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¿Absolución?

Condenadme, no importa: la historia me absolverá”: con desafiante estocada, en 1953 un joven Fidel Castro concluía el célebre alegato de autodefensa que durante 4 horas expuso en el juicio donde respondió por los asaltos a los cuarteles “Moncada” y “Carlos Manuel de Céspedes, en Cuba. Amén de denunciar la paupérrima situación de la isla, la “traición a la Constitución de la República”, la corrupción del poder judicial bajo el régimen de Batista; de defender “el derecho de rebelión contra el despotismo” y de airear su planes para la recuperación de un país en ruinas, Castro (cuya sentencia a 15 años de prisión nunca completó, pues fue favorecido por la amnistía concedida a los rebeldes en 1955) justificaba así sus transgresiones. Sin escarbar en mayores análisis sobre la pertinencia histórica de aquellas acciones o sobre cómo el goce del poder trocó luego sus palabras en imprudente espejo de sus propios pecados, llama la atención la habilidad del orador para asestar, con una travesura argumentativa, un emotivo golpe a la razón: el mal infringido, mientras conduzca a la consecución de un bien mayor, ofrece digna coartada a quien lo comete.

La historia nos absolverá: desde entonces, no importa en qué nuevo contexto se empleasen, la frase y sus veleidosas interpretaciones aportaron carne y nervio útil al cuerpo ideológico de las revoluciones. Afortunada inspiración: daba igual si la repetían “rufianes coronados”, como los mentaba Thomas Paine, citado por el mismo Castro en su discurso y posterior manifiesto. Esa relectura tropical que de Maquiavelo se hacía parecía incluso brindar una especie de perdón continuado para los errores, los extravíos, los muchos desmanes contra la libertad que se produjeron en los países donde se impuso el socialismo real. Nada resultaba tan conveniente como ese divorcio entre ética y política, planteado entonces como necesario cuando un objetivo “sublime” -siempre escurridizo, siempre remoto- estaba en juego. Nada tan inicuo, tampoco, cuando entendemos que mantener el poder es la finalidad que se persigue, a toda costa.

Quién lo diría: tras los vapores de la utopía, es Maquiavelo quien irrumpe para dar sostén al paradójico pragmatismo de quienes invitaban a “tomar el cielo por asalto”. Pero resultaría injusto achacarle al florentino todas las resultas de semejante despropósito. El poder político que se ejerce sin el freno de ciertos escrúpulos, los recursos a los que debe echar mano el Príncipe “cuando se halle necesitado, para mantener el Estado” y garantizar así la convivencia (la Razón de Estado, que vive al margen de la religión) no pueden –dice- descansar en la falta de virtud de aquel, o en la ausencia de factores equilibrantes (como, observaba también Maquiavelo, lo era el Parlamento en la Francia monárquica) capaces de contener “la ambición del poderoso” o la anarquía de los gobernados. De modo que aún en medio de esa descarnada lucha por el poder que es la política, he allí un matiz que interesa preservar. Sin esa virtud intrínseca, reguladora, comienza también -como luego completaba Kant- aquella “maldad” que se opone a la paz, ese elástico “moralismo” del político que termina justificando todas las guerras.

Recordemos, claro, que la simplificación del pensamiento, la aplicación indistinta de “verdades” sin reparar en el Espíritu de la época que las ha gestado, resulta una utilitaria tentación para algunos “revolucionarios” (mismos que embuten las ideas de Marx, por cierto, en un escueto manual-de-bolsillo; algo más afín a un pétreo catecismo que a la obra crítica del filósofo que incluso llegó a entrever en ese marxismo “una desviación de mi pensamiento”, esgrimido por algunos equivocados como una “tabla de salvación”). Así, administrada a troche y moche, exonerada a priori por sus fines y elevada a Razón de Estado, surge esa discordante “moral revolucionaria” en la que también se atrincheran nuestros Socialistas del Siglo XXI: atada a la voluntad de un líder y sus epifanías, la oferta de un futuro siempre inasible, abstruso; tan adversa a las urgencias del aquí y ahora, pues alcanzar ese “bien mayor” todo lo minimiza y posterga. Inmoral, por tanto, en la medida en que atenta contra el real bienestar de los gobernados.

Pero a merced del latigazo que propinan los escándalos, las nuevas pruebas del despojo, la grosera holgura de los pocos, la corrupción más decadente y ominosa, las justificaciones se vuelven huecas: y es que el hedor de la sentina supera toda elocuencia. Arrasada por la oficiosa “ética chavista”, Venezuela boquea sin que le sea posible ceder ya ante la falsa relativización de los conceptos: los medios sí importan, en fin, el mal es mal, y el bien no aguanta tanta distorsión… ¿pretenderán seguir negando lo obvio, aspirarán indulgencias? Probablemente insistan, aunque sabemos que es tarde para alegatos in extremis; mientras el desgarro se hace más visible, hay un pueblo cada vez menos dispuesto a conceder absoluciones.

Que la historia los absuelva. Si puede.

 

@Mibelis

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