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Crónica de un venezolano migrante

Si supiéramos más de las historias que ahogan los llantos de los sin voz, capaz encontraríamos el impulso necesario para culminar con esta pesadilla.

A las 7 de la mañana del día lunes Isaías se levantó bañado en sudor. La primavera no encontró espacio. El frío que lo torturó durante casi todo el año dio paso al sofocante verano. No hubo transición. Cambios drásticos de un clima sin compón.

El colchón individual que la caridad de una buena samaritana les hizo llegar a él y a Fátima, su mujer, quedó empapado con la transpiración de ambos. Todavía no hay dinero para un ventilador. En realidad desde hace meses no hay dinero para muchas cosas. ¡Qué carajo! Los ingresos no alcanzan para comer bien, menos para un ventilador.

Fátima tiene 8 meses de embarazo. Su fecha de parto se acerca e Isaías no logra un trabajo fijo. Los últimos chances laborales fueron episodios muy cortos. En el último, no obtuvo liquidación por no ser residente permanente del país que lo recibió. Una injusticia que se coló ligeramente por la fragilidad de la víctima. Es ciudadano del Mercosur, sí, pero no ha regularizado su situación ante el Ministerio de Exteriores. Carece de los recursos para pagar los trámites y está concentrado en gestiones apuradas que le permitan llevar comida a casa al final del día. ¿Casa? Bueno, sí. Viven en una habitación de nueve metros cuadrados en lo profundo de una pensión ubicada en el norte de Montevideo.

Isaías y Fátima vendieron todas sus pertenencias en Venezuela. Cambiaron su hogar y las cosas que costaron una vida tener, por una ínfima cantidad de dinero. Con lo poco recaudado y los tristes ahorros (o el remanente de lo que fue el último ingreso), compraron un par de boletos para volar a Uruguay. Fue una odisea salir del país. Ni hablar del sacrificio para legalizar papeles y apostillar documentos civiles. De no conseguir esos boletos tenían pensado partir en autobús cruzando Venezuela, todo Brasil y parte de Argentina. Poco faltó para escribir una tragedia clásica. Finalmente aterrizaron en Montevideo sin un centavo.

Pero llegar a tierra ajena con una mano adelante y otra atrás no es tarea fácil, representa un reto inmenso. Isaías ha hecho de todo en poco tiempo. Limpió un hogar de ancianos durante un mes; barrió y trapeó algunas semanas un viejo y pequeño restaurante; cada vez que se congestionan las calles del barrio, cuida los carros estacionados en la acera y se gana una propina; va a la Feria de Tristán Narvaja, la más popular de la ciudad, persiguiendo algún resuelve ayudando a los feriantes… No ha tenido suerte buscando empleo estable (“¡de lo que sea!”, diría él) a pesar de haber empapelado la capital con su hoja curricular. Carece de los medios para cubrir las necesidades de su familia. Fátima no puede trabajar por la situación de su embarazo y en él recae toda la carga económica. Decidieron salir del país para que ella diera luz en otro contexto más favorable, con los medicamentos e insumos elementales y, aunque la salud pública en su nuevo país funciona perfectamente, la precariedad económica ha puesto esa aspiración en la picota.

Isaías arregló el colchón, lo puso a un lado y salió al baño. Regresó a la habitación para comerse algo que había guardado la noche anterior con la intención de no encarar el inicio de semana con el estómago rugiendo. Le ha tocado una realidad muy difícil. Ayer de noche se enteró del asalto a la casa de su madre en el oeste de Caracas. Cinco delincuentes desvalijaron la residencia. Un disparo hirió de gravedad al hermano que se estaba haciendo cargo de los viejos. Costó dormir pensando en el susto, orando por la vida de sus seres queridos y porque puedan conseguir los insumos para atender a su hermano hospitalizado.

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