ni siquiera pudo rugir.
Y así, en pleno invierno, el 2 de febrero de 1806, el viejo Simbad, don Francisco de Miranda, sin imaginarse en su optimismo la celada que le tenía preparada la realidad, implacable enemiga de los sueños, zarpó rumbo al calor de las islas. Iba con él, muerta de risa, la misma muerte, que a partir de ese momento se convirtió, aparentemente sumisa, en su ayuda de cámara.

Capítulos Publicados de “En los días de Miranda»:

Obertura (para orquesta de soñadores)
El valle del Edén
El vuelo de los canarios
Un canario que cantaba los versos del Niño Dios
El canario enjaulado
El joven canario que dejó su nido
Cambio de nombre, cambio de rumbo
Los primeros vuelos de un canario criollo
Las tribulaciones de un canario criollo en tierra y agua
Cuando el canario criollo tuvo que huir de los búhos
Un criollo en la corte del rey yankee
Un americano universal en la corte del Rey Artús
El trotamundos
Haroldo en Italia
Miranda en Rusia
El espía que vino del hielo
Detestable nación
Y Esculapio se hizo mujer
Las guerras del porvenir
De Peón Cuatro Rey a Jaque Pastor
Nuevo cambio de rumbo
La aventura del azar
El triunfo, la gloria y el barranco
El juego de los demonios risueños
Las alegres garras de la muerte
La guillotina frustrada
El soldado de Cristo
El Quijote cuerdo
Fin de fiesta
London bridge is falling down
The Adams Papers
Tour de France
Los vapores de la fantasía
El norte es una quimera
Si el viejo Simbad volviera a las islas

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