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¿Culto patriótico a la ignorancia?

Aunque la ignorancia pueda ataviarse de poder, igualmente el poder puede vestirse de ignorancia. Es el problema que ocurre cuando el poder y la ignorancia se asocian para alcanzar un objetivo que ni el poder ni la ignorancia saben de las consecuencias que sus incidencias producen. En medio de tan oscura situación, hace acto de presencia la política. Aquella política que, de bandazo en bandazo, termina aporreándose ella misma para después justificar lo que por presumida dice saber.

Es la situación de la cual se valen politiqueros de oficio y gobernantes de ocasión, para justificar decisiones muchas de las cuales son formuladas al garete. Y en la mitad de lo que dicha realidad permite, sobrevienen atrocidades que se propagan sin que puedan aminorarse sus drásticos efectos. 

De tal manera que las realidades en las que supuestamente encajan el poder y la ignorancia, sus mismas coincidencias se tornan en avatares causantes de deformaciones más intangibles que tangibles. Pero que golpean más de los que la imaginación es capaz de conjeturar.

Este prolegómeno se explica toda vez que se atiende el problema que habrá de suscitarse en lo inmediato. Es decir, una vez que termine de formalizarse la degradante decisión que ha resultado de la atadura que procura siempre “alzar vuelo” luego de toda reunión que se da entre el poder y la ignorancia. 

Es el caso particular de la decisión elaborada y tomada en el marco de las recientes sesiones del cabildo caraqueño, una vez que se hizo pública la información de haberse realizado el degradante culto patriótico a la ignorancia. El mismo que sirvió para pisotear cientos años de historia. Tiempo éste que concedió la inspiración que motivó la creación de los símbolos institucionales que desde entonces caracterizarían la ciudad de Caracas.

El problema de barrer la historia mediante la fuerza de un poder abusador, desquicia la historiografía la cual ha coadyuvado a construir la imagen de Caracas y la idiosincrasia de sus naturales. El hecho de contar con un poder que, aunque temporal, presume con insolencia por encima de toda medida de tolerancia y respeto, es un modo de imponerse como elemento de prepotencia, soberbia, insolencia, dominio y mando. Pero especialmente, como justificativo para redoblar la desigualdad y la exclusión que sirve a la coerción como función de gobierno.

El comunicado de la Academia Nacional de la Historia, bien argumenta que “sólo una pobre y limitada comprensión de nuestro acervo histórico, puede conducir el banal ejercicio que supone modificar los símbolos fundacionales de una ciudad”. De ello, no hay la menor duda. 

Tan rapaz decisión de arrasar con símbolos que datan de 1591, los cuales acaban de “tirarse al piso” con la venia de un poder “conspirativo” que no razona más allá de sus egolatrías por lo efímero y servil, no ha sido más representativo de cualquier simbología que exalte imaginarios fútiles, que un prosaico y obsceno acto de demostración de cuánta degradación arrastra una decisión gobiernera. O acaso es un insulso ¿culto patriótico a la ignorancia?

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