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Corrupción

Muchos han escrito que el país se organizó —espontáneamente, valga el contrasentido— a favor de la democracia electoral o representativa, y la alternancia, en los años noventa. Después de la realidad y la percepción de los fraudes electorales de Nuevo León en 1986, de Chihuahua en 1987, y sobre todo a escala nacional en 1988, el clamor por la limpieza en los comicios mexicanos, y por su corolario en el resultado de las elecciones, desplazó a cualquier otra exigencia, y se transformó en una especie de deseo mágico: con democracia y alternancia todo se resolvería.

Que algunas de las voces menores de aquella época aleguemos ahora —como sostuvimos entonces— que jamás argumentamos que se traba de una panacea, sino únicamente de una condición necesaria —no suficiente— para el cambio en México, no obsta para que el clamor mencionado se volviera ensordecedor y simplista: con democracia y alternancia todo se arregla; sin ellas, nada es posible. Algunos fuimos más cínicos, o realistas. Supimos que solo con una elevación semejante de las expectativas sería posible sacar al PRI de Los Pinos. Tuvimos razón, y a la vez exageramos.

Hoy, colegas como Aguilar Camín y otros, intuyen lo mismo a propósito de la corrupción. Surge en el país un clamor contra el descaro, el conflicto de intereses, el robo y el exceso, que no habíamos atestiguado antes. No la realidad de la corrupción: más bien el sentimiento social al respecto. No hubo más fraude electoral en 1988 que en 1940, en 1952 o en 1976 (un solo candidato a la Presidencia), y no hay necesariamente más abuso pecuniario hoy que en los años dorados del PRI: los cuarenta, los setenta o los noventa. Pero la percepción es otra.

Varias encuestas recientes lo corroboran, y todas las tertulias navideñas también. De alguna manera para nuestra desgracia, Ayotzinapa y Tlatlaya despiertan menor indignación entre la clase media —mayoritaria en el país— la casa blanca o Malinalco, o que la insensibilidad del gobierno ante la idea misma del conflicto de interés. Parecería que no saben qué significa.

Si esto es cierto —y tal vez el equipo del presidente Peña Nieto tenga razón y ya pasará— el país enfrenta un serio problema. Existen varios antídotos ante esa sensación de corrupción generalizada, pero todos implican transparencia y rendición de cuentas. Varios hemos sugerido que el Presidente proceda a un recambio ministerial; otros han insistido en la necesidad de que candidatos en 2015 y miembros del gabinete hagan públicas declaraciones patrimoniales y de impuestos. Tienen —tenemos— toda la razón. Pero además de romper con la inercia priista de no hacer nada bajo presión, y la inercia mexiquense de que todo va bien ¿se le puede pedir a Peña Nieto que todos sus colaboradores se desnuden fiscal y patrimonialmente ante la sociedad? Y de hacerlo, ¿podría llamar a suceder a equipo agotado —y nunca muy destacado que digamos— a otros colaboradores experimentados, brillantes o prestigiados y sin embargo impresentables, ya sea por su riqueza legítima pero inconfesable, ya sea injustificable? Prefiero la mediocridad honesta que la excepcionalidad imposible de justificar, pero preferiría una combinación de ambas.

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